El 25 de febrero de 1973, Marco Cavallo rompió uno de los muros de lo que entonces se llamaba manicomio de San Giovanni, en la localidad italiana de Trieste. El gran caballo azul, de madera y cartón-piedra, iba impulsado por médicos y pacientes que lo pasearon por la ciudad. Marco Cavallo pronto se convirtió en el símbolo de la revolución psiquiátrica liderada por el director del centro de Trieste, Franco Basaglia. Ese movimiento defendía un enfoque más democrático y abierto de la salud mental que se podía resumir en dos ideas: las posibilidades de recuperar a los pacientes son mayores cuando son tratados en la comunidad donde viven y hay que respetar en todo momento sus derechos humanos, lo que no ocurre cuando se les aparta de la sociedad como si fueran un peligro y se les encierra en una institución psiquiátrica. Nacía así la apuesta por la desinstitucionalización.
Marco Cavallo ha ganado muchas batallas en el medio siglo transcurrido desde que derribó el muro de aquel manicomio. Para empezar, en su tierra natal. En 1978 se aprobó en Italia la conocida como Ley 180, o Ley Basaglia, que establecía que los hospitales psiquiátricos debían desaparecer. Trieste fue reconocida por la Organización Mundial de la Salud (OMS) como experiencia piloto de desinstitucionalización y, con el tiempo, se convirtió en un ejemplo de excelencia: en psiquiatría no se ata a nadie; los cuatro centros de salud mental de la ciudad empezaron a abrir las 24 horas del día; se crearon las “microáreas”, centros donde los trabajadores sanitarios y sociales permanecen cerca de las personas con dificultades en las zonas más desfavorecidas de la ciudad, tanto con actividades de promoción de la salud como de socialización.
En los últimos años, sin embargo, el modelo que simboliza Marco Cavallo ha empezado a renquear. Trieste, como muchas otras ciudades en Italia, sufre una falta de financiación para la salud mental. Pacientes, profesionales y asociaciones de familiares denuncian numerosos recortes que impiden, por ejemplo, que el personal vaya a casa de los pacientes. También critican que los centros de salud mental a menudo se convierten en meros lugares donde recetar medicamentos y uno de ellos ha visto reducido su horario de apertura de 24 a 12 horas. En su opinión, la Administración regional, ahora en manos de la derecha, se opone a las ideas de Basaglia por razones ideológicas.
Periodistas de cuatro Estados europeos han analizado, en un proyecto respaldado por Journalismfund Europe, aspectos relevantes de los sistemas de salud mental en una región de cada país. En el caso de España, el lugar elegido fue la Comunidad de Madrid. Esta primera entrega se centra en analizar el lado más cuestionado de la salud mental, una serie de prácticas que, dependiendo de cómo se apliquen, pueden atentar contra derechos humanos de los pacientes: las contenciones o sujeciones mecánicas (atar al paciente a la cama); la terapia electroconvulsiva o electroshock; los ingresos involuntarios y la sobremedicación.
La Convención sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad de la ONU, en un informe de 2019 sobre España, ya mostró su preocupación por este tipo de actuaciones: “Al Comité le preocupa que el artículo 9 de la Ley de Autonomía del Paciente y el artículo 763 de la Ley de Enjuiciamiento Civil permitan el empleo de medios de contención física, mecánica y farmacológica, en particular la medicación forzada, la sobremedicación, la terapia electroconvulsiva y otros tratamientos o el internamiento sin el consentimiento libre e informado del afectado”. Además, consideró “preocupante” que no exista un mecanismo independiente de derechos humanos para supervisar los establecimientos de salud mental. Entre sus recomendaciones a España incluía eliminar “el uso de medidas de contención relacionadas con la discapacidad en todos los entornos” y garantizar que “se obtiene el consentimiento libre e informado del interesado en todos los procedimientos y todas las etapas del sistema de salud mental”.
La contención mecánica supone inmovilizar el cuerpo de un paciente, en general atándole a la cama. Esta práctica no está regulada en España por ley –al contrario que los ingresos involuntarios–, de forma que su aplicación se determina en ordenanzas autonómicas y en protocolos hospitalarios. En la Comunidad de Madrid está vigente una Resolución de 2017 en la que se establece que no se someterá a ningún paciente a sujeciones por conveniencia o disciplina, y que se recurrirá a ellas exclusivamente en caso de grave e inminente riesgo para su integridad o la de terceros. Además, se indica que las contenciones tendrán una limitación temporal, que se deberán anotar en un Registro específico, y que es obligatorio informar al paciente y a sus familiares o representantes legales.
Un primer problema serio que existe es la opacidad. Los periodistas preguntaron a los responsables de la Consejería de Sanidad por el número de sujeciones mecánicas realizadas en Madrid entre 2020 y 2022, su distribución entre los diferentes hospitales, el periodo medio de duración de las mismas y cuántas afectaron a menores. Esos datos se solicitaron el pasado 13 de noviembre, pero el Gobierno regional que preside Isabel Díaz Ayuso se negó a desvelarlos.
Silvia García Esteban, formadora de profesionales en salud mental y diagnosticada en su día de psicosis, es muy crítica con esta falta de transparencia: “La Comunidad de Madrid oculta los datos para que los ciudadanos no se escandalicen. Estamos hablando de una práctica que supone atar a la persona a la cama con correas, sujetándola de la cintura, muñecas y tobillos, para impedir que se mueva libremente. Puede permanecer atada durante horas, o incluso días. Si es mucho tiempo, le ponen un pañal porque ni siquiera le dejan ir al baño”.
Hay que señalar que el secretismo no es exclusividad del Gobierno madrileño. La única comunidad autónoma en toda España que publica los datos con regularidad desde hace cinco años es Navarra. En 2022, se aplicó una contención al 18% de pacientes ingresados en unidades psiquiátricas de los hospitales navarros (190 en cifras absolutas). La duración media de la sujeción se situó en algo más de 22 horas.
El colectivo Cero Contenciones promueve una campaña para terminar con las sujeciones en el ámbito de la psiquiatría. De momento, un lugar pionero lo ocupa el Hospital Sant Joan de Deu de Barcelona, que prácticamente las ha eliminado. Los activistas ponen como ejemplo a seguir el Reino Unido, donde son muy restrictivos con su uso. Pero la situación en Europa es variopinta. En Italia, solo en 19 de las 318 unidades psiquiátricas del país no se practican contenciones mecánicas. En Países Bajos, se desconoce ahora esa información, porque en 2014 se dejó de actualizar el registro centralizado que existía.
Silvia García Esteban sostiene que las contenciones se tienen que eliminar porque “suponen una violación clarísima de los derechos humanos de la persona que las sufre. La alternativa es clara: cuando una persona está agitada, pones a alguien a su lado para que la acompañe. El problema es que en España tenemos un sistema de coerción y control, y no un sistema de cuidados”. Asegura además que, cuando habla en privado con profesionales médicos, “suelen decir que no hay personal suficiente para aplicar ese sistema alternativo de cuidados. Pero no se pueden vulnerar derechos humanos por falta de personal”.
La escasez de recursos humanos también es un problema que destaca Diego Figuera, psiquiatra que puso en marcha en 2005 el hospital de día de Ponzano, en el centro de Madrid, un modelo novedoso desde el principio. El paciente tiene que acudir de forma voluntaria, puede entrar y salir del hospital cuando quiera (es un centro “abierto”) y el tratamiento “no está centrado en quitar los síntomas del paciente, como ocurre en el modelo psiquiátrico, sino en mejorar su adaptabilidad para lograr su recuperación psicosocial y su máxima autonomía”, explica el propio Figuera. El hospital dispone de 25 plazas, es público y una de las consecuencias de su enfoque es que los tratamientos en Ponzano duran más: “Frente a una media de tres o cuatro meses en hospitales de día que siguen el modelo psiquiátrico, nuestros pacientes están de media doce meses. Y luego los tenemos durante años en seguimiento”.
Diego Figuera, que desde 2019 compatibiliza la dirección del centro de Ponzano con su trabajo como diputado de Más Madrid en la Asamblea regional, explica que quien defienda el uso de las sujeciones mecánicas “debe demostrar que son el único tratamiento posible. Ahí está el problema: se realizan sujeciones para las que existe una alternativa terapéutica y, por tanto, no están justificadas”. Lo necesario, añade, “es que haya personal suficiente, adecuado y bien formado para que acompañen al paciente 24 horas al día si es preciso. Y, en último extremo, se puede aplicar la sujeción química, sin necesidad de poner una correa a nadie. Los enfermos a los que se aplicó una sujeción son los que más sufren porque creen que les han tratado mal”.
Nadie pone en duda las posibles secuelas emocionales de las contenciones mecánicas, desde el miedo a la impotencia o la traumatización para el paciente. Hay estudios que también hablan del impacto que llegan a tener para el personal sanitario. En 2021, por ejemplo, se publicó uno centrado en “la experiencia de los profesionales en formación en el uso de sujeciones mecánicas en Madrid”. Sus autores señalan lo siguiente sobre las creencias de los médicos residentes: “Consideran que son mecanismos que ‘funcionan’, que son ‘efectivos’ pues cumplen con el objetivo para el que se diseñaron. La mayoría la ven como una medida que no puede (incluso que no debe) eliminarse, expresando desconfianza y recelo ante la posibilidad de una atención libre de sujeción mecánica, que consideran necesaria para garantizar la seguridad. No obstante, de forma mayoritaria estiman que la sujeción mecánica no es terapéutica en sí misma”.
Marina Díaz-Marsá es presidenta de la Sociedad de Psiquiatría de Madrid y jefa de unidad en el Hospital Clínico San Carlos. En los últimos años ha realizado también una importante labor divulgativa, como directora médica de los documentales Mi cabeza me hace trampas y Enemigos íntimos. “A nadie nos gusta practicar una sujeción mecánica: ni al psiquiatra, ni al familiar, ni al enfermo”, defiende Díaz-Marsá, quien no obstante considera imposible terminar con las contenciones: “Seguro que se puede mejor en este tema, pero sujeciones cero no van a existir nunca. Eso es una utopía. Si una persona delira pensando que su madre es el demonio, se va a intentar defender y puede ser un riesgo para la madre. Las sujeciones sólo se practican cuando hay peligro para el enfermo o para quienes están con él, o cuando existe riesgo de fuga”.
Aunque en su opinión el sistema funciona correctamente en líneas generales, admite que hay vías de mejora, que pasan por potenciar los recursos humanos. “Los fines de semana se producen más sujeciones porque no hay personal suficiente. Y es legítimo plantearse que, con más personal, con más enfermeros junto al paciente, en algún caso no sería preciso aplicar una contención”, indica Díaz-Marsá, quien también destaca la importancia de que existan “unos protocolos específicos claros y educar al personal de enfermería y a los celadores para realizar aproximaciones al paciente desde la desescalada verbal cuando se produce el momento de agitación. Si eso falla, darle medicación. Y solo como último paso aplicar la contención”.
Más allá de la corriente psiquiátrica a la que cada uno se adscriba, en este punto sí parece existir unanimidad entre todos los entrevistados: con más personal, se reduciría el número de sujeciones mecánicas.
En el Plan Estratégico de Salud Mental de Madrid 2022-2024 apenas se dedican un par de párrafos a hablar de las sujeciones y en ningún caso se relacionan con un posible problema de derechos humanos. En dicho documento se especifica que desde 2019 se solicitan anualmente los registros de sujeciones en las unidades de hospitalización de psiquiatría, así como “la información ofrecida a familiares y pacientes y la notificación, en su caso, de incidentes de seguridad”.
En el Plan Estratégico se admite que, fruto del análisis de la información, “se han identificado limitaciones en los registros y documentación de las sujeciones y en el manejo de las situaciones de crisis en las unidades en determinadas circunstancias”. Ello ha llevado a adoptar diversas iniciativas para modificar los registros (su digitalización o la convergencia entre los de enfermería y psiquiatría), mejorar la información a familiares, o realizar una “reflexión conjunta de los equipos implicados en cada sujeción, con análisis causa-raíz y vivencia de los profesionales”.
Una segunda práctica cuestionada es la terapia electroconvulsiva, también conocida como electroshock. Al paciente se le realiza una anestesia general y luego se le pasan corrientes eléctricas a través del cerebro. La idea, en términos coloquiales, es “recolocar” los neurotransmisores. Es una práctica que a día de hoy se realiza en muchos hospitales españoles.
Marina Díaz-Marsa sostiene que se trata de una terapia “que ha demostrado ser eficaz en determinados casos”, como la depresión resistente o la esquizofrenia catatónica. “Por supuesto, se debe aplicar solo a determinados pacientes y con unas indicaciones muy específicas”, añade.
Diego Figuera coincide en que existe evidencia científica de que es un procedimiento que “puede ser útil en algunos casos extremos”, pero pone el énfasis en otro asunto: “Su aplicación dependerá del modelo de psiquiatría en el que uno crea. Yo no he prescrito un electroshock en mi vida”.
Y este es parte del meollo de la cuestión porque, en psiquiatría, hay un debate ideológico mucho más marcado que en otras especialidades médicas. De eso se queja, precisamente, Díaz-Marsá: “La Psiquiatría es la única especialidad médica que tiene una oposición, la Antipsiquiatría. Los trastornos mentales son producto de condicionantes biológicos y del contexto. Es algo multifactorial. La vulnerabilidad biológica se puede expresar en determinados ambientes. Pero la Antipsiquiatría dice que todo es social, ignoran el aspecto biológico”.
Desde el otro lado, Silvia García Esteban asegura que es “la psiquiatría biologicista” la que está “cada vez más desprestigiada”. Su propuesta es una enmienda a la totalidad del sistema dominante: “No se está atendiendo a la salud mental. El sufrimiento psíquico tiene que ver con las vidas dañadas, con el contexto. Pero no se acompaña a la persona que se ha roto, se toman decisiones sobre su vida sin escucharle y muchas veces sin su consentimiento. Lo que hay que preguntarse es: ¿qué ha pasado en su vida y por qué ha llegado ahí? Mientras el sistema no ponga esta pregunta en el centro, será un sistema fallido”.
Diego Figuera apunta otros dos aspectos esenciales, directamente relacionados con la posible vulneración de derechos humanos: “El primer problema es que no hay evidencia científica de que el electroshock sea el tratamiento de elección y prioritario en la inmensa mayoría de los casos que se aplica. Y el segundo es el consentimiento informado, si se explica al paciente con suficiente amplitud y detalle en qué consiste”.
Uno de los psiquiatras españoles que mejor conoce la obra del pionero Franco Basaglia es Víctor Aparicio Basauri. De hecho, se conocieron personalmente a mediados de los años setenta, poco después de que Marco Cavallo derribase el muro del manicomio de San Giovanni. Aparicio había entrado en 1973 en la Coordinadora Psiquiátrica, una organización clandestina durante los estertores del franquismo. En los años ochenta, impulsó una reorganización del sistema de salud mental de Asturias inspirada en las ideas del italiano Basaglia. Con la perspectiva del tiempo, muestra su asombro con lo que llama el aggiornamento del electroshock: “Cuando llegué a Asturias en 1983, no había aparatos para aplicarlo. Cuando regresé en 2013, después de trabajar siete años en la OMS, un médico residente me explicó que habían dado electroshock a 27 personas. El problema no es si ahora se da con anestesia o si quien lo recibe no lo siente. El problema es para qué se da y a quién. Pero está asumido por la mayoría de los psiquiatras jóvenes como una técnica más. Y luego está el tema del consentimiento informado. Me enteré de que algunos se firmaban a la entrada del quirófano, no 24 o 48 horas antes. Era una práctica con la que se violaban derechos y nadie parecía preocuparse”.
Aunque pueda parecer que están en las antípodas, porque destacan aspectos diferentes, hay un terreno común en las posturas de los psiquiatras Díaz-Marsa, Figuera y Aparicio: sólo se debería aplicar en casos muy concretos y con una información detallada al paciente. La discrepancia está en saber si eso se cumple. Díaz-Marsá entiende que sí, mientras que sus compañeros de profesión están convencidos de que no.
Una forma de averiguar quién está en lo cierto sería la transparencia. Pero también en este caso el Gobierno madrileño optó por el oscurantismo: no facilitó a los periodistas ni uno solo de los datos que le pidieron sobre los electroshocks practicados en la región durante los tres últimos años.
Lo que no tiene duda es que los responsables sanitarios de Madrid no ven que exista ningún problema relacionado con este procedimiento. En las 368 páginas del Plan Estratégico de Salud Mental 2022-2024, la única referencia que existe es un compromiso de “dotación de recursos de terapia electro convulsiva (TEC) para mejorar la equidad en el acceso de pacientes atendiendo a la proximidad”. Es decir: adquirir más máquinas para aplicarla.
Italia y Holanda comparten la falta de datos oficiales recientes, aunque la realidad en ambos países es muy diferente. Hace una década, había en Italia entre doce y catorce centros que aplicaban el electroshock, según las cifras facilitadas por el entonces ministro de Salud en una comparecencia en el Senado y los recogidos por un estudio de la Universidad de Pavia. Esa cifra se ha reducido drásticamente. Alberto Brugnettini, del Comité Ciudadano por los Derechos Humanos, asegura que ya solo se practica en tres clínicas. Y una reciente información periodística incluso reducía ese número a una sola, en Verona.
“Afortunadamente, en Italia el uso del electroshock es cada vez menor. El principal efecto secundario del electroshock es la amnesia, que provoca la pérdida de memoria. Así que algunas personas deprimidas aparentemente curan su depresión: incluso olvidan quiénes son, por no hablar de si pueden recordar que están deprimidas”, afirma el psiquiatra y escritor italiano Piero Cipriano.
En el caso de Países Bajos, los últimos datos oficiales son del año 2015, pero mostraban una aplicación mucho más extendida que en Italia: 966 personas habían recibido electroshock, en 28 casos en contra de su voluntad.
Este año, en España, fue polémico el caso de Iván, un joven gallego que recibió una docena de sesiones de electroshock por orden judicial, en contra de su voluntad y la de su familia, en el hospital psiquiátrico de Conxo, en Santiago.
El consentimiento es, precisamente, la clave de la tercera práctica cuestionada por algunos psiquiatras: los ingresos involuntarios. “Si el paciente dice ‘no quiero’ ingresar, no se le debería obligar”, sostiene Diego Figuera. No obstante, admite que en muchos casos existe “un conflicto entre la familia, que pide su ingreso, y el paciente, que no quiere”.
Silvia García Esteban recomienda preguntarse por qué muchos pacientes no quieren ingresar voluntariamente: “La respuesta es por la violación de derechos que saben que se producen en los hospitales. Saben que no los van a cuidar, que a veces atan a las personas. Por no hablar de la estigmatización que se produce. Va a casa la policía, la ambulancia. Los vecinos piensan que es alguien peligroso. Conozco personas que han sufrido un ingreso involuntario que, cuando vuelven a casa, solo salen de noche, para no cruzarse con los vecinos”.
“Debería estar asumido que no se puede imponer a la persona un ingreso. Nada es terapéutico si es contra tu voluntad”, mantiene García Esteban.
El “internamiento no voluntario por razón de trastorno psíquico” está regulado en el artículo 763 de la Ley de Enjuiciamiento Civil, en el que se establece como requisito imprescindible para llevarlo a cabo la “autorización judicial”. El médico puede decidirlo directamente por “razones de urgencia”, pero debe informar en un máximo de 24 horas al tribunal competente, para que este proceda a ratificar o revocar la medida en un periodo que no puede superar las 72 horas. Antes de decidir, el tribunal debe escuchar a la persona afectada por la decisión y al Ministerio Fiscal, y recabar el dictamen “de un facultativo por él designado”.
“¿Alguien cree que los psiquiatras vamos por los domicilios para ver si encontramos a personas a las que ingresar en un centro en contra de su voluntad?”, se pregunta retóricamente Marina Díaz-Marsá. Ella misma responde: “Un psiquiatra solo va a prescribir un ingreso involuntario cuando exista un riesgo para él o para los terceros que están con él porque está anulada su cognición, por su conducta o por su reacción emocional. ¿La alternativa es que se queden en casa? Existe un cierto cinismo social en este asunto”.
En un vídeo de la Sociedad Española de Psiquiatría Biológica, su presidenta, Ana González-Pinto, ofrece las siguientes cifras: “La mayoría de las enfermedades mentales son tratadas ambulatoriamente. Aproximadamente un 10% son tan graves que van a requerir un ingreso hospitalario. De ellas, la mayoría se van a hacer de forma voluntaria, porque el paciente lo solicita o por acuerdo con el médico. Pero aproximadamente un 17% de pacientes van a ingresar involuntariamente”. Es decir, casi una de cada cinco personas que ingresan en un hospital lo hacen en contra de su voluntad expresa.
El Gobierno de Madrid, también en este caso, se negó a dar los datos concretos sobre número de ingresos involuntarios producidos en la comunidad durante los últimos tres años.
La cuarta y última práctica cuestionada por una parte del mundo de la psiquiatría, y también mencionada por la Convención sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad de la ONU, es la sobremedicación.
“España es el primer país del mundo en consumo de psicofármacos (ansiolíticos y antidepresivos) por delante de Estados Unidos, medido en cajas vendidas por habitante”, explica Diego Figuera. Un dato que sin duda sorprende al profano y que Figuera atribuye a dos causas principales: “Por un lado, que puede recetarlos el médico de cabecera; de hecho, el 25% de los síntomas que se comunican en Atención Primaria son de salud mental. Y, por otro, que los españoles no tenemos miedo a la medicación. Si a ello le sumas el tapón que existe para acudir a psicoterapia, tres meses de media para que te reciba el psiquiatra y nueve meses para que te reciba el psicólogo en la Comunidad de Madrid, el resultado es que se ve como algo normal que el paciente reciba la medicación por parte del médico de cabecera mientras espera a la primera consulta”.
Para revertir este sistema, indica Figuera, sería fundamental “apostar por la prevención y por la detección precoz”. La OMS calcula que más del 50% de los trastornos mentales adultos han empezado antes de los 14 años, “por eso sería importante la coordinación de los servicios de salud mental con los trabajadores de exclusión social de los ayuntamientos y con los centros educativos”.
Un aspecto íntimamente conectado con la posible sobremedicación es el poder de la industria farmacéutica. Cada psiquiatra es un mundo, pero Figuera considera iluso negar que el sistema está planteado de forma que otorga un enorme poder a la industria sobre los médicos: “Las dos vías que tiene un psiquiatra para progresar en su carrera profesional son la formación y la investigación. La industria farmacéutica financia parte de nuestra formación, pagando viajes o estancias en los congresos de primer nivel. Y el 90% de las investigaciones son ensayos clínicos promovidos por la industria farmacéutica para introducir nuevos fármacos o validar medicamentos. Así que esas dos formas para progresar dependen de la industria”.
Silvia García Esteban considera que existe sobremedicación “en todo el sistema. Cuanto menos tiempo le dedica el psiquiatra al paciente, más fármacos le receta. Todo el sistema es de coerción y control, no de cuidados”. La falta de tiempo está vinculada al poco personal y, por tanto, a una necesidad de mayores recursos económicos. Pero García Esteban cree que el principal problema no es el dinero, sino el destino que se da a los recursos: “En la Comunidad de Madrid se invierte poco en la salud mental comunitaria y mucho en los hospitales. Debería ser al revés, potenciar los centros de salud mental, para que puedan atender allí a las personas. Si a un psiquiatra no le das tiempo para escuchar a la persona, es como si a un cirujano le das un bisturí de plástico. En Madrid, como mucho tienes una cita al mes con el psiquiatra, pero a veces es cada tres meses. Como no se escucha, se sobremedica”.
El modelo comunitario es a largo plazo más económico, está convencida García Esteban, “pero ahí entran en juego los poderosos intereses económicos de lo que nosotros llamamos la ‘industria farmacentística’. ¿Qué financia? Estudios para defender los beneficios de los fármacos. ¿Qué no financia? Estudios sobre el beneficio del apoyo mutuo”.
Marina Díaz-Marsá, por su parte, coincide con Figuera en que “puede haber una sobremedicación en Atención Primaria, porque el médico intenta disminuir los síntomas hasta que esa persona es atendida en Atención Especializada por un psiquiatra o un psicólogo”. Pero pone el acento en la responsabilidad individual del médico: “El ogro no es la industria farmacéutica. Creo que a veces las críticas son una manera de quitarse de encima la responsabilidad personal por parte del psiquiatra. Nuestra obligación es saber qué medicamentos van a ir mejor o peor y ver al paciente con regularidad para retirar el medicamento cuando se pueda. Somos los psiquiatras quienes tenemos el boli para ver qué prescribimos o no”.
Un argumento, el del poder del boli que prescribe, difícilmente rebatible. Aunque compatible con un sistema que puede llevar a que la mayoría de los bolis no receten genéricos, por ejemplo, en cuyo uso España no ocupa precisamente los primeros puestos. Pero la decisión final es del psiquiatra. “Jamás en mi vida profesional me he sentido presionada por la industria farmacéutica. Pongo la medicación que tengo que poner”, asegura rotunda Díaz-Marsá.
Además, destaca el impacto positivo del papel de la industria: “Gracias a ella tenemos fármacos contra enfermedades como la esquizofrenia que han cambiado por completo su abordaje”.
Víctor Aparicio Basauri es mucho más crítico con el papel de la industria farmacéutica. Pone como ejemplo que la diferencia de coste entre medicamentos similares para la esquizofrenia puede ser tan grande que con el antipsicótico caro se puede tratar solo a un paciente y con el barato se medica a 283. Como el dinero de los sistemas sanitarios es finito, parte de lo que se ahorraría con el segundo medicamento se podría destinar a contratar personal sanitario. Y ahí surge la pregunta clave que plantea Aparicio Basauri: “¿Qué es mejor para las personas con esquizofrenia: ofrecerles solo el medicamento caro o, por el mismo coste, darles el antipsicótico barato junto al apoyo de un equipo de enfermería comunitaria?”.
Junto a los hechos y opiniones que transmiten los psiquiatras, es fundamental entender en primer lugar qué transmiten los pacientes. Y, en segundo, la pregunta del abogado del diablo para los más críticos con el sistema: si la violación de derechos humanos está extendida, ¿por qué hay tan pocas denuncias?
El pasado mes de marzo, la Fundación Mutua Madrileña presentó su informe La situación de la salud mental en España en 2023. Entre otros datos, en el estudio se indica lo siguiente: “Una de cada cinco personas diagnosticadas con un problema de salud mental ha estado ingresada en un área de psiquiatría. De ellas, el 60,1% de las personas con un problema de salud mental asegura haber sido ingresado/a en un hospital de forma involuntaria, un 40,3% dice que recibió poca o ninguna información clara, suficiente y comprensible sobre su trastorno, el 46,3% afirma que recibió poca o ninguna información suficiente acerca de los efectos secundarios de la medicación y un 48,1% manifiesta que recibió poca o ninguna información sobre todos los tratamientos alternativos”.
Son porcentajes tan altos que deberían levantar una seria preocupación entre las autoridades sanitarias. Para empezar, debería poder saberse si esos datos son ciertos, algo que resulta imposible con la política de falta de transparencia absoluta del Gobierno madrileño, que no publica los datos de los que dispone en los informes oficiales y que se los niega a los periodistas cuando los solicitan.
En todo caso, lo cierto es que son pocas las denuncias que llegan a los tribunales. María Fuster, presidenta de la Asociación Española de Neuropsiquiatría y abogada especializada en temas de salud mental, sostiene que la razón de este hecho es multifactorial: “Uno de los motivos es el desconocimiento sobre qué vías de denuncia hay, y por otro lado supone un enorme esfuerzo para la persona iniciar acciones judiciales para la defensa de sus derechos. El estigma supone una barrera importantísima para la defensa de los derechos de los pacientes”.
Además, continúa Fuster, el derecho es “paternalista. No ha calado todavía el nuevo paradigma de trato y apoyo a las personas con discapacidad. Seguimos viendo como el gran desconocimiento que hay sobre el sufrimiento psíquico genera una sobreprotección. Es necesario terminar con este sistema para poder dar pasos en la reivindicación real de los derechos”. En su opinión, hay que impulsar herramientas como la planificación anticipada de decisiones, de forma que “las personas con problemas de salud mental puedan tomar sus propias decisiones y exigir su respeto”.
Piero Cipriano, psiquiatra en un hospital de Roma y autor, entre otros libros, de El manicomio químico, razona la importancia de la revolución que se inició en Trieste aquel domingo 25 de febrero de 1973: “En Trieste todos los seguidores del legado de Basaglia, desde Franco Rotelli a Peppe dell’Acqua, consiguieron dar cuerpo a la intuición de Basaglia según la cual ‘la terapia es la lucha contra la pobreza’. La idea es no ser una mera clínica que proporciona psicofármacos y entrevistas, sino, como dijo Rotelli, ‘ser como un bar de Dakar’: un lugar que esté siempre abierto, día y noche, en Navidad o Año Nuevo”.
Una usuaria de un centro de salud mental de Trieste es Alice. “Soy una chica de 21 años. Llevo ocho años en terapia psicológica. He tenido más de 100 visitas a urgencias en los últimos cuatro años. Y he recibido más de 50 sedaciones intramusculares en hospitales psiquiátricos”, se presenta en una carta escrita en 2021, en la que mostraba su preocupación por los recortes en el modelo de Trieste. Unas líneas más adelante, hacía un precioso llamamiento a los trabajadores de salud mental: “Tenéis ojos. Pues observad. Tenéis boca. Pues hablad. Tenéis manos. Entonces usadlas para acariciar y no para bloquear. Tenéis brazos. Pues usadlos para abrazar más. Tenéis estómago. Entonces escuchad vuestras emociones sin fingir apatía y frialdad. Dejad que vuestra cercanía llegue a los que son más frágiles que vosotros, a los que son ‘de cristal’, a los que simplemente desean dejar de estar solos”.
Marco Cavallo no lo podría haber dicho mejor. En realidad, es posible que nadie pueda expresarlo mejor que Alice.
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Con información de Catrien Spijkerman, Maria Maggiore y Roos Menkhorst.
Este trabajo ha contado con el apoyo de Journalismfund Europe.
Fuente de esta noticia: https://www.infolibre.es/politica/atar-paciente-ingresarlo-voluntad-practicas-salud-mental-chocan-derechos-humanos_1_1664776.html
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