Cuando era niño y crecía en Boston, a Ben Franklin le gustaba merodear por el puerto local. Observaba los barcos que llegaban, charlaba con los marineros y soñaba con unirse a sus filas. Ese sueño nunca se materializó, pero Franklin, uno de los padres fundadores de Estados Unidos, científico pionero, estadista y escritor, llegó lejos.
Fue el estadounidense que más viajó de su época, más de 67 000 kilómetros a lo largo de su dilatada vida (murió a los 84 años). Cruzó el Atlántico ocho veces. Como subdirector de correos, recorrió todo el noreste de la joven nación. Pasó un tercio de su vida en el extranjero, viviendo en Londres y París, y visitando Canadá, Irlanda, Escocia, Alemania, los Países Bajos y, durante tres gloriosos días, la isla portuguesa de Madeira.
Viajar le permitió mirar más allá del Boston puritano e imaginar nuevas posibilidades. ¿Qué consejos podría darnos el peripatético fundador a los viajeros de hoy? He aquí cinco lecciones, extraídas de los escritos de Franklin y de su vida, y que exploro en mi nuevo libro, Ben & Me: In Search of a Founder’s Formula for a Long and Useful Life. [Ben & Yo: En busca de la fórmula de un fundador para una vida larga y útil].
El movimiento despierta la imaginación
En una de las muchas contradicciones que definen a Franklin, los viajes permitieron a esta alma tan inquieta hacer una pausa y pensar. Algunos de sus mejores escritos y experimentos los realizó en la carretera o en el mar. Fue en un accidentado viaje en carruaje de Filadelfia a Albany, Nueva York, en 1754, cuando compuso su brillante y clarividente plan para la unidad colonial. Fue en una travesía del Atlántico hasta Londres en 1757 cuando escribió su famoso Discurso del Padre Abraham (más tarde retitulado El camino hacia la riqueza). En otra travesía del Atlántico, a Filadelfia en 1774, la oposición de Franklin al dominio británico cuajó y, a los 69 años, se convirtió en un ferviente rebelde estadounidense.
Franklin se une a una larga lista de creativos que encontraron la inspiración en la carretera, desde Charles Dickens a J.K. Rowling. Hay algo en el movimiento que despierta la imaginación. Como dijo el filósofo suizo Jean-Jacques Rousseau, contemporáneo de Franklin: “Apenas puedo pensar cuando permanezco quieto; mi cuerpo debe estar en movimiento para que mi mente se active”. Así que, la próxima vez que salgas de casa, llévate un cuaderno y un bolígrafo. Nunca se sabe qué ideas pueden surgir de improviso.
Todos los grandes viajeros son grandes actores
En la carretera, lejos de la familia y de las expectativas, nos sentimos más ligeros y libres para representar distintos papeles. Nadie lo sabía mejor que Benjamin Franklin. Entraba y salía de su personaje tan fácilmente como Tom Hanks. En Londres, interpretaba el papel de un correcto caballero inglés; en Francia, sin peluca y con un gorro de piel de marta, se transformaba en un filósofo campechano (y los franceses se lo tragaron).
Franklin sabía que estaba actuando, que llevaba varias máscaras, y nos guiñaba el ojo mientras lo hacía. Era lo que el filósofo Alan Watts llamaba un “falso genuino”. Los falsos auténticos no son estafadores ni se engañan. Los falsos auténticos habitan tan plenamente su papel (sus papeles) que no hay distancia entre el papel y la persona, la máscara y el rostro. La próxima vez que estés de viaje, pruébate una máscara o dos. Al fin y al cabo, ¿qué tienes que perder?
La improvisación puede salvar un viaje
Franklin era un nadador consumado, en una época en la que pocas personas, ni siquiera los marineros, podían mantenerse a flote. Nadó en el río Charles de Boston y más tarde en el Támesis de Londres y el Sena de París.
También se zambulló en otro tipo de aguas desconocidas. Se arriesgaba cuando viajaba y se embarcaba en viajes cuyo desenlace estaba lejos de ser seguro. Cuando huyó de casa a los 17 años, no tenía ni idea de lo que le esperaba en Nueva York o Filadelfia. En 1757 viajó a Londres para lo que pensó que sería una misión de seis meses. Acabó quedándose 17 años. Más tarde, cuando el barco que lo transportaba a Francia se encontró con vientos poco cooperativos y no pudo atracar, Franklin requisó un barco pesquero para que lo llevara a tierra. Al abandonar Francia ocho años más tarde, demasiado enfermo para hacer el viaje en carruaje desde París hasta la ciudad costera de Le Havre, convenció a la reina francesa María Antonieta para que le prestara su litera personal.
Como viajero, Franklin hacía planes (después de todo, era una persona metódica), pero siempre se mantenía flexible. Era un maestro de la improvisación, una de las herramientas clave de cualquier viajero.
No todos los destinos son igual de buenos
De joven, Franklin elaboró una lista de trece virtudes que se proponía seguir. Una de ellas era la sinceridad u honestidad. Y lo era, especialmente cuando se trataba de viajar. Era puntilloso. Sabía lo que le gustaba y lo que no. Si Tripadvisor hubiera existido entonces, habría sido la peor pesadilla de cualquier hotelero. En Francia, reprendía a los posaderos por su mal servicio. En Inglaterra, describió un hotel de Portsmouth como una “posada miserable”, en la que hasta la papelería era de mala calidad. Calificó la ciudad de Gravesend de “lugar maldito y mordaz”, cuyos habitantes despojaban con pericia a los viajeros de su dinero.
Sin embargo, cuando un lugar le gustaba, era igualmente expresivo. Durante una visita de seis semanas a Escocia, experimentó la “felicidad más densa” de su vida. En un viaje a Francia, en 1767, se deshizo en elogios hacia la belleza de Versalles. “El número de estatuas, figuras y urnas de mármol y bronce de exquisita factura es inconcebible”.
Franklin sabía que viajar exige discernimiento; no todos los destinos son igual de buenos, y que amar todos los lugares es no amar ninguno. Su consejo: déjate llevar y ámalos uno a uno, mientras los disfrutas.
Los malos viajes pueden convertirse en grandes viajes
Todos hemos tenido malos viajes, viajes en los que, a pesar de nuestra mejor planificación e intenciones, todo sale mal. Franklin también tuvo su ración de malos viajes (un nefasto viaje a Montreal (Canadá) a los 70 años estuvo a punto de matarle), pero no se preocupó ni se enfadó por ellos. Los convirtió en algo útil: quizá en materia para uno de sus muchos ensayos, o en una buena anécdota que contar a los amigos con una copa de Madeira.
Un mal viaje resultó ser transformador. Con sólo 20 años, Ben navegaba de Londres a Filadelfia. La travesía oceánica estuvo plagada de contratiempos desde el principio. En un momento dado, un tiburón rodeó el barco, obligando a Ben a saltarse su baño diario. Además, a bordo se descubrió a un tramposo con las cartas y a un cocinero imprudente que agotó sus reservas de alimentos. Los vientos soplaban con poca frecuencia o, cuando lo hacían, en la dirección equivocada. Un viaje que debería haber durado cuatro semanas tardó trece.
Sin embargo, con tiempo libre, Franklin decidió reformarse. Ideó un “Plan de Conducta” y juró que “en adelante, podría vivir en todos los aspectos como una criatura racional”. Su plan consistía en cuatro sencillas reglas. Paga lo que debes. Di lo que quieres decir. Concéntrate en lo importante. Trata a la gente con amabilidad.
Franklin había partido de Londres siendo una persona y llegado a Filadelfia convertido en otra. Sabía que cada mal viaje contiene las semillas de uno muy bueno.
Eric Weiner es ex corresponsal internacional de NPR y autor de cinco libros, entre ellos el más reciente, Ben & Me: In Search of a Founder’s Formula for a Long and Useful Life. Síguelo en Instagram.
Este artículo se publicó originalmente en inglés en nationalgeographic.com.
National Geographic
Fuente de esta noticia: https://www.nationalgeographic.es/viaje-y-aventuras/2024/07/clecciones-viajes-benjamin-franklin
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