Rogelio Condori aporrea sin pausa las teclas de la máquina de escribir con la mirada fija en el papel. Ataviado de traje y sombrero, rellena formularios como escribe palabras de amor, absorto entre el bullicio de una calle del centro de La Paz repleta de autos y vendedores ambulantes.
Desde 1985, este hombre de 61 años se sienta a primera hora de la mañana en una silla plegable detrás de una máquina Brother, modelo 1974, un sobreviviente a la extinción del oficio de mecanógrafo.
“Algunos impuestos, como la declaratoria de herederos, y otros formularios todavía se hacen a máquina” porque no están disponibles en internet, explica Rogelio, mientras teclea con los índices, antes de ajustar una vez más la cinta de tinta negra.
La mayor parte del tiempo la pasa completando grillas de trámites burocráticos, pero también escribe cartas de amor. Como el día en que se le acercó un hombre desesperado por salvar una relación en crisis y le encargó una misiva que reflejara “los sentimientos de su corazón” hacia su enamorada.
Todavía recuerda la prosa con la que intentó ayudarlo: “Amor mío, los años que han pasado no son en vano; reconsidere nuestra situación”, recita.
“No dijo que yo había escrito la carta”, dice socarrón entre risas. Poco después, se enteró de que su composición de amor había dado resultado.
“¿Qué es esa cosa?”
Como Rogelio, otras nueve personas atienden en esa acera las demandas de los clientes. Todas las mañanas llegan a la esquina de la alcaldía paceña empujando carritos a los que encadenan sus pequeñas oficinas móviles. Cada mesita tiene un solo cajón para guardar la máquina.
Aunque prefiere trabajar en la calle porque es “apasionante”, Rogelio abrió una oficina “con internet y computadora” para algunas pocas gestiones que ya se pueden hacer en línea.
La mayoría de los trámites burocráticos en Bolivia se tienen que hacer presencialmente y en papel.
Aferrado al viejo sistema, Rogelio sostiene que “la máquina de escribir es más manejable” y “rápida”. No se siente tan cómodo, en cambio, llenando formularios con la computadora.
Marisol Poma, de 39 años, se unió hace ocho a los “llenadores” o “maquinistas”, como se los llama en la jerga local, con un puesto junto al de Rogelio.
“Los niños ven la máquina de escribir y dicen: ‘Mamá, ¿qué es esa cosa cuadrada?'”, cuenta, e incluso le han dicho que “vive en las reliquias”. Igual que su vecino de oficina, pasa toda la mañana y parte de la tarde tipeando con sus dedos mientras sus hijos están en el colegio.
“Misión cumplida”
Una pareja de indígenas quechuas, ambos con gesto serio, se para delante de su puesto, y el hombre le pide completar un formulario de divorcio.
Entre los clientes hay tanto adolescentes como ancianos de ocupaciones variadas: estudiantes, oficinistas, granjeros, jubilados.
“Con contadores y abogados no tuve buenas experiencias y encima cobran mucho”, y es una asesoría que los mecanógrafos ofrecen gratis, comenta Lazario Cucho, un campesino de 56 años y antiguo cliente de Rogelio.
Nancy Vargas, otra clienta frecuente, prefiere la prolijidad de la computadora, pero opta por la practicidad de la máquina.
Con pollera andina y sombrero bombín, esta agricultora de 40 años le dicta a Rogelio el contenido de una carta que deberá presentar al banco para pedir un préstamo.
Dan las tres de la tarde, hora en que Rogelio vuelve a guardar su escritorio en el carro para dejarlo en un depósito cercano hasta la mañana siguiente.
“Creo que esto de la máquina de escribir va a continuar… Y si desaparece, me voy feliz, con la misión cumplida”, dice. Pero está convencido: “Siempre va a haber clientes que pidan cartas de amor”.
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