“Peor que el ruido de las botas es el silencio de las zapatillas” es una frase atribuida al escritor suizo-alemán Max Frisch, que la debió de pronunciar en los años 50, una advertencia que parece describir la Francia actual. En la estela del ascenso electoral de Rassemblement national (Agrupación Nacional) y de un gran silencio político y mediático, se ha ido reafirmando la aparición de una extrema derecha violenta que está decidida a enfrentarse a la diversidad de nuestro pueblo, convirtiendo las palabras en hechos para hacer comprender a los musulmanes, a los árabes, a los inmigrantes y a sus descendientes que no tienen derecho a vivir en este país, aunque sea el suyo, aunque hayan nacido aquí, aunque tengan la nacionalidad francesa.
Las bandas de extrema derecha están recurriendo ya sistemáticamente a la acción violenta, desde sucesos trágicos como los de Romans-sur-Isère a competiciones deportivas como el partido Francia-Marruecos, en la instalación de centros de acogida de inmigrantes (en Callac y en Saint-Brevin) hasta en las manifestaciones en solidaridad con Palestina.
También las hemos visto actuar como auxiliares de la policía durante las revueltas desencadenadas por la muerte del joven Nahel en Nanterre, pavonearse durante un desfile explícitamente neofascista por las calles de París, agredir a un alcalde solidario con los inmigrantes, atacar una librería libertaria en Lyon, arremeter contra una marcha por el orgullo lésbico o aumentar el número de amenazas y agresiones en ámbitos universitarios.
Sería quedarse corto decir que este evidente retorno de la “peste parda”, como se la conocía cuando el antifascismo no estaba adormecido, no ha provocado reacción alguna por parte de quienes nos gobiernan ni de quien nos preside. Tan rápidos en reaccionar ante la emotiva actualidad, apenas se les oye ante la expresión cada vez más frecuente, asumida y reivindicada, de una violencia política que grita “Islam fuera de Europa” y que hace un llamamiento a las “ratonnades“, esas cruzadas de islamofobia ordinaria (del nombre raton o pequeña rata, como se llama despectivamente a los magrebíes, ndt).
Al igual que el prefecto de Niza que, en contra de la ley, insiste en prohibir cualquier manifestación de solidaridad con los palestinos y que, en su anterior cargo en el departamento de Hérault, tenía como amigo al alcalde de extrema derecha de Béziers, las autoridades cultivan una única preocupación: el “islamismo”, concepto indefinido que puede utilizarse para englobar diversas realidades humanas que nada tienen que ver con la violencia, el integrismo o el terrorismo, y que utilizan como acrónimo prioritario, que además comparten con la extrema derecha.
“El islamismo” fue el único peligro expresamente nombrado por el Presidente del Senado y por la Presidenta de la Asamblea Nacional en su reciente convocatoria de una marcha “por la República y contra el antisemitismo”. La causa justa de la lucha contra el antisemitismo, tan necesaria y urgente, se vio así envuelta en una batalla contra un único y mismo enemigo, el que la extrema derecha ha considerado una amenaza identitaria, convirtiendo todas las realidades humanas que esta vaga palabra engloba en el imaginario común –musulmanes, árabes, africanos, migrantes– en un peligro vital para Francia, Europa y sus poblaciones. Lejos de serles ajenas, estas realidades constituyen el tejido mismo de su diversidad. Por tanto, excluirlas, desterrarlas o reprimirlas es arrastrar a estos pueblos a una guerra contra sí mismos, contra su propia humanidad.
Contrariamente a las causas comunes de la igualdad, que se esfuerzan por unir a todos los que se resisten al odio al Otro, cualquiera que sea su origen, este fermento de división que redujo el rechazo del antisemitismo a un rechazo del “islamismo” ofreció a la extrema derecha, aunque sea la heredera de la larga historia de antisemitismo de Francia, la oportunidad de una nueva respetabilidad. Los ciegos e ingenuos que caen en la trampa, como Serge Klarsfeld, incansable luchador por la verdad sobre la implicación del Estado francés en el genocidio de los judíos europeos, deberían leer las investigaciones de Mediapart y de otros medios sobre los vínculos anteriores y actuales entre la Agrupación Nacional y Marine Le Pen con la extrema derecha violenta, ya sea gudard (miembro del GUD, sindicato estudiantil anticomunista y de extrema derecha de finales de los años 60, ndt) o identitaria.
En su pluralidad, activista o intelectual, religiosa o atea, electoral o radical, aristocrática o populista, la extrema derecha cultiva un campo común, el de la desigualdad natural. No pueden resignarse a esta proclamación que, desde la Declaración francesa de 1789 hasta la Declaración Universal de 1948, sigue siendo la base de toda emancipación, de los derechos fundamentales y de las libertades democráticas: la igualdad de derechos, sin privilegios de origen, nacimiento, aspecto, condición, creencia, civilización, cultura, religión, sexo o género. Desde entonces, la identidad ha sido el caballo de Troya de sus asaltos al corazón de la promesa democrática. Desde su derrota histórica en los escombros del nazismo, siempre han tratado de promover la identidad convirtiendo en chivo expiatorio al extranjero y al diferente.
La novedad de nuestro tiempo es que ha conseguido situar su obsesión en el centro del debate público, gracias a la complacencia y la cobardía de los sucesivos gobiernos, que ceden a estas distracciones fatales y se desentienden de las cuestiones sociales, ecológicas y democráticas urgentes. Pero les ha ido mejor, o más bien peor: han conseguido dotarse de una fuerza política activa, violenta y radical, promoviendo una nueva ideología racista: el “gran reemplazo”. Implantado en Francia desde 2010 y ampliamente asumido por la internacional neonazi, es esa ideología asesina que, pasando de las palabras a los hechos, es un llamamiento explícito a expulsar al Otro, ante todo en su existencia como musulmán, árabe, africano o migrante.
Pero nuestros dirigentes han decidido mirar para otro lado. Sus prioridades reflejan su indiferencia ante el peligro: prefieren perseguir a quienes se resisten a él, porque tienen claro el proyecto político destructor que hay detrás de este renacimiento del racismo identitario. De esta forma, tomando del imaginario colonial la palabra “separatismo” –la idea de que criticar a la República sería excluirse de la Nación–, la ley del 24 de agosto de 2021 se opone enérgicamente no a esta amenaza, sino a las formas de auto-organización de sus víctimas, en particular los musulmanes. Estas víctimas no pueden dejar de constatar cómo se las abandona en su soledad, invisibilizadas por la indiferencia política y mediática.
A los gobernantes, a sus parlamentarios, a su gobierno, a sus ministros o a su presidente, no se les ocurre pensar que una fuerza política como el movimiento de Éric Zemmour, cuya etiqueta “Reconquista” es un llamamiento a expulsar de Francia a una parte de su pueblo, representa una amenaza bastante grave para los principios de nuestra República. Y que, en una división del trabajo ventajosa para el aumento de respetabilidad de Marine Le Pen, esta liberación del racismo ideológico hasta la violencia extrema es el producto natural de la normalización política y mediática de la extrema derecha.
La catástrofe comienza con palabras cuya aceptación y banalización se convierten luego en actos que nos acostumbran a lo peor. Esto es lo que tenemos ante nosotros con la multiplicación de esas expediciones vengativas en nombre de una identidad donde la sangre y el suelo son las palabras clave. “Un pueblo determinado por su sangre y arraigado en su suelo. Una frase muy simple y lapidaria, pero de consecuencias colosales”: estas líneas, publicadas en 1927, fueron escritas por Adolf Hitler en Mein Kampf después de haber rechazado la noción de individuo (no al libre albedrío) y el concepto de humanidad (no al derecho universal).
Ahora, en Francia, sin que ni los poderes públicos ni los medios de audiovisuales tengan nada que decir, los defensores de esta pureza de sangre y de suelo, tan ilusoria como asesina, tienen buena reputación y los micrófonos abiertos. ¿Es demasiado tarde para que la sociedad en su conjunto, ya sea a través de la sociedad civil, los sindicatos o la política, se dé cuenta de la urgencia de la situación y construya un dique frente a esta ola? ¿Es demasiado tarde para unirnos en torno a la defensa de lo esencial, de nuestro ideal común de igualdad frente a las crecientes fuerzas de la desigualdad que nos conducen a una guerra de la humanidad contra sí misma?
Es una pregunta para todos. Porque todos tendremos que rendir cuentas de nuestro silencio y nuestra indiferencia.
Traducción de Miguel López
Fuente de esta noticia: https://www.infolibre.es/mediapart/sonido-botas-silencio-zapatillas_129_1653730.html
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