La historia de los últimos tiempos ha visto crecer la complejidad de la vida cotidiana y, como consecuencia, ha impulsado el desarrollo de las ciencias humanas. La psicología ha buscado esclarecer los dinamismos de la mente y de la conducta; y la sociología, los de la vida social. Pero, al parecer, no se ha atendido del todo a que necesariamente los seres humanos integramos organizaciones cuyas formas de funcionamiento influyen decisivamente en la vida personal y, a la vez, en los ámbitos sociales más amplios. Y así, formas inadecuadas de funcionamiento institucional provocan trastornos en los individuos (estrés, insatisfacción, conflictos interpersonales, etc.) y, al mismo tiempo, improductividad y desorganización en la esfera social. Una mejor comprensión de la dinámica organizacional y una rectificación de mecanismos inadecuados repercutirán necesariamente en una mejor calidad de vida de los individuos y un mejor desarrollo económico y social.
Los órganos del cuerpo social
El ser humano no se integra a ese todo que es la sociedad, sino a través de núcleos o conjuntos en los que está inmerso y que sirven de intermediarios entre el individuo y la sociedad.
Las instituciones (u organizaciones) son conjuntos organizados de personas (una escuela, una fábrica, un hospital, un club) con objetivos específicos (trabajar, estudiar, jugar) a través de los cuales los seres humanos alcanzamos metas determinadas gracias a la pertenencia a ellas. Vienen a ser como los órganos del cuerpo social que cumplen funciones especializadas en vistas al bien del organismo y de sus células.
Y así como cada ser humano tiene sus problemas personales y la sociedad, por su parte, tiene los suyos, también las instituciones enfrentan dilemas y problemas que les son propios: si una escuela termina finalmente educando o deformando a sus alumnos; si las organizaciones laborales favorecen una vida sana o generan egoísmos competitivos; si el sistema carcelario facilita la resocialización del recluso o lo confirma en su patología…
Lo importante aquí es que acaso la mayor parte de la felicidad o infelicidad de los individuos depende de cómo viven dentro de las organizaciones. Ellas tienen un formidable efecto sobre la formación de la mentalidad de los individuos.
Sin darnos cuenta, asimilamos los criterios, el lenguaje y las costumbres de los grupos y las entidades a las que pertenecemos. Y, por ejemplo, el que se jubila, por largo tiempo no solo recuerda, sino que revive episodios de su trabajo. Por tanto, si aspiramos a una sociedad sana, un camino importante es el de contar con instituciones sanas.
Las instituciones: articuladoras del cambio
Respecto del siempre anhelado “cambio social”, hay quienes aspiran a realizarlo “cambiando a los hombres”, en forma ascendente; y otros, “desde arriba”, desde el poder, en forma descendente. Pero también hay motivos para adjudicarle especial importancia al ámbito institucional como promotor del cambio e intermediario articulador de los otros dos.
Toda institución tiende a irradiar su influencia en un doble sentido: a modificar el entorno en que se encuentra y a generar cambios en los individuos que la componen modelando sus actitudes. O sea: ubicadas como cuña en mitad de la organización social, ejercen presión: hacia arriba, tendiendo a provocar modificaciones en el sistema; y hacia abajo, influyendo en los individuos y en los pequeños grupos. Así, pueden convertirse en el elemento promotor de un cambio total y retroalimentador de un proceso de transformación.
Las instituciones resultan un campo predilecto para la acciónsocial en virtud de una razón definitoria de orden práctico: la dimensión de cada una de ellas, infinitamente menor que la de todo el organismo social, hace de su transformación un hecho factible, de menor complejidad y con mayores posibilidades de concreción. Un docente puede producir una transformación en el colegio en el que actúa. O un empresario o un director de hospital mejorar substancialmente la organización respectiva y convertirla en un modelo institucional.
Todo cambio social consistente debe incluir un cambio de las instituciones. Más aún: las instituciones resultan el terreno donde el cambio social prueba su firmeza y su genuinidad.
Ciertos intentos de cambio social, aun produciendo modificaciones estructurales del sistema y contando con suficientes esfuerzos de mentalización de los individuos, no logran sin embargo una transformación social perdurable e irreversible por no alcanzar a producir un adecuado cambio institucional.
Se dan instituciones funcionando de acuerdo con pautas tradicionales pese a estar dentro de una sociedad con hombres individualmente deseosos de cambio y aptos para él, pero a los cuales la estructura institucional obsoleta termina por imponerles sus modelos de conducta.
El nivel institucional es la esfera donde prende y se afirma la evolución social. Pero también el foco de resistencia donde se atrincheran los esquemas anacrónicos. Es allí donde toma cuerpo un determinado estilo de vida y donde los pequeños grupos, unidades naturales de la vida humana, se desarrollan e interactúan. La justicia social, por ejemplo, deja de ser un puro slogan de propaganda política o una vaga aspiración solo cuando las relaciones entre cada empresario y sus obreros son justas en cada empresa.
La gravitación inapreciable de las instituciones se muestra en que los hombres somos en buena parte un reflejo de aquellas a las que pertenecemos. Si los hombres no hacemos que las instituciones sean lo que queremos, estas harán que sigamos viviendo como no queremos. O los ideales se traducen en concretos sistemas de vida o los hombres terminamos viviendo sin ideales. ¿Y qué son las instituciones sino la corporeización más o menos lograda de los ideales? Siento que yo vivo en una democracia si mi escuela, mi empresa, los servicios públicos funcionan democráticamente; si eso no es así, esa democracia es una abstracción.
Las organizaciones también se enferman
Llamamos enfermas a las organizaciones que son disfuncionales o que presentan perturbaciones o anomalías que no son saludables y provocan perjuicios. Los factores causales que podemos enumerar como los más frecuentes en la mayoría de las organizaciones son los siguientes.
En el camino hacia el logro de los objetivos, se produce una necesaria distribución de funciones, roles y niveles jerárquicos. Pero no siempre esto sucede como debería. A veces los objetivos no son claros. No están bien definidos. Y no se sabe bien adónde vamos o lo saben solo los de arriba. Así no puede esperarse una actividad unificada, organizada y coherente.
A veces sucede también que la empresa ya no responde a las actuales necesidades del medio, sino que es obsoleta. O que los objetivos que se persiguen de hecho no son los que se enuncian formalmente. Una universidad privada puede proclamar una finalidad cultural-educativa, pero constituir en la práctica solo un buen negocio.
Fallan la organización del trabajo, las comunicaciones claras y precisas y las normas bien definidas. El desorden señala deficiencias en los niveles de dirección y supervisión y escasa capacidad de los que ejercen la función. La organización formal (la que está graficada en el organigrama colgado en la pared) no se cumple: ha sido reemplazada por una organización informal. En cualquier institución normal, las funciones de cada uno están definidas y explicitadas. Pero no siempre esto se cumple. Con el tiempo algunas personas terminaron insensiblemente realizando funciones y adquiriendo atribuciones más amplias de las que deberían tener según lo programado, algún líder espontáneo ejerce la conducción con más fuerza que el que ocupa formalmente el cargo, o grupos informales presionan en la toma de decisiones…
Sucede también que las normas han perdido vigencia y se crea una dualidad: las pautas efectivas no están legitimadas y las normas oficiales no son observadas. Así, la marcha institucional se hace confusa y contradictoria. No es posible una acción planificada ni una conducción coherente: se trata simplemente de ir salvando situaciones.
El funcionamiento es estereotipado. No se adaptan rápidamente los procedimientos a las nuevas necesidades. Los mecanismos se hacen rígidos. Se da importancia solo al cumplimiento formal de las obligaciones. Siempre se aplican las mismas soluciones, aun cuando los problemas vayan variando. Faltan creatividad e iniciativa. Predominan la rutina y la burocracia. En tal sentido: las oficinas públicas han constituido siempre un ejemplo típico.
No hay proporción entre el esfuerzo y lo escaso de los resultados. Es decir: falla la eficiencia. Y, por tanto, disminuyen progresivamente la motivación y la satisfacción de los integrantes. No se progresa. Aunque aparentemente “todo está en orden”, es posible descubrir signos de estancamiento que presagian una declinación. Mientras tanto, otras instituciones similares, en igual situación, son florecientes.
El clima no es de participación e integración. Los miembros no vivencian las metas como propias. Falta sentido de pertenencia. Las pautas resultan de la imposición de unos pocos sectores en pugna. En ciertas empresas: cada gerencia es un feudo y la competencia es salvaje. Los integrantes se sienten subordinados a la institución, pero en desmedro de sus genuinos intereses personales. Su actividad allí no significa un desarrollo de su personalidad.
Rescatar el valor de lo institucional
La situación argentina requiere un cambio fundacional. Esto supone un nuevo pacto social entre los integrantes de la comunidad nacional. Pero ese cambio no será ni genuino ni consistente y sólido si no llega a darse en la trama interna de las organizaciones. Es decir: se requiere un saneamiento de la cultura institucional; lo cual incluye, en cada organización, definición de los objetivos, orden en los procedimientos, claridad en la comunicación, seriedad, confianza y lealtad en los compromisos, sinceridad en la cooperación, responsabilidad en las obligaciones, espíritu de trabajo…
Es bien claro Natalio Botana cuando dice: “Uno de los déficits más importantes en el camino del progreso argentino es el déficit institucional. Es muy difícil poner una democracia en marcha por la senda del progreso cuando se vive en un estado de insuficiencia institucional permanente, donde las instituciones no responden y, sobre todo, donde la ciudadanía, las mujeres y los hombres, no ven a las instituciones como los reaseguros del camino del ascenso” (La república vacilante, editorial Taurus).
Las instituciones constituyen el ámbito donde se plasmará el nuevo contrato social. Y esto supone, principalmente, una renovación ética de las organizaciones. Porque no hay país sano sin organizaciones sanas.
Hacia una legítima praxis institucional
Hablar de salud institucional implica que la vida cotidiana de todas las instituciones (empresariales, políticas, sindicales, militares, deportivas, religiosas, educativas) debe estar impregnada de una praxis esencialmente ética y democrática. Pero eso supone recorrer el sabio y paciente camino de la resistencia al sutil abuso del poder infiltrado en todos lados, habitualmente encubierto. Eso implica un largo proceso hacia la madurez.
Un cambio de estructuras debe ir acompañado de un cambio de mentalidad (metanoia) y de modelos de vida. Se requiere una renovación del pensar y sentir de las personas. Sería de corta existencia una república carente de ciudadanos republicanos, capaces de asumir las implicancias de una vida democrática. Y sería de corta duración una vida institucional con integrantes faltos de sólidas convicciones democráticas.
“La democracia fue una creación gradual y dificultosa contra los deseos del poder. Requiere constante participación y tenacidad para mantenerla” (John Ralston Saul). Hay un “aprendizaje social” que los pueblos realizan a través de sus errores y sufrimientos, inevitable pero necesario para alcanzar la madurez. Y esa madurez debe alcanzar la vida institucional.
En el camino progresivo hacia la democratización, existe un punto de extrema importancia para la transformación del orden social: el momento de pasar de la llegada al poder a la construcción de una nueva cultura. Si la transformación no es adecuada, se corre el peligro de que los ciudadanos sigan viviendo en una democracia puramente formal y que el cambio no se encarne en la vida social como moral colectiva en los individuos, en la vida de las organizaciones y en las instituciones políticas, según aspiramos.
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