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Lun. Nov 25th, 2024
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Mires pande mires to es mortífero. La sentencia de mi viejo amigo anarquista tío Bulla. Tan repetida desde hace más de medio siglo cuando, escriba lo que escriba, escribo. Lo que se ve es lo que existe. Si no lo vemos, cómo asegurar su existencia. Miras lo que te rodea y te entran ganas de salir huyendo o de echarte al monte. Ya no sabes si las palabras sirven para algo. Cuando escribo estas líneas, destinadas a nombrar libros y a quienes los han escrito, Santiago Abascal acaba de decir en Argentina que llegará un momento en que “el pueblo querrá colgarlo de los pies”. Se refiere a Pedro Sánchez, presidente de un Gobierno que la extrema derecha (PP y Vox) se empeña en considerar ilegítimo siempre que esa extrema derecha no gobierna. Colgado de los pies, dice el de Vox. Como si colgar de los pies a Pedro Sánchez fuera su venganza personal de aquel otro colgamiento sucedido en Italia en abril de 1945, con Mussolini y Clara Petacci de protagonistas. El horror de los fascismos. Y para seguir con ese hilo de la vergüenza, saco aquí Jan Karski, un pequeño gran libro sobre el personaje que, al principio de la represión hitleriana en Varsovia, recibió el encargo de convencer a EEUU de los asesinatos de judíos en Polonia. Es Yannick Haenel, su autor, uno de los más comprometidos escritores franceses de ahora mismo. Según me cuentan, algún encontronazo tuvo con Claude Lanzman, autor del documental Shoah, precisamente el material con que se nutre el primer capítulo del libro. Más o menos, con ese mismo argumento de los tiempos oscuros hallamos El círculo imborrable, de Santos Jiménez, todo un descubrimiento entre las novelas que mezclan ficción y realidad con el fondo de la guerra y la posguerra en España. Añado una tercera muestra de esa narrativa que roza lo testimonial: Maddi y las fronteras, de Edurne Portela. Historia —de nuevo entre la realidad y las ficciones— de una mujer que fue una rareza en su tiempo. Mujer vasca que lucha en la resistencia francesa y acabará asesinada en un campo nazi en 1944. Prodigio de escritura. Absolutamente. Le doy a la tecla espaciadora. Dos veces.

La literatura olvidada. Soy obsesivo. Un nombre: Agustín Gómez Arcos. Quién lo conoce. Quién, si lo conoció, lo recuerda. Cansado de censuras y otras formas de desprecio, se va a Francia a finales de los años sesenta del pasado siglo. Galardones en ese país de acogida. Para nada en el suyo. Así nos va, en la literatura y en tantas otras cosas. En fin, háganse con El hombre arrodillado y empecemos a hacer justicia a uno de los mejores escritores de la literatura española contemporánea. Y hablando de olvidos. ¿Recuerdan que Dolores Medio ganó uno de los primeros premios Nadal? Bueno, da igual. Ahora regresa con el pez sigue flotando: personajes recuperados de anteriores novelas, crónica negra de los siniestros tiempos del franquismo. Nunca olvido cómo se la jugó, con otras mujeres, apoyando la huelga minera de Asturias en 1962. Le costó la cárcel. Bien que la conoció, la cárcel, Yannis Ritsos, el poeta griego que se enfrentó a los nazis y a la dictadura militar en su país. “Esta tierra / es suya y nuestra, y nadie va a poder quitárnosla”, escribe en Grecidad y otros poemas. Aquí el nazi y sus colegas de derechas piensan que la tierra es sólo suya. Claro, y la poesía… pues como que no. A mí me chifla la poesía. No conocía la de Úrsula K. Le Guin, sí sus novelas de ciencia—ficción. Estoy leyendo En busca de mi elegía, un largo itinerario por su propia cotidianeidad y el respeto a nombres clásicos de la literatura. Esa reivindicación de la palabra. La exigencia de un diálogo. La dureza: “Se tarda un poco en aprender a hablar / el largo idioma de las rocas”. Luego volveré a la poesía. Pero no quiero que se me pasen dos escritoras —bueno, tres— que nunca se me van lejos: Joan Didion, Vivian Gornick y Annie Ernaux. Las ausencias que provocan un dolor sólo salvado por la necesidad de escribirlo, cómo discernir entre lo principal de una historia y sus accesorios, aquella sierra de Kafka astillando la escritura. Los tres libros, respectivamente: El año del pensamiento mágico, La situación y la historia y La escritura como un cuchillo. Aplausos, por favor.

Antes de volver a la poesía, un pequeño paréntesis. Una pregunta: “¿Cómo se plasma y qué lugar ocupa el cuerpo femenino en la literatura?”. Se la hace Purificación Mascarell en la introducción al libro colectivo Escrito en la carne. Corporalidades literarias de mujer. Ideal para sumarnos al debate tan de plena actualidad en los tiempos que corren. Y, en este paréntesis, la novela última de una escritora necesaria. Nunca da Marta Sanz nada por sabido. Y menos aún por repetido. Por eso explora escrituras arriesgadas (¿qué, si no, es la escritura?) en Persianas metálicas bajan de golpe: Land in Blue, ese País de Siempre Jamás habitado por personajes que nos resultan familiares y, al lado de la ironía, un auténtico tratado contra la desigualdad, por otra parte, imagen de marca de una escritora que se moja de cuerpo entero aunque no llueva. Para cerrar el paréntesis: La mala costumbre. Escribí aquí mismo sobre ese libro de una escritora que no conocía: Alana S. Portero. Lo llamé “deslumbrante”, entonces. No toda la clase obrera va al paraíso. Y menos cuando está en juego la identidad de quien se siente a disgusto con lo que otros dicen que es porque el poder sigue siendo el dueño de los cuerpos y de las palabras que lo dicen. Más o menos lo que pasa con la población negra en EEUU. Carne de cañón. Bien lo sabe un escritor de nombre John Edgar Wideman. Lo conocía de un libro espléndido: Ayer te estuve buscando. Ahora les hablo de Escribir para salvar una vida. Destinos paralelos que acaban juntándose. La miseria de la negritud en la cuna (¿en la qué?) de las democracias. En fin. Bajo un par de escalones. Ya más cerca de los 39 que contaba Hitchcock

La famosa Movida madrileña. No es que me mate esa celebración de la alegría que se saldó con un balance irregular de dramas y canciones. Pero Demasiado tarde para comprender, la novela de Javier Valenzuela, va de una investigación periodística: el conocido como caso Nani. La policía lo hizo desaparecer después de asesinarlo en las sesiones de tortura. Un delincuente de los llamados comunes. Con el fondo musical de aquel tiempo. Me quedo con esa ficción arrancada a la realidad. Como me quedo con una historia surgida de lo cervantino para contarnos que el tiempo que vivimos se parece bastante a una mierda. Lo sabe bien Matías Escalera y mejor aún lo cuenta en Un sollozo del fin del mundo, el relato, en clave de ciencia—ficción, al que no le es ajeno nada de lo que nos llena actualmente de desasosiego. Y completando el trío que ficciona lo real para que lo veamos con mayor claridad y sepamos que lo que se nos oculta también existe: Si mañana no regreso, quémalo todo. Yo era un fan de la música de Bernardo Fuster. Con Luis Mendo y otros amigos fundó Suburbano y fueron la compañía de Luis Eduardo Aute toda la vida. Ahora leo su novela en que la pérdida de la memoria de su protagonista nos conduce por los callejones oscuros de los años cincuenta en este país, un país en que influían las estrategias geopolíticas y la resistencia clandestina que se abría paso en medio de un franquismo dolorosamente cruel y cosido a la realidad a base de engañifas.

Para coser otro libro a los tres anteriores, uno de los que más me impactaron en las últimas semanas: Jóvenes antifranquistas (1965—1975), de Eugenio del Río. Lo que se llamó izquierda revolucionaria en esos años, incluso más acá de la fecha final que relata este recorrido por un tiempo en que las referencias políticas e ideológicas se sustentaban, muchas veces, más en el mito que en el verdadero conocimiento de las cosas. Sabor agridulce de una memoria que, a pesar de sus contradicciones, no admite discusión: había que ser antifranquista. Y tal como están los tiempos ahora mismo: hay que seguir siendo antifranquistas. Escarbo en mi propia memoria, la de las lecturas últimas. O a lo mejor la de las lecturas que casi había olvidado. A ver qué sale ahora.

Ya lo tengo. Miren qué primeras líneas de El libro de las despedidas: “Me llamo Velibor Čolić, soy refugiado político y escritor. Ocupo un espacio de ciento siete kilos y de ciento noventa y cinco centímetros entre el cielo y la tierra. Soy políglota. Escribo en dos lenguas: francés y croata”. Magnífico relato del exilio. De todos los exilios. Qué cabreo cogí cuando se decía que el rey emérito se había exiliado en Abu Dabi. Lo escribí aquí, en infoLibre, ese cabreo. El contraste entre el exilio de verdad y la huida impune de un chorizo. El libro es, claro está, de Velibor Čolić [no sé poner una v invertida sobre la primera C, ni un acento sobre la última. Igual lo arreglan en Los Diablos Azules. No sé]. En esa primera persona se movía Max Aub. Sobre todo en sus Diarios. Ahora tenemos una edición de todos ellos: Diarios 1939—1972. A cargo del profesor Manuel Aznar Soler. Ojo, cuando nombren al profesor, háganlo con los dos apellidos, por favor. Seguro que él se lo agradece. Reseñar en este espacio memorialista la aparición del tercer volumen testimonial de Rafael Chirbes: Diarios. A ratos perdidos 5 y 6. Recupera algunas de sus virulencias personales. No tantas como en entregas anteriores. También con más literatura de la que a él más le gustaba.

Esto que viene ahora también es una primera persona, pero del plural. Tres amigos se juntan para dejar constancia de la amistad que los une desde hace la tira de años: Francisco Jarauta, Javier de Lucas y Sami Naïr. El vínculo que los construye es ahora La amistad como una de las bellas artes. Y la razón que avala esa relación es nada más y nada menos que la literatura. Seguro que muchos de los libros que ustedes admiran están en sus páginas. Descubrirnos en el otro, en lo otro, en la diferencia. Un gozo encontrar libros que hablen de eso en tiempos sitiados por la cólera. Ya hace mucho que lo leí, pero recuerdo cómo me gustó A doble ciego, una novela de Víctor Sombra. El título va acompañado de un subtítulo: Apuntes para un manual de la ignorancia. Una mezcla de géneros y sobre todo la magnitud estratosférica de la escritura. Dicho queda para que esta lista diablesca se sienta bien orgullosa de su condición, aunque eso, claro está, la prive de ese cielo que espera sólo a la literatura pálida. Ya saben: la que te acaricia con guantes de terciopelo en vez de acuchillarte. Lo que sí me acaba de pegar una cuchillada es una brutal constatación, y no precisamente literaria: la destrucción de Gaza bajo los bombazos de Israel casi ha desaparecido de los informativos de las teles. La de Rusia y Ucrania ya es como la toma de Granada por los Reyes Católicos. Para reparar una miaja el desasosiego me arreo un tanganazo de Novecentistas. Memoria generacional del Novecientos europeo. Un exhaustivo recorrido por el siglo XX de aquí, de allá, de todas partes, como cantaban mis adorados Beatles. Menudo curro el de Mario García de Castro, menudo curro.

En Passes per Palma dice mi amigo Biel Mesquida (ya va siendo hora de volver a vernos, ¿no?) que siempre ha querido vivir el tiempo “sense matar—lo mai”. Así que, desde esa voluntad que él llama hedonista, me sumerjo (nunca mejor dicho) en la lectura de una de esas novelas que se llaman negras, o policíacas, o como ustedes quieran. Un pueblo lamido por el mar. El bar donde se pasa la vida una parroquia anclada en la indolencia, como suele pasar en esos sitios donde no cuentan las prisas. El pijerío de los veranos. Una pierna que se engancha al aparejo de pesca. Una novela de escritura pausada que nos va llenando de desasosiego. ¡Y qué personajes, dios, qué personajes! Buenos tiempos es el título. Y su autora: Victoria González Torralba. Y del mar a las rías y montes de Galicia porque le toca salir aquí a Elena Quiroga. Clasicismo a tope en esta novela. En otras de las suyas lo rompe casi con violencia. Hace apenas un par de meses regresa, en una bellísima edición, con Viento del Norte, premio Nadal en 1950. El aliento reseco de unas vidas encerradas en un territorio demasiado hostil. Esa hostilidad, esa misma, que siente a su alrededor (¿o estará en ella?) la protagonista de Nada que decir, la novela con la que ganó Silvia Hidalgo el último premio Tusquets: “La felicidad nunca ha sido su camino”. Como pensaba Pavese: qué jodidamente difícil es vivir. Y si no, que se lo pregunten a Grisélidis Réal. Escritora, pintora y prostituta. Eso pone en su tumba del cementerio de los Reyes en Ginebra. El negro es un color: un libro estremecedor, complejo, que nos llena de contradicciones a la hora de encarar ciertos asuntos: feminismo, prostitución, maternidad…

Para ir completando este ya casi inacabable recorrido, una novedosa aparición: escrituras de Valle-Inclán que apenas han sido publicadas antes. Desde el que puede ser su primer relato hasta el que el mismo Valle nunca vio publicado. El título genérico: Jardín peregrino. Relatos dispersos y extraviados. Libro necesario para que no quede ningún hueco en la bibliografía de un escritor del que, a estas alturas, poco se puede decir que no se sepa. Más o menos lo mismo que nos pasa con Manuel Vázquez Montalbán. Escarbando en sus inéditos (qué raro que quedara alguno) nos encontramos con Los papeles de Admunsen, una novela que, al decir de José Colmeiro en su ilustrada introducción, “se asemeja a una botella de náufrago que nos llega desde un pasado remoto”. Punto de arranque de su obra posterior, esta edición —al hilo de lo que comentaba de la obra de Valle-Inclán— nos viene bien para cerrar el amplísimo itinerario de un autor al que nunca deberíamos dejar caer en el olvido. Y un añadido de última hora, que también tiene que ver con escrituras olvidadas. Aquí tengo una novela que leí hace no sé cuántos años. Fui un fan insobornable del escritor argentino Osvaldo Soriano en los años setenta. Leí Triste, solitario y final y me quedé a su merced. Se murió en 1997 y me sumó otra más de mis más nobles orfandades. Ahora se reedita, con un prólogo excelente de Osvaldo Bayer, una de sus grandes novelas: Cuarteles de invierno. Ojalá sigan más regresos a sus libros, todos ellos sin ninguna posibilidad de defraudarnos.

Regreso al punto en que antes dejé la poesía. Es como si se hubiera puesto de moda. Como si fuera fácil juntar unos cuantos versos sin sentir una miaja de vergüenza. A mí me pasó y fui yo quien la abandonó antes de que ella me abriera en canal y mostrara públicamente mi humillante atrevimiento. Ahora la leo como si en esa lectura me fuera la vida. La poesía, esa “enfermedad incurable y pegadiza”, como dice la sobrina del hidalgo loco al cura en quien a lo mejor se inspiró Ray Bradbury para su Fahrenheit 451. Si el pirómano cervantino reviviera en estos tiempos, se pondría las botas apilando libros de poesía para convertirlos en ceniza.

El dolor de la escritura que nos llega del propio dolor de quien la hace posible. La proximidad de una ausencia. Jugarte unas risas con ese dolor para restañar —aunque sea un poco— el daño que se sufre en la casa. Los poemas de Cristina Sanz Ruiz en Demens. Los pequeños libros de dimensiones infinitas. Como los que encierran (o abren) las páginas de Última poesía crítica. La han recogido —¡gracias!— Alberto García—Teresa y David Trashumante. Lo que ahora nos está pasando. El conflicto, siempre. Poetas en la treintena: “Se trata de jóvenes que han madurado con la crisis económica de 2008 y sus secuelas, especialmente hirientes para la juventud (precariedad laboral, carestía de la vivienda y de la educación, degradación general de los servicios públicos, procesos migratorios de recepción y también de salida…)”. Poemas que no desertan de una realidad en que todo está sujeto a la precariedad. Contra ella, esa poesía. También para contar de otra manera. En carne viva. Nada de pobres y atormentadas almas sufrientes. Para eso me basta y me sobra con los relatos de Allan Poe y las leyendas de Gustavo Adolfo Bécquer. Capitalismo puro y duro. No dorar la píldora. Como no la dora Enrique Falcón en sus dos últimas entregas: No adoptes nunca el nombre que te dé la policía y Las últimas semanas. “Entre el salmo y la insurrección”, escribe Jorge Riechmann en el prólogo al primero de esos libros. Y ahora que saco aquí a Jorge Riechmann, una alegría grande y doble. La Asociación Pro Derechos Humanos de España acaba de conceder sus premios anuales y en el apartado de Comunicación uno de los galardones ha sido para Jesús Maraña, director editorial de infoLibre. Con uno de los de Cultura ha sido reconocido precisamente Jorge Riechmann. Ya lo digo: alegría por el periodismo decente y por el compromiso con las causas que nunca hemos de dar por perdidas.

Y miren, para cerrar este capítulo, a un poeta que es como si viniera de otra galaxia. Un insulto, en nombre de la juventud, a la edad declinante que tenemos algunos. Ya lo escribió Gil de Biedma, ese insulto, en un poema titulado precisamente Himno a la juventud. Pero cómo no abrazar a ese poeta del que no sabía absolutamente nada y me llega con las apenas cuarenta páginas de Cerezas sobre la muerte. “estamos aquí con una llave desenterrada y la roja libélula de los estuarios / tamos equí cola mano enllena cardos…”. Todas las lenguas posibles para que la memoria de la crueldad franquista no sea un juego de tahúres. Les copio aquí el principio del prólogo que ha escrito el propio autor del libro, ese Mario Obrero a sus veinte escasos años (¡veinte años!): “Quizá sea la poesía ese canto necesario que balbucimos a tientas. Un canto que se gesta, medra e interpela desde una radical diferenciación de los proyectos institucionales de la desidia y la mansedumbre”. Fijen esas dos palabras para definir mucha de la poesía que hoy hace furor en los escaparates del éxito: desidia y mansedumbre. Chapeau.

Yo vengo de ahí. De aquellas aventuras del Oeste, del FBI, de Ciencia-Ficción. Como otros vienen de Faulkner, Virginia Woolf o Henry James. En mi casa sin libros sólo tenía esa posibilidad. Y nunca estaré bastante agradecido a quienes escribían esas novelas de cien páginas. Una a la semana. A veces dos. Incluso tres en algunas ocasiones. Un oficio. La Asociación Cultural Hispanoamericana Amigos del Bolsilibro (ACHAB) acaba de publicar Ciudadano Kane. Cinco novelas juntas de Silver Kane, el nombre que se ponía Francisco González Ledesma, uno de los grandes escritores que ha habido en nuestro país. Uno de los que más he querido desde siempre, sobre todo desde que supe que González Ledesma y Silver Kane eran lo mismo. Sigo comprando y leyendo esas novelas, llamadas de a duro porque era eso lo que costaban en los quioscos. O las traía el autobús de línea. O las cambiábamos en el mercadillo de los jueves. Otra muestra de esas novelas, que son como las huellas de una época, es la que nos dejó Pascual Enguídanos. Nació en Llíria, una localidad cerca de València. Viví ahí muchos años. Lo tenía de vecino cuando yo era un crío. Su nombre más conocido es George H. White. También el de Van S. Smith. En la Convención Europea de Ciencia—Ficción, celebrada en Bruselas en 1978, La saga de los Aznar (años 50 y 60 y luego en los 70) fue reconocida como la mejor serie europea del género. Cuando escribió la serie, el bueno de Enguídanos no sabía que, mientras sus naves surcaban el espacio, estaría naciendo en el planeta Tierra un acomplejado personaje que se dedicaría al fitness para llegar a ser Arnold Schwarzenegger y se quedó en un miserable y peligroso mindundi en el llamado trío de las Azores. Ahora, con motivo del centenario de su nacimiento (el de George H. White, no el del insaciable mentiroso del 11M), su ciudad natal le rinde un homenaje lleno de actividades, entre las que destaca la publicación del libro 100 años de Pascual Enguídanos. Un prodigio de edición, a cargo, sobre todo, de Juan Miguel Aguilera y Francesc Rozalén. Sé que esa literatura es considerada en el ambiente literario más o menos exquisito como subliteratura. A mí me la refanfinfla lo que se diga en esos ambientes. No son los míos. Nunca lo fueron. Me quedo con aquellas novelitas que me enseñaron a amar la literatura por encima de casi todas las cosas. Y la humildad de quienes escribían a destajo con nombres que no eran los suyos. Ah, se me olvidaba: añado aquí uno de esos westerns crepusculares que bebe de aquellas novelitas: Antracita, de un excelente escritor italiano que murió el año pasado: Valerio Evangelisti.

Acaba aquí este abultado recorrido por los libros que me han venido a la cabeza de cara a unos días queridos y odiados con la misma intensidad emocional. Para poner el punto final, vuelvo a Cervantes. Porque, ojo, las novelitas de mi adolescencia no fueron un obstáculo para recalar, a su debido tiempo, en otras escrituras. Comparto sin prejuicios a Keith Luger y Edward Goodman con Lázaro de Tormes o Thomas Pynchon. Por cierto, Edward Goodman era Eduardo de Guzmán, el gran escritor anarquista autor de Aurora de sangre, la historia trágica de Hildegart Rodríguez llevada al cine por Fernando Fernán Gómez con el título de Mi hija Hildegart.

Ahora la coda, el final que, como decía Eliot, ya estaba en el principio de lo escrito hasta aquí. No he tenido tiempo de leer el nuevo libro de Noelia Adánez. Dos nombres en la agenda de sus páginas: Doris Lessing y Kate Millett. Feminismo en tiempos difíciles. O sea, como siempre. Leí hace unos años su trabajo sobre Concha Alós y Dolores Medio y me dije que a ver si llegaba pronto otro libro suyo. Aquí está ese libro que, sin más dilación, leeré con la absoluta seguridad de que me gustará tanto como aquel Vivir el tiempo. Mujeres e imaginación literaria. Y ya, sin más dilaciones, cierro este recorrido con lo que el Quijote dice a Sancho cuando el escudero empieza a enrollarse en una de sus interminables disertaciones: “… sé breve en tus razonamientos; que ninguno es gustoso si es largo”. O sea: que si han llegado hasta aquí, ojalá puedan disculpar la largura sanchopancesca de mis razonamientos. Que tengan, si esta perra vida se lo permite, unos días felices.

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Alfons Cervera es escritor. Su último libro es Maquis (Edición 25 aniversario en Piel de Zapa).

Fuente de esta noticia: https://www.infolibre.es/cultura/los-diablos-azules/leer-tiempos-colericos_1_1670973.html


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