Columnista de Opinión : Carlos Fajardo
@Fastidiardo
La tenebrosa historia de la violencia de Estado en Colombia le pone los pelos de punta a cualquiera…
En la presentación del libro “Caminos de guerra, utopías de paz”, del profesor GONZALO Sánchez Gómez, que tuvo como editor a Hernán Darío Correa y fue publicado bajo el sello de Planeta, hay una pregunta que recoge y resume lo que muchos pensamos respecto de nuestra violenta historia: ¿Hasta cuando mantendremos ese sino de repetición, y al mismo tiempo de encuentro de caminos de superación del anudamiento de violencia, conflicto armado y soluciones provisionales de paz, propio de nuestra historia nacional?
En los últimos meses los colombianos hemos sido golpeados por las duras revelaciones de señalados protagonistas de esa violencia brutal que nos agobia, que se volvió paisaje en nuestra atormentado país, perpetrada por personajes que fueron en su momento enaltecidos por el régimen que los encubría, estimulaba, promovía y premiaba sus andanzas, personas comunes y corrientes provenientes de familias comunes y corrientes, muchos de ellos muy apegados a las tradiciones católicas, algunos muy devotos de santos y de vírgenes, “gente bien”, defensores autoproclamados de la “democracia”, los valores , principios y las “buenas costumbres”…
Imposible, al observar la actitud y los dichos de un sujeto como Salvatore Mancuso en su intervención ante la JEP en la que, como lo hizo el pérfido asesino apodado Popeye, otro delincuente de terrible pasado durante una entrevista a medios, mostró su temor frente a la reacción que pudiera causar para su integridad el involucrar a una reconocida figura de la política de nuestro país, un expresidente muy activo, muy visible, muy cuestionado y actualmente muy imputado, imposible decía, no contrastarlo con su actitud y dichos cuando hace varios años fue recibido con todos los honores, aplausos, estrechones de manos, palmadas cómplices en la espalda, por un congreso donde cabalgaban impunes los parapolíticos.
Sorprende e indigna la facilidad con que los perpetradores se libran de sus pesadas culpas despotricando de otros, posando cínicamente de inocentes, recurriendo a la vieja cantilena del “honor”, la “patria”, los “principios democráticos” en el país que proyectan como “la democracia más antigua y estable del subcontinente”, omitiendo con temeridad que a medida que pasa el tiempo y, pese a los esfuerzos de muchos por alcanzar la paz, la iniciativa y el protagonismo lo siguen teniendo los violentos.
Producen escalofríos las confesiones de individuos emplazados por la JEP, las terribles y conmovedoras recopilaciones como el informe “Basta Ya”, las conclusiones de la Comisión de la Verdad, los hechos brutales y las cifras vergonzosas contenidas en las investigaciones de Indepaz y de muchas ONG dedicadas de lleno a indagar y ponernos de presente nuestra impresionante violencia.
Pero esos escalofríos, ese temor, ese dolor que producen esas declaraciones se convierten en desesperanza cuando uno revisa la historia del conflicto colombiano, donde esos hechos en lugar de ser excepcionales, son una muestra de nuestra habitual ferocidad fratricida, de esa hemorragia crónica, de ese desangre que tiene por víctimas a los más vulnerables.
En efecto, cuando uno lee relatorías y análisis sobre violencias pretéritas descubre que nuestra historia está escrita con sangre y que esa sangre ha sido copiosamente aportada fundamentalmente por civiles inocentes, más que por combatientes y dirigentes.
A lo largo de ese desangre crónico han caído niños, mujeres, ancianos, líderes ambientales, reivindicadores sociales, en números tales que nos proyectan como un país extraordinariamente peligroso para quienes practican la solidaridad en diferentes aspectos de nuestro trasegar social. Baste, para ilustrar esa dura realidad, la reciente estadística de Global Witness que revelaba que más del 65% de los líderes ambientales asesinados en 2022 en el mundo, lo son en nuestro país…
Esta situación dolorosa y lamentable fue reseñada por el profesor Orlando Fals Borda, coautor del Libro la Violencia en Colombia. “Esta guerra insensata ha sido prolífica al destruir lo mejor que tenemos: Al pueblo humilde. Por periodos sucesivos, la violencia y el terror vuelven a levantar su horrible cabeza enmarañada de Medusa, como copia casi fiel de lo ocurrido antes; y ahora, al adentrarnos en el nuevo siglo, la tragedia tiende a repetirse de manera irresponsable”.
Colombia no es un país tan invisible, como han querido hacerlo ver, ante los ojos del mundo. La sombra infame de las dictaduras de los países hermanos no logra ocultarle al mundo el nivel de degradación de nuestra política, de depredación de la clase gobernante ni la brutalidad de nuestro crónico conflicto.
Mientras los asesinatos y desaparecidos en las dictaduras del cono sur se cuentan por decenas de miles, las víctimas de masacres, torturas, desplazamiento, despojo, asesinatos selectivos, desapariciones en Colombia se cuentan por millones. Aun así, hay quienes defienden a ultranza criminales gobiernos cada vez más indiciados de toda clase de abusos, apelación sin reato a la más cruel violencia de estado.
Bien lo dice León Valencia en uno de sus atinados trinos: “Colombia es epicentro de los grandes problemas del mundo: de la guerra que aún nos azota; de la migración que arrecia; de la agresión a la Amazonia -pulmón del mundo- en medio del cambio climático; del tráfico de drogas, emblema de muerte (…)”
Somos como una nueva versión de la caja de Pandora, una caja que se hace patente y se abre cuando se dan escenarios donde los perpetradores confiesan sus delitos: En ese sentido la JEP viene siendo como un tribunal de Nuremberg donde los asesinos bien vestidos, bien peinados, bien nutridos, bien hablados, algunos de ellos muy bien educados, van a reconocer sus delitos, sus crímenes execrables con una naturalidad que nos deja estupefactos.
Qué difícil y qué retador y desafiante es vivir en nuestro país, qué duro aceptar que nuestro país, esa rosa extraordinariamente bella que amamos, por la cual luchamos y estamos dispuestos a darlo todo, hasta la propia vida, exhiba también unas espinas tan agudas que nos laceran tan profundamente, nos cuestionan como seres humanos y nos minan como sociedad.
Sin excepción alguna, en cada una de esas situaciones, Colombia ha pagado y sigue pagando un tributo terrible y copioso de sangre, con su corolario de miseria, desplazamiento, hambre, enfermedad y muerte.
La violencia atraviesa como una cicatriz deformante toda nuestra historia, no hay en este momento en Colombia una sola familia que no haya sufrido sus efectos, no hay un solo camino por el que no haya corrido a borbotones la sangre de inocentes, no hay un solo campo que no esconda en su verdor las huellas de nuestro violento pasado.
Este bello rincón de mundo oculta tras de su innegable belleza un drama de brutalidad sin par y dolor inconmensurable, un país donde la gente percibe el estado como una amenaza, como un ladrón y un asesino más, pero también una permanente lección de resistencia y resiliencia por parte de los más vulnerables contrapuesta a la infinita capacidad de maquillarse y regenerarse de los promotores de la violencia.
Nos han dividido, nos han atomizado, nos han señalado, amenazado y perfilado. Nos enfrentamos entre nosotros con pasmosa hostilidad, en tanto que los promotores y usufructuarios de esa violencia comparten y disfrutan animadas tenidas.
De esa situación quedan hermosos fragmentos en nuestro arte popular, para la muestra un elocuente botón de autoría del gran cantautor Arnulfo Briceño: “Se aparecen en elecciones unos que llaman caudillos, que andan prometiendo escuelas y puentes donde no hay ríos, y al alma del campesino llega el color partidista y entonces aprende a odiar a aquel que fue su buen vecino, todo por esos malditos politiqueros de oficio…”
Colombia merece que dediquemos esa creatividad y ese talento para generar actos que nos reconcilien, que nos permitan gestionar sin violencia nuestras naturales y enriquecedoras diferencias, hay que parar esa infinita espiral de venganza y de odio, hay que construir país, superar nuestros desafectos, nuestra hostilidad, mirarnos a los ojos como iguales y luchar por una paz firme y duradera, no fragmentada, no parcial, no a pedacitos: Una paz Total.
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