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Hace 85 años atrás, el Hindenburg se prendía fuego poco antes de tocar tierra en Nueva Jersey, Estados Unidos. Fue una gran tragedia y marcó el fin de la era de estos gigantes del aire que eran toda una maravilla. Por qué utilizaban hidrógeno, quiénes se salvaron y cómo se enteró todo el mundo del desastre.

El 6 de mayo de 1937, Herbert Morrison había llegado temprano al lugar. Tuvo tiempo de preparar su equipo, de elegir el mejor lugar para ver el amarre y la llegada del Hindenburg, el imponente dirigible alemán. Transmitiría el suceso para la radio. La demora de la nave lo fastidió un poco. No iba a poder cumplir con los planes que tenía para esa noche. Se sobresaltó cuando el dirigible apareció en el horizonte. Lo había visto en fotos y en alguna película, pero personalmente era otra cosa. Quedó maravillado. No tuvo que fingir entusiasmo al prender el micrófono. Pero de pronto todo cambió:

“Está empezando a llover de nuevo. Los motores traseros de la nave… ¡UH! ¡Está en llamas! Y cae. Se está estrellando. ¿Lo están viendo? ¿Lo están viendo, muchachos? Salgan, salgan de ahí. Se quema, Charlie. (…) Esto es terrible. Una de las peores catástrofes del mundo. Fue una caída terrible, señoras y señores. Hay humo y llamas. Ayy, la gente. Los pasajeros. Hay gritos por todas partes.(…) No puedo hablar, apenas puedo respirar. Perdón. Me voy a ir adentro, donde no pueda ver. Ayyy, ayyy… No puedo… Tengo que parar un minuto. Perdí mi voz. Esto es lo más terrible que presencié en mi vida”.

Primero fue un crujido que atravesó la noche. Luego un fogonazo. Enseguida las llamas iluminaron el cielo. El fuego tomó un extremo del dirigible que se inclinó y se desplomó de punta contra el suelo. Las llamas devoraban, como un Pac-man, la estructura. Por unos segundos quedaron los fierros desnudos pero se derritieron contra el piso. Una tragedia.

Desde el inicio hasta el colapso pasaron poco más de 30 segundos. El fuego se esparció a una velocidad enorme. Comenzaron los gritos y las corridas: los que estaban cerca se alejaban, y los más alejados se aproximaron al desastre. El peligro expulsaba a unos y la solidaridad atraía a otros.

El Hindenburg, el gigante alemán del aire, se había prendido fuego apenas empezaron las maniobras de amarre. De inmediato se precipitó a tierra. Era un pandemónium. Se convirtió en la peor tragedia aérea de su tiempo y marcó el fin definitivo de la era de los dirigibles.

El Hinderburg pasea por sobre el estadio olímpico de Berlín en la inauguración de los Juegos Olímpicos de 1936.
El Hinderburg pasea por sobre el estadio olímpico de Berlín en la inauguración de los Juegos Olímpicos de 1936.

Era una gota enorme y plateada que flotaba entre las nubes, una ballena estilizada, brillante e imponente que nadaba por el cielo. Un transporte de lujo y moderno que asombraba. Cada vez que pasaba por una ciudad provocaba conmoción y centraba la atención sobre él.

Los dirigibles eran la gran novedad aérea alemana, un medio de locomoción que en ese entonces parecía estar en su apogeo y representar al futuro. Era un gigante, un mastodonte, una nave imponente, algo inverosímil y ridícula. Aseguraban largas distancias, confort, velocidad e impacto.

El Hindenburg tenía 250 metros de largo, 80 de diámetro y algo más de 40 de alto. Era una extraña mezcla entre un globo y un barco. Más que un medio de transporte aéreo, era un gesto teatral. Un exagerado gesto teatral.

Los dirigibles venían perfeccionándose desde el momento de su invención. Para la época significaban un gran avance. Representaban un progreso enorme frente a los globos. En ellos se podía regular la altura, la velocidad e imprimirles la dirección deseada. Daban la ilusión de que ellos podían dominar los aires, superar el azar (o el capricho) de los vientos.

Tenían gran autonomía (alrededor 10 mil kilómetros) y podían alcanzar velocidades de hasta 150 kilómetros por hora. En la barquilla inferior estaban los controles, los camarotes de lujo para los pasajeros, las literas para los tripulantes, un salón de estar reluciente, un comedor, una estación telegráfica y entre otras comodidades un sector para fumadores.

Como no podía aterrizar por el mal tiempo, el capitán del Hindenburg decidió pasear por el cielo de Manhattan, maravillando a los neoyorquinos. (Photo by Lambert/Getty Images)
Como no podía aterrizar por el mal tiempo, el capitán del Hindenburg decidió pasear por el cielo de Manhattan, maravillando a los neoyorquinos. (Photo by Lambert/Getty Images)

Los dirigibles fueron utilizados durante la Primera Guerra Mundial. Algunos optimistas pensaban que su utilización podía cambiar el curso de la contienda. Nada de eso. Eran pesados, los bombardeos desde ellos carecían de toda precisión. Su punto más débil, lo fácil que eran de alcanzar y destruir. Demasiado grandes, frágiles y muy inflamables. Luego, con las acciones más avanzadas y con la (mala) experiencia de varias unidades retiradas, los alemanes decidieron usarlos para realizar avistajes de objetivos militares y posiciones enemigas.

Los diseñadores alemanes necesitaban helio para que volara pero ese gas estaba monopolizado por Estados Unidos que se negó a venderle a Alemania. Por lo tanto lo suplieron con hidrógeno. Pero el hidrógeno es altamente inflamable. Eso marcó el final de la aventura de los dirigibles. Tal vez, hubieran predominado por más tiempo, si los alemanes hubieran conseguido que alguien les proporcionara helio tal como sus ingenieros imaginaron al principio del proyecto.

Entre ellos, el Graf Zeppelin fue el de mayor fama. Lo seguía el Hindenburg.

El Hinderburg, bautizado en honor al ex líder de su país, tuvo su estreno en 1936. Durante ese año cruzó el Atlántico diez veces. La temporada 1937 comenzó con una travesía a Río de Janeiro. Y tenía previstos otros diez viajes a Estados Unidos. El primero partió de Frankfurt el 3 de mayo. A bordo iban 97 personas, la mitad de su capacidad. De ellos, sólo 36 eran pasajeros. Pero el viaje de regreso, que se iniciaría a la mañana siguiente, saldría repleto; hasta había una larga lista de espera por si se vaciaba algún lugar. Sus pasajeros asistirían a la coronación del Rey Jorge VI.

En Lakehurst, New Jersey lo esperaban muchos curiososalgunos familiares de los viajeros, unos cuantos periodistas, equipos de filmación (cada arribo de un dirigible era un gran material para los noticieros que se pasaban antes de las películas en los cines) y los que se jugaban la vida jalando las sogas para agarrarlo a tierra. Llevaba casi medio día de retraso. Las condiciones del tiempo le habían impedido tomar más velocidad y, luego, descender. El capitán, entonces, paseó su aeronave por Manhattan. Lo que él pensó como un espectáculo para los pasajeros, resultó ser una enorme atracción para los habitantes de Nueva York, que se pasaron varias horas mirando al cielo.

La aeronave prendiéndose fuego ante la impotencia de los testigos.  (Photo by Central Press/Getty Images)
La aeronave prendiéndose fuego ante la impotencia de los testigos. (Photo by Central Press/Getty Images)

A las 7.30 de la tarde, surcando la oscuridad, apareció. Doscientos cincuenta hombres esperaban en tierra. El amarre era una operación muy riesgosa. En otras ocasiones había provocado lesiones graves y hasta muertes. Muchas veces alguno de ellos quedó flameando de una de las sogas y cables que colgaban del dirigible. Una vez que estaba lo suficientemente cercano a tierra, había que tomar las gruesas sogas y atarlo a la tierra. Así aterrizaba el Hindenburg, el Titanic del aire.

Todo parecía normal. Nadie creía que algo podía salir mal hasta que el fogonazo fatal desató el infierno.

El accidente del Hindenburg causó una gran impresión, no sólo por la magnitud del desastre, por las muertes y por la descripción de los sufrimientos de los quemados. Impresionó porque el mundo pudo verlo. Por esos años era difícil tener pruebas visuales de las tragedias. Eso que hoy soluciona cualquier Smartphone, antes dependía de filmadoras pesadas y apostadas en trípodes, que no se encendían enseguida, lentas de reflejos. Algo parecido sucedía con las cámaras fotográficas, que no disparaban a repetición, en las que había que cuidar los rollos.

Pero como la llegada de un dirigible a una ciudad siempre constituía un acontecimiento eran muchos los que esperaban ese atardecer de mayo de 1937 al Hindenburg. Había fotógrafos, cuatro cámaras filmando y un periodista de radio, Herbert Morrison. Sus palabras no se emitieron en vivo pero si se retransmitieron miles de veces durante décadas y hasta se lo fusionó como voz en off en las filmaciones del incendio.

Las fotos también conmocionan. El hongo de humo, las llamaradas, la nave golpeando una torre, el esqueleto derretido e impreso en el terreno. Al día siguiente ocuparon las portadas de los diarios.

Murieron 35 personas; 13 pasajeros y 22 tripulantes. Casi no hubo sobrevivientes entre los tripulantes que se encontraban en el cubículo de mando, debajo de la estructura. La gran mayoría murió quemada. Unos pocos llegaron a lanzarse pero los mató el impacto contra la tierra. Algunos se ahogaron con los gases tóxicos. De los que lograron sortear el momento, fueron varios los que quedaron con severas secuelas por las quemaduras.

Los restos del Hindenburg en el terreno. Los hierros chamuscados tatuados sobre el suelo
Los restos del Hindenburg en el terreno. Los hierros chamuscados tatuados sobre el suelo

Werner Franz tenía 14 años. Era una especie de botones. Tenía que hacer los mandados que los pasajeros y los oficiales de la tripulación le solicitaran. El chico estaba lavando platos en el momento en que se inició el fuego. Sintió un cimbronazo y vio las llamas que se acercaban. Cuando lo rodeaban y el calor se hacía sentir, un tanque de agua interno colapsó y cayó sobre él. Eso lo salvó y le permitió salir del cerco. Corrió para un lado pero se encontró con una pared de fuego. Cambió de dirección y, de casualidad, se encontró con la escotilla por la que subían comida y otras provisiones al dirigible. La pateó con toda su fuerza y se abrió. Quedó durante unos instantes con medio cuerpo afuera, esperando el momento exacto para saltar a tierra. Apenas tocó el piso, corrió a toda velocidad para ponerse a resguardo. Al día siguiente, Werner volvió al lugar de los hechos. No querían dejarlo pasar el cerco que los investigadores habían establecido. Él, con lágrimas en los ojos, los convenció. Quería buscar su reloj, uno que su abuelo le había regalado. Después de horas rastreando entre restos chamuscados, el joven encontró su reloj. Werner Franz murió en 2014. Tenía 92 años y era el último sobreviviente del Hindenburg.

Otro que logró salvarse fue Joseph Späth, un acróbata de circo que se preparaba para realizar varias funciones en Nueva York. Utilizó su agilidad para pasar por un espacio muy angosto y se lanzó desde la nave. En la caída se lastimó un tobillo. Pero era tan diminuto que uno de los testigos corrió hacia él y lo cargó con facilidad para que el fuego no lo alcanzara.

A pesar de los numerosos testigos y sobrevivientes no se pudo establecer con certeza cómo se inició el desastre, cuál fue el origen del siniestro. La versión más difundida habla de una chispa, producida por la tormenta y la estática que combinado con el hidrógeno provocó la tragedia. Otras versiones hablan de alguien que se suicidó y que ese disparó fue el que ocasionó el fuego inicial. Dicen que se encontró una Lüger quemada entre los restos. Y que faltaba una bala en el tambor.

Los nazis, que no mostraron imágenes del desastre en sus medios (los alemanes recién pudieron verlas después de la Segunda Guerra Mundial) apoyaron con énfasis la hipótesis del complot. Para ellos todo se trató de un sabotaje orquestado por Estados Unidos para perjudicarlos.

La caída del Hindenburg finalizó una era, la de los dirigibles. E inició otra: la de las tragedias documentadas por imágenes.

Por Matías Bauso


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