El 2 de noviembre, una mujer, de identidad reservada, se acercó a una comisaría con la sensación de haber sido atrapada en un sueño que se convirtió en pesadilla. Con la esperanza intacta, había visto en Instagram la publicación de un vehículo a la venta, un auto que prometía la fiabilidad de la supuesta concesionaria detrás del anuncio. En las fotografías, el coche parecía perfecto, y la comunicación fluida con los supuestos vendedores hizo que, por un momento, creyera en el relato de la empresa, que parecía, a través de una pantalla, tan sólida como cualquier negocio legítimo.
Los primeros pasos de la transacción ocurrieron con una normalidad sorprendente. Al otro lado de la pantalla, las respuestas fueron rápidas, amables, incluso ansiosas de cerrar el trato. «Solo necesitamos una seña para asegurar el vehículo y cubrir algunos gastos administrativos», le solicitaron. La mujer, confiada en que estaba a un paso de hacerse con el auto de sus sueños, no dudó en realizar dos transferencias: una en dólares, con un total de 3.305, y otra en pesos, sumando 9.000, una suma considerable pero que, pensó, valdría la pena al sentarse frente al volante.
Pero el desenlace fue otro. Cuando finalmente se presentó en la concesionaria, lista para recibir el auto, la realidad la golpeó. Los trabajadores del lugar se limitaron a mirarla con una mezcla de sorpresa y lástima. No había rastro de la transacción. «Esto es una estafa», fue la frase final, brutal y definitiva.