El Comité de Reencuentro Chileno-Boliviano, coordinado por Óscar Tórrez Rivera, se pronunció ayer por que Bolivia y Chile reestablezcan sus relaciones diplomáticas, como una herramienta necesaria para abrir un diálogo eficaz en el tema de la demanda marítima de Bolivia, de manera inmediata, sin necesidad de anteponer cualquier excusa.
Ambos países tienen cortadas sus relaciones diplomáticas formales desde 1979, año en que Bolivia decidiera interrumpirlas como protesta por la actitud negativa de Chile con relación a la centenaria pérdida de su litoral.
Este pedido de reestablecimiento de relaciones lo hace la comunidad boliviana en un tiempo en que un grueso número de compatriotas ha hecho de la emigración a Chile y trabajar duro en ese suelo otra forma de sentar soberanía en un país con costas marinas que antes eran boliviana.
Desconcierto y esperanza
Era el mediodía en Santiago cuando llegó la señora Florencia Zepita Llampa (45) al domicilio de la calle Valdivieso, en la comuna de Recoleta. Con una amplia sonrisa mostró los flamantes carné de identidad chileno, a su esposo, René Choque Acho (49), un trompetista orureño que, junto a su esposa, migró a Chile en septiembre de 2012.
De esta manera, la familia Choque Zepita respira con tranquilidad en Santiago de Chile, luego de que por dos años y medio estuviera indocumentada y con la obligación de asistir cada viernes a la Policía de Investigaciones a firmar el libro de control.
René Choque ingresó ilegalmente a Chile. Sin pasaporte ni documentos, no era sujeto de contratos laborales ni de otro tipo de trámites.
La Universidad Diego Portales supo de su caso y le proporcionó un abogado, y con su asesoría jurídica tuvo que autodenunciarse en la PDI como migrante ilegal.
Pero la historia no es la misma para todos los migrantes que han llegado a Santiago de Chile. Para algunos es tan buena o mejor que la experiencia de la familia Choque Zepita, y para otros, los que llegan sin ningún tipo de contacto, de familiares o amigos, la llegada a Chile se convierte en una mala aventura. Ese es el caso de Jorge Mamani, natural de Cochabamba, que llegó a Santiago a mediados de diciembre de 2014 junto con su esposa peruana a la que conoció en Córdoba (Argentina). “No pasa nada”, dice con tono molesto. Mejor está en Argentina, allá se ve la plata, rápido”, refiere un poco molesto al momento de levantar la sábana que cobija las prendas de vestir que vende en el paseo Ahumada, en pleno centro de Santiago.
La mayoría de las bolivianas que llegan a Santiago y que carecen de un oficio o una profesión, se ubican en labores de casa, ‘nanas’ o asesoras de hogar, mientras que otros, en el caso de los hombres, se enganchan en la construcción como ayudantes o albañiles, como panaderos y otras ocupaciones manuales.
María Elena Tordoya es una orureña que decidió no trabajar de nana y que por unas amigas peruanas aprendió a hacer papas rellenas que vende en la calle. Muchas mujeres bolivianas que no ganan lo suficiente para arrendar una habitación o se encuentran sin trabajo, se alojan en centros de acogidas de la iglesia católica, como el Hogar de Cristo, que tienen servicios de hospedaje y asistencia social para los migrantes.
Ingrid Araúz, una cruceña que vive hace cinco años en Chile, trabajó en una casa como asesora del hogar, pero al traer a su hija desde Santa Cruz no tenía mucho espacio en su habitación, por lo que decidió cambiar de trabajo y arrendar una casa con otros familiares. En Recoleta se enganchó en un taller de costura de blue jeans. Con lo que gana dice que le alcanza para vivir, pero no para ahorrar. Tiene planeado regresar a Santa Cruz porque solucionará algunos asuntos familiares y porque su mamá está un poco enferma.
El mar es un tema que no está ausente. Algunos migrantes bolivianos radicados en Chile han manifestado que cada vez que el presidente Evo Morales habla del tema de la demanda del mar, algunas personas chilenas, en tono de broma, les dicen que les regalarán un poco de agua del mar para que se lleven a Bolivia
El Deber
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