El 24 de agosto de 2011 el hombre que cambió la manera en que consumimos y nos relacionamos con la tecnología renunció a la empresa que había fundado en un garage de Los Altos, California, en 1976. Había sido diagnosticado con cáncer de páncreas en 2004, pero su anuncio conmocionó al mundo. Murió poco después, el 5 de octubre de 2011.
Steve Jobs ya casi no podía caminar. El agresivo cáncer de páncreas que le habían diagnosticado en octubre de 2003 había hecho metástasis en sus huesos y, para el verano boreal de 2011, los dolores eran tan intensos que el genio creativo que cambió la forma en que consumimos y nos relacionamos con la tecnología apenas podía pasar el tiempo que le quedaba acostado en su cama, mirando cualquier cosa por televisión mientras se hundía en el sopor de los analgésicos.
Practicante del budismo zen desde su juventud, cuando viajó por primera vez a la India, creía que la mezcla de espiritualidad y alimentos sanos servía incluso como antídoto contra el cáncer, y se había negado a ser operado hasta que la enfermedad ya estaba demasiado avanzada. Ese tiempo perdido en un raro caso de tumor pancreático que pudo ser tratable, dirían después varios papers médicos, es lo que impidió su cura.
En la filosofía del creador de Apple, sin embargo, todo estaba escrito y era parte de lo que lo había llevado a innovar hasta el final. Lo dijo en su célebre discurso ante los graduados de Stanford –en donde jamás se graduó; al contrario, como también recordó en esa lectura, siempre sintió que dejar la universidad había sido clave en su formación y su trayectoria–, en 2005, cuando ya sabía que estaba enfermo: “Recordar que voy a estar muerto pronto es la herramienta más importante que encontré para tomar grandes decisiones en mi vida. Porque casi todas las expectativas externas, el orgullo, el miedo al fracaso o al ridículo, desaparecen frente a la muerte. Recordar que vas a morir es la mejor manera que conozco de evitar la trampa de pensar que tenés algo para perder. Porque ya estás desnudo. Y no hay razones para no seguir a tu corazón.”
Había estado de licencia los últimos siete meses y algunas versiones habían llegado a darlo por muerto, pero se resistía a renunciar como CEO de la compañía que había fundado en un garage californiano en abril de 1976 junto a su amigo Steve Wozniak y su ex compañero de trabajo en Atari Ron Wayne, sin saber que también estaba plantando entonces la bandera de lo que sería Silicon Valley y uno de los mayores avances de la humanidad. Le había dedicado su vida a esa empresa y aceptar que era la hora de dar un paso al costado era también entregarse a la muerte, prepararse para el final.
En los días previos al 24 de agosto de 2011, Jobs habló mucho con su mujer, Laurene Powell. Se habían conocido en 1989 durante otra de sus conferencias en Stanford, cuando la economista cursaba un MBA y las preguntas de esa estudiante curiosa terminaron en una comida a solas esa misma noche. Ya no se separaron.
El discurso completo de Steve Jobs en la Universidad de Stanford
Habían pasado entonces tres años desde que el directorio de Apple lo despidiera de su propia firma a instancias de John Sculley, el ex presidente de Pepsi al que él mismo había convencido de asumir como CEO. Fue la oportunidad para barajar y dar de nuevo: en esos años también se acercó a su madre biológica, Joanne Schieble –que lo había dado en adopción porque quedó embarazada cuando iba a la Universidad y su familia, conservadora y católica, no aceptaba la relación con el padre, Abdul Jandali, de origen sirio–, y comenzó una relación con ella y con su hermana, Mona Simpson, con quien estuvo unido hasta sus últimos días.
Por intermedio de Mona, había podido reparar a su vez su vínculo con Lisa, la hija que había tenido en 1978 con Chrisann Brennan y a la que se negó a reconocer hasta que cumplió 9 años. En La mordida de la manzana, el libro en el que narra sus memorias junto a Jobs, Brennan cuenta que el padre de su hija –que ni siquiera había accedido a cubrir los gastos de la crianza cuando ya era millonario y ella limpiaba casas para mantener a la niña– sólo le pidió disculpas por su comportamiento tras ser despedido de Apple. Recién entonces comenzó a acercarse a Lisa e hizo los trámites legales para que cambiara su apellido por Brennan-Jobs.
Según recordó él mismo en su discurso de Stanford, “la levedad de volver a ser un principiante” le había permitido entrar en uno de los períodos más creativos de su vida y también enamorarse: “En los cinco años que siguieron a mi salida de Apple, fundé una compañía (informática) llamada NeXT, otra llamada Pixar, y me enamoré de una mujer maravillosa que se convirtió en mi esposa. Pixar creció hasta desarrollar el primer film animado por computación, Toy Story y, en un giro increíble de la historia, Apple compró NeXT, yo volví a Apple, y la tecnología que desarrollamos en NeXT hoy es el corazón del resurgimiento de Apple. Y tengo una familia que amo. Estoy seguro de que nada de esto hubiera pasado si no me echaban”. Se casó con Laurene en una ceremonia budista en marzo de 1991 y tuvieron tres hijos: Reed, Erin y Eve.
Laurene, con quien acababa de cumplir veinte años de matrimonio, fue el principal pilar de la base de apoyo familiar y de amigos que rodearon al genio tecnólogico en sus momentos más difíciles. Otra pata fundamental en ese círculo íntimo era Bill Campbell, su vecino de Palo Alto que se volvió su hombre de confianza y coach –al igual que luego de Jeff Bezos (Amazon), Eric Schmidt (Google) y Evan Williams (Twitter)–, y a quien llevó al consejo de administración de Apple.
La tercera era Jonathan Ive, el jefe de Diseño en la compañía y su “amigo más cercano y leal”, según describió el propio Jobs. Por esos días, también estaba ocupado en que Walter Isaacson terminara su biografía: “Tenemos que apurarnos –le dijo–. Me quedan muy pocas fuerzas”. Con Isaacson habló de la sociedad espiritual que lo había unido a Ive, a quien consideraba un alma gemela: “Trabajamos juntos por casi quince años. Almorzamos juntos casi todos los días desde entonces y pasamos las tardes en nuestro santuario del estudio de diseño. Esos fueron los tiempos más felices, más creativos y más divertidos de mi vida”.
La cuarta era su abogado, George Riley, que se había convertido para Jobs en mucho más que un asesor legal: era su amigo y la persona en quien confiaba para los asuntos más delicados, como resolver su trasplante de hígado en Memphis bajo total hermetismo dos años antes.
Con ellos cuatro –Laurene, Bill, Jony y George– mantuvo largas conversaciones ese agosto: quería imponer su visión por última vez y marcar un modelo de sucesión corporativa, ser él mismo quien señalara al nuevo CEO, evitando una crisis de confianza en los mercados. Iba a ungir a Tim Cook y quería hacerlo en persona; nada de comunicados fríos. También quería volver por última vez al campus de Cupertino donde había pasado sus mejores días. Despedirse.
Según la biografía de Jobs de Maheh Sharma, el 24 de agosto de 2011 había una reunión de directorio pautada en Apple. Su fundador no quiso alterar la rutina de la compañía ni pidió una fecha especial para leer la carta de renuncia que había redactado. Tampoco quería que lo vieran en silla de ruedas, así que Campbell, Ive y Riley organizaron la logística para bajarlo en secreto de su auto y llevarlo hasta la oficina a las once de la mañana, cuando promediaba la discusión sobre el reporte trimestral del comité. Se sentó con ayuda de Campbell, y en tono relajado, dijo que quería hablarles de algo personal. Cook le preguntó si quería que él y los otros gerentes se retiraran. Jobs lo meditó por unos segundos y le dijo que sí.
Finalmente, comenzó a leer en su Ipad la nota que había estado escribiendo durante toda la semana. Estaba dirigida al directorio y a la comunidad de la compañía, los fans de Apple en todo el mundo. Eran apenas ocho líneas: “Siempre dije que si llegaba el día en que ya no pudiera cumplir con mis deberes y expectativas como CEO de Apple, sería el primero en hacérselos saber. Desafortunadamente, ese día ha llegado”, decía la breve nota de su renuncia formal.
“Siempre que lo evalúen conveniente, me gustaría quedar a cargo de la presidencia del Directorio y seguir desempeñándome como empleado de Apple”, continuaba Jobs en su carta, que aunque no era una sorpresa, sí sacudió a los mercados: ese día las acciones y títulos de Apple cayeron 7% en la bolsa de de Nueva York y el 4,1% en la bolsa de Frankfurt.
En la carta que firmaba simplemente como “Steve”, señalaba por último a Cook como el nuevo CEO y aseguraba que creía que los tiempos de mayor innovación de la compañía todavía estaban por venir y que él esperaba verlos y poder contribuir a ese éxito desde su nuevo rol. Sin embargo, el último párrafo no ocultaba el tono de despedida inminente: “En Apple hice algunos de los mejores amigos de mi vida, les agradezco por haberme dejado trabajar con ustedes durante todos estos años”.
Sharma dice que entonces se hizo un silencio en la sala. Tomó la palabra Al Gore. El ex vicepresidente de los Estados Unidos se había sumado a la junta directiva en 2003 y elogió la gestión y la carrera de Jobs. Mickey Drexler –artífice del desarrollo de Gap y J. Crew– dijo que jamás en su larga trayectoria en el mundo de los negocios había visto a un CEO ocupar su rol de una forma tan cabal como a Steve. El ex ejecutivo de Roche y Gerentech Arthur Levinson dijo que Jobs coronaba su carrera con la decisión perfecta de irse a tiempo. Campbell no dijo nada, pero se le caían las lágrimas cuando, finalmente, el directorio aceptó la renuncia de su amigo.
Después de eso, Jobs quiso saber sobre el último Iphone en producción y habló sobre las características que debería tener en el futuro. Uno de los ingenieros le acercó un prototipo y le dijo que tenía reconocimiento de voz. Jobs preguntó: “¿Cómo está el clima en Palo Alto?”. El teléfono respondió con la temperatura ambiente, y Jobs sonrió y repreguntó: “¿Sos varón o mujer?”. “Mi sexo todavía no fue declarado”, se escuchó decir al aparato. Hubo risas en toda la mesa. Eso también aflojó el clima trágico de la reunión. Había resuelto la primera pregunta con la astucia de siempre.
Entonces se inició un pequeño debate sobre las tablets y, escribe Sharma, alguien dijo que HP había tenido que retirarse de la competencia por falta de capacidad técnica. Jobs se puso serio otra vez: “Hewlett y Packard hicieron una gran compañía y creyeron que la habían dejado en buenas manos. Pero ahora su empresa se está dividiendo y asistimos a su destrucción. Es triste y espero estar dejando mi legado en buenas manos, espero que no ocurra semejante tragedia con Apple”. Después de eso, hizo un gesto a Campbell para que lo ayudara a levantarse y se fue caminando con su ayuda hasta la puerta, mientras los miembros del directorio se acercaban para abrazarlo. Sabían que su legado era insustituible, y haber trabajado a su lado, un verdadero privilegio. Ese hombre era tan icónico de Silicon Valley y de la innovación como el logo de la manzana que es el sello aspiracional de sus productos.
Al llegar a su casa, se encontró con que Laurene y su hija menor, Eve, de entonces 13 años, estaban recogiendo miel en uno de los panales del jardín. Todos los chicos estaban en la casa para acompañarlo ese día, estaba claro para todos que marcaba lo único que le quedaba por delante: la trascendencia. Eve le acercó un frasco con miel y le dio a probar una cucharada. “Es hermosamente dulce”, dijo Jobs.
“Nuestro tiempo es limitado, no podemos perderlo vivendo las vidas y los pensamientos de otros. Tengan el coraje de seguir su corazón y su intuición. Ellos ya saben lo que ustedes realmente quieren ser”, había dicho Jobs en Stanford. Esa noche, le dijo a su biógrafo personal, Isaacson: “Mi vida está terminando de una manera muy linda, estoy haciendo todo lo que había deseado”.
Isaacson escribe también que, en una de sus últimas conversaciones, Jobs le habló de su experiencia en la India, de su fe en el Budismo y de lo que sentía sobre la reencarnación ahora que estaba cerca del final. “Estoy en un 50/50 con respecto a creer en Dios –le dijo–. La mayor parte de mi vida, sentí que tenía que haber otra existencia fuera de la que vemos. Me gusta pensar que hay algo que sobrevive después de que uno muere.. Es raro imaginar que uno acumula toda esta experiencia, tal vez incluso un poquito de sabiduría, y después eso simplemente se va. Así que realmente quiero creer que algo permanece, que tal vez la consciencia queda”. Isaacson escribe que entonces Jobs se quedó callado por un largo rato. “Pero, por otra parte –le dijo retomando la idea–, tal vez sea como un interruptor que se prende y se apaga. On-off, ¡click!, y estás muerto”. Entonces sonrió lentamente: “Tal vez por eso es que nunca me gustaron los botones en los equipos de Apple”.
Unas semanas antes de morir, recibió a su sucesor, Cook, a quien invitó a ver la película Remember the titans (2000), con Denzel Washington. Es la historia real de un equipo colegial de fútbol americano dirigido por un entrenador negro, en medio de fuertes tensiones raciales, y también una metáfora sobre el liderazgo. Hasta el final, seguía pensando en Apple y en su sucesión. Había elegido cuidadosamente de quiénes despedirse en la intimidad, con Laurene franqueando el acceso sólo a unos pocos, pese a que la peregrinación de figuras que querían tener una última charla con él –”llevarse un pedazo de Steve”, dirían algunos– en Palo Alto era incesante. “Está demasiado cansado”, repetía su mujer a la mayoría.
Uno de los visitantes habituales de la casa, además de Campbell, Ive y Riley, era su médico personal y amigo Dean Ornish. “Steve tomó decisiones –diría después a The New York Times–. Una vez me dijo que haber tenido hijos era diez mil veces mejor que cualquier otra cosa que hubiera hecho”. Estaba decidido a pasar la mayor parte de sus últimos momentos con ellos. Al tanto de que el tiempo se le terminaba, quería tener el control sobre lo poco que le quedaba. Por eso se apuró para terminar su biografía: “Quiero que mis hijos me conozcan –le dijo a Isaacson–. No siempre estuve ahí para ellos, y quiero que sepan y entiendan por qué hice las cosas”.
Al final, contó su hermana Mona al New York Times, sólo le importaban el futuro de sus empleados y de sus hijos. “Pedía perdón por tener que dejarnos”, dijo. Fue ella la que contó que antes de morir a los 56 años, en su casa de Palo Alto, rodeado por ella, su otra hermana –Patty Jobs–, Laurene, y sus hijos, sus últimas palabras fueron: “Oh, wow. Oh, wow. Oh, wow”. El hombre que había dicho en Stanford que la muerte era “probablemente la mejor invención de esta vida, porque es un agente de cambio que limpia lo viejo para dar paso a lo nuevo” parecía haber hecho un último y misterioso descubrimiento.
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