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A Trasmoz, un pueblo hoy casi despoblado de la comarca de Tarazona y el Moncayo, en Zaragoza, se le cerraron las puertas del Paraíso por unos cuantos troncos y una disputa por el agua. O mejor dicho, por un pulso enconado que se echaron en la Edad Media los señores que de aquella ostentaban el poder celestial y el terrenal.

Quizás suene extraño, cierto; pero es que la historia de esta localidad zaragozana, tierra de leyendas, maldiciones y brujas del siglo XX, es digna de los mejores relatos, como bien demostró el poeta Gustavo Adolfo Bécquer en 1864, cuando encontró en sus calles inspiración para algunas de sus mejores páginas.

Y todo, repetimos, por unos cuantos troncos y unas garrafas.

A falta de una, dos maldiciones. En cuestión de dos siglos y medio los vecinos de Trasmoz, una pequeña villa localizada a los pies del Moncayo, a 80 kilómetros de Zaragoza, se toparon con la Iglesia de Roma de la peor de las formas posibles. En 1255 se ganaron la excomunión cristiana y siglos después, en el 1511, una maldición que los alejaba todavía más, si cabe, del Reino de los Cielos.

Y todo con procesos que respetaban escrupulosamente la ortodoxia católica, el visto bueno de las autoridades eclesiásticas y siguiendo paso a paso los rituales que para tales menesteres condenatorios establecían desde el Vaticano. Si todo ello no fuese suficientemente curioso, hay otro detalle todavía más fascinante: según las numerosísimas crónicas que se han publicado sobre su historia, el pueblo aún sigue excomulgado y maldito porque nadie ha revocado ambas decisiones.

Todo por leña y agua

O esa fue al menos la justificación que usó la Iglesia, primero en el siglo XIII y después en el XVI, para condenar a Trasmoz a las llamas del fuego eterno. Vayamos por orden. Hacia mediados del XIII el abad del vecino Monasterio de Veruela no miraba con cariño precisamente a la pequeña villa de Tarazona y el Moncayo: circulaban rumores de que en su fortaleza se celebraban aquelarres y pululaban brujas, una leyenda propagada —se cuenta— por clérigos que utilizaban el recinto para falsificar maravedíes; pero sobre todo si algo molestaba en Veruela era que la población estaba fuera de su control.

Así que en 1255 su abad aprovechó una disputa con el concejo por la leña del Monte de la Mata para asestarle la puntilla de las puntillas en una sociedad de profunda raigambre cristiana y permeable a las supersticiones: el religioso habló con el arzobispo de Tarazona y logró que la Iglesia excomulgase a los vecinos de aquella villa díscola situada a los pies del Moncayo. La localidad zaragozana veía así cómo se le cerraban para siempre las puertas custodiadas por San Pedro.

Excomulgado… y maldito

No sería el último ni el peor de los encontronazos de Trasmoz con la Iglesia católica. Siglos después, en el XVI, otro abad del Monasterio de Veruela consideró que la excomunión no había sido castigo suficiente y decidió subirle un tono más lanzando una maldición en toda regla. Ocurrió en 1511. Y si la primera estocada a las almas de Trasmoz se había dado por unos cuantos troncos, en aquella ocasión les llegó por otra disputa igual de mundana: el agua.

A comienzos del XVI la villa estaba controlada por Pedro Manuel Ximénez de Urrea, a quien no le gustó ni un pelo descubrir que los monjes de Veruela habían desviado el agua que debía suministrar a su villa. Enfadado, acudió a las Cortes de Aragón y logró que el mismísimo Fernando II le diese la razón. Una cosa era sin embargo que lograse el respaldo del poder terrenal y otra, distinta, que tuviese de su lado a las fuerzas celestiales. Al abad de Veruela no le gustó la reprimenda y decidió convertir su cabreo en una maldición con la aquiescencia de Julio II.

Condenación con nocturnidad

Difícil separar mito de realidad y crónica historia de leyenda, pero la tradición muestra al abad en un episodio digno del mejor relato de terror gótico de Ann Radcliffe: una madrugada cubrió el crucifijo del altar con un velo negro y empezó a recitar con tono solemne el salmo 108 del Antiguo Testamento, aquel destinado a maldecir a los enemigos de Dios: “Danos socorro contra el adversario porque vana es la ayuda del hombre”. Y por si aquella puesta en escena no resultase impactante de por sí, cada frase del maleficio, se cuenta, iba acompañada de su correspondiente repique de campana.

Trasmoz quedaba así excomulgada y maldita, un castigo extensible a todo el pueblo, sus vecinos de entonces y los descendientes que les sobrevivirían.

Una maldición… no tan maligna

Ironías de la historia eclesiástica, la maldición no le ha sentado mal del todo a Trasmoz. Cierto que su fortaleza pasó por horas bajas y hoy habitan allí apenas un centenar de vecinos, pero la villa ha sabido sacar buen provecho de la leyenda. Hacia la década de 1860 viajaron hasta aquella región de Aragón Gustavo Adolfo Bécquer y su hermano, Valeriano, para alojarse en el Monasterio de Veruela. La visita les resultó tan inspiradora que el segundo realizó dibujos fascinantes del entorno y el poeta preparó cartas que se publicaron en ‘El Contemporáneo’. El literato sevillano escribiría también sobre la muerte de Tía Casca, una bruja de Trasmoz “de greñas blancuzcas” que, según cuenta la leyenda, sus vecinos acabaron desempeñada por un barranco.

Desde entonces Trasmoz y su historia de brujas, hechizos y maldiciones ha convertido a la localidad en un destino popular para los turistas. La villa acoge un museo dedicado a la brujería, una feria e incluso concede el título de “Bruja del año”. En 2022 El Periódico explicaba que llegaría una simple carta del Papa para que la villa se librase de la excomunión y la maldición medievales, pero sus vecinos llegaron a votar en contra de solicitar semejante absolución al Vaticano.

¿Para qué? Al fin y al cabo, precisa La Sexta, el pueblo sigue celebrando misas sin mayores contratiempos. Si para algo ha servido en 2023 las maldiciones de los viejos abades de Veruela es para dar una fama y notoriedad únicos al pueblo.

hoybolivia.com

 


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