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Benjamin Netanyahu ya lo sabe. El día en que la guerra de Gaza llegue a su fin marcará también el principio del fin de su carrera política. Sucederá dentro de unas semanas, como esperan en Washington, o de “varios meses”, como ha anunciado Yoav Gallant, ministro israelí de Defensa. De hecho, según quienes lo conocen, esta es una de las razones por las que el primer ministro israelí no tiene prisa por ver a su país salir del estado de guerra en el que vive desde hace más de dos meses.

“Va a ser una guerra larga”, declaró Netanyahu el lunes 25 de diciembre, día de Navidad, tras visitar Gaza. Anunció una nueva intensificación de los ataques, incesantes desde hace dos días, lo que suscitó una profunda preocupación en la ONU. Según las últimas cifras del Ministerio de Sanidad palestino, controlado por Hamás, en las operaciones militares israelíes han muerto 20.674 personas, la mayoría mujeres, niños y adolescentes, y casi 55.000 han resultado heridas.

Para Netanyahu, el fin de los combates significaría una posible reanudación de la movilización masiva de la sociedad civil contra sus planes de reforma democraticida y también contra su desastrosa gestión del problema de los rehenes, sobre todo si entretanto no se ha sacado con vida de Gaza a los que siguen retenidos. También significaría un probable regreso a los tribunales para enfrentarse a las acusaciones de corrupción, fraude y abuso de confianza que pesan sobre él desde hace más de cinco años.

Pero sobre todo, para Netanyahu, éste será el momento en que su batallón de comunicadores deje de protegerle. El momento en que tendrá que enfrentarse a la verdad. Porque, como bien sabe, tendrá que dar explicaciones ante la comisión de investigación que seguramente se creará para examinar las condiciones en las que Hamás pudo, bajo la mirada de los servicios de inteligencia israelíes que tienen o tenían fama de estar entre los mejores del mundo, concebir, planificar, preparar y perpetrar la espantosa masacre del 7 de octubre, sumiendo al país en uno de los peores traumas de su historia.

Dada la desconfianza que existe desde hace años entre este primer ministro y los jueces, en particular los del Tribunal Supremo, y la tradición de confiar al presidente del Tribunal la presidencia de las comisiones de investigación, como ocurrió con Shimon Agranat en 1973 por la guerra de Yom Kippur, y luego con Yitzhak Kahane, en 1982, por la masacre de Sabra y Shatila en Beirut, podemos imaginar que a Netanyahu no le entusiasma la idea de responder a las preguntas de Esther Hayot, o de quien la suceda, ya que está a punto de jubilarse y aún no se ha nombrado oficialmente a nadie para ocupar su puesto.

Sobre todo porque la longevidad del primer ministro en el poder más de quince años al frente del Gobierno, dos más que David Ben-Gurion–, lejos de facilitarle la tarea, le añade un poco más de carga, es decir, de responsabilidades históricas.

La gran mayoría de las opciones estratégicas y decisiones políticas aventuradas que hicieron posible la operación terrorista de Hamás fueron elegidas por sus gobiernos. A menudo por iniciativa propia. En particular, tendrá que explicar en qué condiciones y guiado por qué convicciones ideológicas decidió, hace unos diez años, apoyar activamente a Hamás en detrimento de Al Fatah y la Autoridad Palestina. 

También tendrá que revelar por qué, y con qué garantías, aceptó que Qatar suministrara a Hamás, con el consentimiento de su gobierno, 30 millones de dólares al mes, totalizando varios miles de millones, al menos una parte de los cuales se utilizó para comprar o producir armas que mataron a israelíes. Es comprensible que ante esta adversidad prevista y enfrentado a los resultados atroces para los palestinos, decepcionantes para el ejército israelí de los dos primeros meses de guerra contra Hamás, Netanyahu haya hecho oídos sordos no sólo a las peticiones de alto el fuego de Naciones Unidas o de París, sino incluso a las peticiones de Washington para que la guerra “termine cuanto antes”, acompañadas de las advertencias de Joe Biden lamentando que Israel “esté perdiendo su apoyo internacional por la naturaleza indiscriminada de sus bombardeos, en los que han muerto miles de civiles palestinos”.

Aunque Estados Unidos concede cada año a Israel 3.800 millones de dólares en ayuda militar, la Casa Blanca tiene dificultades para que los dirigentes israelíes le hagan caso. Cuando el presidente de Estados Unidos pidió al Gobierno israelí que aplicara “tácticas más precisas en un plazo de tres semanas y que se centrara en la forma de preservar a los civiles”, el ministro de Defensa, Yoav Gallant, respondió que “la destrucción de Hamás era esencial para la seguridad de su país” y que “esta campaña militar llevaría más de unos meses”.

En cuanto a Netanyahu, no se mostró tampoco receptivo a las sugerencias de Jake Sullivan, asesor de seguridad de Joe Biden. Cuando este invitó al primer ministro israelí a implicar a la Autoridad Palestina en pensar en una Gaza “post-Hamás”, pero también a “evolucionar”, “porque no podemos seguir diciendo no a un Estado palestino, respondió, sin consideraciones superfluas: “Seré claro: no quiero que Israel repita el error de Oslo. No permitiré […] la introducción en Gaza de personas que enseñan terrorismo, que apoyan el terrorismo, que financian el terrorismo. Gaza no será ni Hamastán ni Fatahstán“.

Esta ingratitud hacia su protector histórico llevó recientemente a Joe Biden a recordar a Bibi –apodo con el que se conoce a Netanyahu– que la operación israelí en Gaza ha consumido ya decenas de miles de bombas y proyectiles fabricados en Estados Unidos y que ha tenido que recurrir a un procedimiento de urgencia para sortear las reticencias del Congreso y reponer las existencias israelíes, a la espera de la incierta aprobación de un nuevo programa de ayuda a Israel de 14.000 millones de dólares. Esto, según el presidente norteamericano, podría plantear un problema si se abre un segundo frente con Hezbolá en el norte. 

Otro signo de irritación norteamericana: la administración Biden ha decidido “retrasar la transferencia” a Israel de 20.000 fusiles de asalto M-16, porque teme que sean distribuidos por el ministro de Seguridad Nacional, el racista mesiánico Ben Gvir, a las milicias de colonos cuyos ataques contra palestinos en Cisjordania apoya. Washington ha condenado el creciente número de esos ataques y pide a Netanyahu que les ponga fin, hasta ahora en vano. Para Biden, no se discutía la ayuda a Israel para castigar a los responsables del 7 de octubre y disuadir a otros grupos de seguir sus pasos. Por eso su apoyo militar, diplomático y financiero fue masivo e inmediato. Pero la naturaleza de la guerra, la doctrina de combate aplicada y su carácter indiscriminado y devastador exigen un cambio de estrategia por parte de Israel, cuya necesidad es indiscutible para Washington. Aunque sólo sea para permitir la entrada de la ayuda humanitaria de la que los gazatíes, sumidos en el más profundo desamparo y ahora en las garras de la hambruna, tienen una necesidad vital.

Como ha demostrado un estudio del sociólogo Yagil Levy, especialista en cuestiones militares de la Open University de Israel, el ejército israelí ha decidido, para aumentar su poder destructivo contra Hamás, abandonar la distinción entre civiles y combatientes en sus ataques. La proporción de civiles muertos alcanzó el 61% en la Franja de Gaza, mientras que nunca había superado el 42% en las cuatro operaciones analizadas desde 2012. Así que no es sólo para apaciguar a los votantes demócratas simpatizantes de la causa palestina, o porque 153 de los 193 miembros de la ONU (con 10 votos en contra, incluido Estados Unidos) pidieran un alto el fuego el 12 de diciembre, por lo que Joe Biden ha decidido aumentar la presión sobre Netanyahu. Eso sí, sin dar armas a Donald Trump y a los fanáticos seguidores de Israel a un año de las elecciones presidenciales.

En las próximas semanas, las actuales “operaciones de alta intensidad” deberían ir seguidas de incursiones selectivas, ataques aéreos de precisión e incluso ejecuciones individuales de dirigentes de Hamás. Ese es, en cualquier caso, el contenido del mensaje transmitido por el secretario de Defensa americano, Lloyd Austin, a sus anfitriones israelíes durante su última escala en Tel Aviv. “Proteger a los civiles palestinos en Gaza es tanto un deber moral como un imperativo estratégico”, alegó. 

Por su parte, París, Berlín y Londres pidieron un alto el fuego estable. Para la siguiente fase la posguerra, Biden pretende, aconsejado por el Departamento de Estado, hablar con los aliados árabes de Washington y aprovechar el regreso de la cuestión palestina a la escena diplomática internacional tras el terremoto del 7 de octubre para reavivar el diálogo israelo-palestino rechazado por Netanyahu.  

No es ningún secreto que el “paraguas estratégico” americano, junto con el arma nuclear inconfesable pero muy real de la dispone Israel, constituyen el elemento disuasorio que protege al país. Para preservar ese “seguro de vida” nacional, ¿puede Netanyahu aceptar, al menos de palabra, las peticiones de Washington? La Casa Blanca parece dudarlo. Y la figura de “héroe nacional” capaz de resistirse incluso a Washington para impedir el nacimiento de un Estado palestino que sus comunicadores llevan años retratando, da crédito a esas dudas. “Netanyahu es un socio excepcionalmente difícil”, confirmó un confidente de Biden a la CBS la semana pasada.

“De hecho, los objetivos de la guerra se han invertido”, señala Alon Pinkas, ex diplomático israelí en Estados Unidos y ex asesor político de Shimon Peres y Ehud Barak, convertido ahora en analista diplomático. “En un principio, el objetivo era destruir militarmente a Hamás, admitiendo al mismo tiempo que pudiera conservar cierto poder político residual. En la actualidad, Hamás sigue militarmente activa, aunque debilitada, pero su capacidad para gobernar es ya inexistente. Esto deja un vacío que Israel dice que no quiere ocupar, al tiempo que se niega a permitir que la Autoridad Palestina se instale allí, como propone Washington. La guerra seguirá evolucionando”, continúa Pinkas. “Pero Biden sabe ahora que Netanyahu no es un socio fiable para la posguerra en Gaza”.

Esta es también la opinión del antiguo rival del líder del Likud, el ex general laborista Ehud Barak, que le sucedió al frente del Gobierno en 1999, tras su primera etapa en el poder. En un artículo publicado en Haaretz a finales de noviembre, se preguntaba si “Netanyahu era capaz de dirigir Israel durante esta guerra”, para concluir, al término de una demostración documentada bastante cruel, que no lo era, y que “debería dejar el cargo antes de que las consecuencias de sus debilidades sean irreversibles”. Esta opinión es hoy ampliamente compartida y apoyada por la opinión pública. Un año después de su regreso al poder, su popularidad y la de su partido se encuentran en su punto más bajo.

Tamir Idan, jefe del consejo regional de Sdot Negev, zona fronteriza con la Franja de Gaza, rompió su carné del Likud en directo por televisión. Si mañana se celebraran elecciones, el Likud se hundiría, pasando de 39 a 17 diputados, y la coalición gobernante se haría añicos. “Nunca, desde que en 2003 empezamos a evaluar la confianza que los ciudadanos depositan en el Gobierno, habíamos obtenido una cifra tan baja: 18%”, señala un estudio del Israel Democracy Institute, centro independiente de investigación política.

En este contexto, los supremacistas judíos Ben Gvir y Smotrich son sus últimos aliados. Por el momento, porque la semana pasada también expresaron algunas reservas. Criticaron la decisión de Netanyahu de permitir la entrada diaria de dos camiones cisterna de combustible en el enclave, para 2,3 millones de habitantes… como una concesión permisiva.

El rechazo masivo al primer ministro por parte de sus conciudadanos, como podemos adivinar, tiene varias explicaciones. Junto a quienes se han manifestado cada fin de semana durante meses contra un primer ministro delincuente que pretendía domesticar la justicia en un régimen “antiliberal” para no tener que enfrentarse a ella, están ahora también los familiares, amigos y simpatizantes de los 130 o 140 rehenes que siguen retenidos en Gaza. A veces son los mismos.

El país es pequeño, y su población (9,7 millones de habitantes, incluidos 6,84 millones de judíos y 2 millones de palestino-israelíes) lo suficientemente modesta como para que todo el mundo conozca los nombres y los rostros de los que sufren las desgracias y para sentirse solidarios con las preocupaciones y luchas de sus seres queridos. Para esos israelíes, la actitud de Netanyahu ante la cuestión de los rehenes ha sido, y sigue siendo, inaceptable. 

En primer lugar, por ignorar deliberadamente las peticiones de las familias, que querían reunirse con él para conocer las instrucciones dadas al ejército e informarle de sus expectativas. La primera delegación de familiares de los cautivos sólo fue recibida brevemente por el primer ministro tras mes y medio de angustiosa espera. En segundo lugar, por no dar a la seguridad y la liberación de los rehenes una prioridad absoluta de las operaciones militares. Esto se confirmó tres semanas después con el “incidente” de Chadjaya, un suburbio al este de la ciudad de Gaza, donde tres jóvenes rehenes israelíes que habían escapado de sus captores y avanzaban hacia una posición israelí fueron asesinados por un soldado que los confundió con combatientes palestinos. Aunque enarbolaban una bandera blanca improvisada y gritaban en hebreo “Socorro, somos rehenes”. Pero las instrucciones, al parecer, eran no correr riesgos.

Las manifestaciones que han paralizado el centro de Tel Aviv en las últimas semanas y han interrumpido el discurso de Netanyahu ante la Knesset parecen indicar que las familias aceptan cada vez menos la actitud del gobierno en este punto. Y es probable que la popularidad del primer ministro o más bien ahora su tolerancia por parte de una sociedad civil angustiada y maltratada descienda a cotas inexploradas si se crea una comisión de investigación independiente sobre la matanza del 7 de octubre. Porque podría demostrar que el político corrupto, ávido de dinero, honores y poder que revelan sus antecedentes penales, es también un aventurero capaz de sacrificar la seguridad y el destino de su pueblo por un fin ideológico. Y por la ambición personal.

Ahora sabemos que, mientras gestionaba el conflicto israelo-palestino con Hamás para no tener que resolverlo, Netanyahu hizo construir en la frontera del enclave un ruinoso “muro valla” de 65 kilómetros, en parte subterráneo, hecho con 140.000 toneladas de hormigón y acero. Jalonado de torres de vigilancia equipadas con cámaras y radares anti-intrusión, este sistema incluía también ametralladoras automáticas que se disparaban en cuanto se detectaba un “eco” en la “zona prohibida” de 300 metros establecida a lo largo de la valla. Este sistema, que decía mucho de la confianza de Netanyahu en sus socios de Hamás, estaba diseñado para impedir cualquier infiltración de terroristas.

El ataque del 7 de octubre 1.200 muertos israelíes y casi 250 rehenes secuestrados y llevados a Gaza por combatientes islamistas demostró la vulnerabilidad de esta “frontera protectora”, que los atacantes derribaron con excavadoras, tras haber “cegado” cámaras y radares y destruido las ametralladoras con granadas o cargas explosivas lanzadas desde drones.

También sabemos por los testimonios de soldados sobre todo de mujeres soldados, muy numerosas en los equipos de vigilancia de la unidad de guerra cibernética 8200, encargada de observar, leer y escuchar lo que ocurría en Gaza que se enviaron mensajes de alerta al cuartel general antes del ataque del 7 de octubre sin que fueran tenidos en cuenta, o incluso siendo denigrados por el “escalón político”. También sabemos que los globos de observación utilizados para vigilar el enclave llevaban semanas averiados y que las peticiones de reparación habían quedado sin respuesta.

Siendo Netanyahu el arquitecto de esta operación de seguridad, que no tiene por costumbre admitir sus errores, los militares se han convertido en los chivos expiatorios del primer ministro. Disciplinado y respetuoso con las jerarquías y los poderes, el Estado Mayor libra actualmente una guerra sucia sin protestar, una guerra cuyos objetivos políticos, calendario y método de conducta aún no han sido claramente definidos por el Gobierno.

¿Cuánto tiempo más aceptará la sociedad civil israelí, que ya ha demostrado su capacidad de movilización e indignación, ser dirigida por un político cuyos discursos contribuyeron al asesinato de un primer ministro hace treinta años y cuyas irresponsables decisiones políticas y estratégicas acaban de exponer a Israel a uno de los peores traumas de su historia y a la población de la Franja de Gaza a una carnicería bárbara?

Las relaciones con Barack Obama fueron desastrosas desde el principio y durante ocho años. El primer ministro israelí, que no soportaba la voluntad del cuadragésimo cuarto presidente de relanzar las negociaciones con los palestinos, lo intentó todo en vano para impedirle concluir el acuerdo internacional sobre el programa nuclear iraní. Y ello en contra de la opinión de numerosos responsables militares y de los servicios de inteligencia.

Aunque Joe Biden fue vicepresidente de Obama durante sus dos mandatos, mantiene una relación más bien amistosa con el líder del Likud. “Me cae bien Bibi”, dijo a varios de sus ayudantes, “pero no me gusta nada lo que dice”. Se dice que la ley de julio de 2018 sobre “Israel, el Estado-nación del pueblo judío”, aprobada por iniciativa de Netanyahu, es una de esas ocurrencias ideológicas que no han gustado a Biden. Es cierto que para este demócrata de la Costa Este, nacido en el seno de una familia católica irlandesa y compañero electoral del primer presidente negro de Estados Unidos, ha sido desconcertante la aprobación por Israel, un país creado por y para los supervivientes del primer genocidio de la historia, de una ley constitucional abiertamente racista. Sin duda tan desconcertante para este jurista como el asiduo desprecio de su amigo Bibi por la verdad y la ley, tanto nacional como internacional, o ese sueño mesiánico de un “Gran Israel” despojado de su población árabe, que se extienda “desde el Mediterráneo hasta el Jordán”, al que Netanyahu nunca ha renunciado.

Traducción de Miguel López

Fuente de esta noticia: https://www.infolibre.es/mediapart/guerra-sucia-netanyahu-dia-tendra-responder_1_1676174.html


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