Durante más de veinticinco años hemos sido víctimas de la preparación en tácticas y estrategias de guerra, el ejercicio de la violencia contra civiles inermes y campesinos en proceso de despojo y desplazamiento por los aventajados alumnos de Yair Klein.
Israel nos trajo su violencia. Veteranos militares israelíes, conocedores de los secretos de la depauperación y la guerra brindaron instrucción teórico-práctica a los futuros asesinos de más de 250 mil colombianos, hombres, mujeres y niños masacrados en sus pueblos, en las veredas, en sus fincas arrebatadas con argucias y con plomo.
Nada que agradecerles a los sionistas halcones de la guerra.
Millones de desplazados, miles de familias arrojadas a la ruina, la indigencia, la angustia del sobrevivir día a día del rebusque, engrosando cinturones de miseria de las urbes, abandonando los campos, sufriendo la destrucción de sus culturas y tradiciones, familias deshechas…
Las consecuencias del guerrerismo importado desde la tierra sionista, arrebatada por obra y gracias de decisiones de las potencias europeas y de los EEUU a sus verdaderos habitantes que han sido sometidos a un continuo despojo, difamación, exterminio, negación de sus derechos.
Intereses foráneos se unieron para arrebatarle la tierra a sus pobladores pacíficos, separar a quienes vivían en armonía, para omitir las afinidades históricas, culturales e incluso religiosas de los pueblos que convivían en esas tierras y patrocinar una invasión y el despojo sistemático, la destrucción y desaparición de un país pobre.
Como un cáncer invasivo se apoderaron paulatina y violentamente de toda la tierra disponible, convirtieron Palestina en un gueto, promovieron la destrucción de los hogares de familias palestinas, mataron a diestra y siniestra, sin rubor ni límite alguno, promovieron el odio…
Luego de la agresión permanente, de diarios asesinatos de niños y de jóvenes, de mujeres y ancianos, el embajador de Israel en Colombia pide solidaridad en medio del conflicto que provocaron. El mundo ha sido testigo del despojo, de la aniquilación sistemática del pueblo palestino.
Violencia engendra violencia.
¿No dizque son el pueblo elegido de un dios misericordioso y ecuménico? ¿No dizque son los peregrinos eternos de una tierra prometida, hoy rebosante de sangre de inocentes? ¿O es que su dios es un dios sanguinario, soberbio, arrogante que aplasta e invade pueblos y asesina?
Su dios no es un dios de misericordia, es un dios de venganza, un dios sanguinario y asesino, un dios autoritario e impositivo, un dios que promueve la invasión y la guerra para apoderarse de una mítica tierra prometida, no un dios ecuménico sino hegemónico, UN DIOS DE LA GUERRA.
La humanidad se encuentra en una terrible encrucijada: Un mundo en peligro por nuestra voracidad, por nuestra insensatez, es el legado de años y años de explotación brutal y torpe de los recursos que generosamente la tierra, único hogar del que disponemos todos, nos ha dado. Cada incendio que se inicia, cada violencia que se desata, cada guerra que comienza o se exacerba o se extiende llevan implícito el riesgo de una explosión global.
Los países desarrollados duermen con el dedo en el gatillo, pero una confrontación entre ellos necesariamente nos afectará a todos. Desde la postguerra hemos vivido en un permanente temor de una tercera y más destructiva conflagración, como si la sociedad humana estuviera viviendo sobre un lago de lava hirviente, la violencia se dosifica y se desata en enfrentamientos aislados, no pocas veces prohijados por las grandes potencias como una manera de mostrarse los dientes teniendo como materia prima la sangre de jóvenes pobres en países con menor desarrollo y cada vez más empobrecidos por la discordia, por la violencia fratricida, por el odio y la degradación de sus sociedades.
Pocos son los que promueven la guerra, o, por lo menos, los que lo hacen sin tapujos. Muchos la fomentan a través de sus dichos ultrajantes, difamatorios, tendenciosos. Otros muchos callan, como si la discordia no fuera cosa de ellos, como si las manifestaciones de odio les resbalaran, como si tuvieran anticuerpos para las consecuencias catastróficas de un enfrentamiento global.
La sensatez se ahoga entre los gritos de los extremistas de un lado y del otro, el llamado a la paz, al entendimiento, al respeto recíproco son deformados minuciosamente y quienes los pronuncian son etiquetados de extremistas: El extremismo encuentra extremismos entre los sensatos y los moderados.
El arrogante, pero hoy cuestionado, líder de Israel intenta retomar su liderazgo de la única manera que parece conocer: Propone una guerra de exterminio, o la intensificación de la misma, para acabar con la resistencia del pueblo palestino o, peor aún, con el pueblo palestino.
Asegura que no quedarán sino ruinas de los asentamientos palestinos, que su venganza será brutal y metódica, que no quedará piedra sobre piedra que sirva de refugio a los “terroristas”, que el fuego lloverá sobre el pueblo condenado y maldito como si se tratase de una repetición de la crónica bíblica de la destrucción de Sodoma y Gomorra.
Centenares de muertos y de heridos de parte y parte, las cifras suben y suben y no paran de subir, como la espuma sangrienta de una hemorragia incontrolable. La sangre anega los campos y las ciudades israelíes y palestinas. Mueren civiles inocentes que quedan cautivos en medio del cruce de disparos, cada parte reclama por las bajas de los suyos, olvidan que todos somos seres humanos, que todos estamos emparentados entre nosotros, más aún los árabes y los judíos cuyas raíces comunes se pierden en las arenas infinitas del tiempo.
Los responsables de la muerte de esos civiles inocentes son dolorosamente los que tienen el dedo en el gatillo, son los que disparan a lo que se mueva motivados por el odio, la ira, la intolerancia, la codicia.
Las guerras siempre causan más muertes entre los civiles que entre los combatientes, no hay mal necesario, no se puede justificar el asesinato, no se pueden exculpar los abusos con otros abusos, no se pueden reparar los hornos crematorios con el exterminio de otros pueblos.
En esta tierra de mestizos nadie tiene un origen cierto, no hay descendientes “puros”, no hay subhumanos, ninguna facción puede alegar su hegemonía, los humanos somos una sola raza, una raza exitosa, creativa y depredadora, el yin y el yang se intrican en nuestra naturaleza, nuestro mestizaje nos hermana aún más, toda guerra es fratricida.
Hay que tomar partido, definitivamente hay que hacerlo, pero hay que tomar partido por la paz, por la vida, por el respeto y la tolerancia, por el diálogo constructivo e inteligente, por la sobrevivencia de esta humanidad suicida, por la persistencia de esta tierra generosa y depredada, por un futuro y un mundo donde, queramos o no, tenemos que caber todos.
Hay que tomar partido por la vida, por el respeto, por la inclusión, por la empatía y la tolerancia, por la naturaleza y la humanidad.
“Hay un dios” decía con tristeza una anciana señora, nuestra sociedad no puede seguir siendo una fábrica de muertos, para algo debe servir la vida más que para llenar fosas comunes, para dispersar cenizas en los campos, para llenar los ríos de cadáveres insepultos.
Hay que honrar la vida por la vida misma, hay que respetar el brote que se asoma humilde entre las piedras, la pequeña alimaña que busca afanosamente su sustento, hay que respetar la vida de nuestros semejantes, hay que tender la mano en vez de mantenerla tensa en el gatillo.
Hace muchos años un loco en esas tierras – Las señoras encopetadas de ahora dirían “un mariguanero” – osó hacer un llamado a la tolerancia, al mutuo respeto, al amor al prójimo, a su aceptación como semejante, aún más: A reconocerlo como parte de uno mismo. Su mensaje fue captado por algunos, descontextualizado por los amos de esa época, degradado por los sacerdotes y los políticos, pero, a pesar de todo, nos llega aún con suficiente claridad y elocuencia a nuestra sensatez, a nuestra humanidad, nos emplaza, nos iguala y nos advierte: “No hagas a otros lo que no quieras que te hagan”.
Para algunos, como la anciana señora, hay un dios, para otros es una utopía, lo cierto es que utopía o dios hay una gran diferencia entre un dios de la guerra y un dios de la paz, de la concordia y del amor.
No estoy seguro de que necesitemos a un dios, pero de lo que si no me cabe duda es que, si queremos sobrevivir y superar los retos de la existencia en la coyuntura actual ese camino no pasa por la guerra, pasa obligatoriamente por la paz, por la concordia, por el mutuo respeto y por el amor al semejante.