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Jue. Nov 21st, 2024
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Distintos modelos sanitarios, incluso contrapuestos, han obtenido muy buenos resultados en la región, garantizando baja mortalidad y una mayor esperanza de vida.

Un indicador insoslayable para evaluar el grado de éxito del sistema de salud de un país es la esperanza de vida de la población. Es imposible que las personas vivan muchos años en una nación con una infraestructura sanitaria precaria. Por el contrario, cuanto mejor sea esta, y mayores los cuidados que pueda brindar a los ciudadanos, más probable será que vivan más.

Chile es el país con mayor esperanza de vida de América Latina. En promedio, la gente vive allí 80 años, según datos de la Organización Mundial de la Salud (OMS). En un segundo lote, con 79 años de media, se encuentran Colombia, Costa Rica y Cuba.

El que está peor ubicado es Haití, con apenas 62 años, 18 menos que Chile, lo que da una idea de la enorme disparidad que existe entre los países de la región. También están mal Bolivia (68 años), Guatemala (72) y El Salvador (72).

Otro indicador trascendental es la mortalidad infantil, porque revela la penetración del sistema sanitario en la población. Cuando muchas personas no tienen acceso a hospitales ni a profesionales para atender sus emergencias, las mujeres dan a luz sin asistencia, en condiciones sumamente peligrosas.

En este rubro el que está a la cabeza es Cuba. Según la OMS, la probabilidad de morir antes de los cinco años es de 6 cada 1.000 nacidos vivos. En segundo lugar está Chile, con 8, y luego viene Costa Rica, con 10.

Nuevamente, el que está en una situación más delicada es Haití, con 73 cada 1.000. Bastante lejos, pero igualmente en malas condiciones, están Bolivia (39) y Guatemala (31).
 

Que los mejor posicionados sean Chile y Cuba resulta muy interesante, porque representan dos modelos de sociedad absolutamente opuestos. Chile es probablemente el país de la región donde más consolidada está la economía de mercado, y es también uno de los más libres y democráticos. Por el contrario, Cuba tiene un régimen de planificación estatal centralizada sin resquicios para la iniciativa privada, y es un país sin libertad ni democracia.

¿Qué significa esto? Que no hay un solo modelo que garantice la salud de la población, y que esta meta se puede alcanzar con estrategias muy diferenciadas. Lo que no puede faltar son instituciones eficientes, que tracen objetivos de largo plazo y sean rigurosas en su cumplimiento. Donde rigen la anomia, el desorden y la improvisación, la insalubridad está garantizada.

“El resultado de un sistema de salud no depende tanto de su arquitectura, sino de otras variables. Por ejemplo, si el país realmente apuesta a tener equidad, independientemente del modelo que elige. Hay que mirar a Europa, donde hay diferentes modelos, pero a todos les va muy bien”, explica Ursula Giedion, analista en políticas de salud con formación en la Universidad de Ginebra, Suiza, y en la Universidad Nacional de Colombia, consultada por Infobae.

“No existe una sola arquitectura para todos los países. ¿Hasta qué punto el modelo costarricense, con una población chica y homogénea sería aplicable en Nicaragua? ¿O hasta qué punto se podría aplicar uno más unificado en Argentina, con el nivel de descentralización que hay allí?”, se pregunta.

Algunas estadísticas ratifican que no hay recetas mágicas. Por ejemplo, uno podría pensar que las naciones con mejores indicadores en salud son las que más invierten. Sin embargo, no necesariamente es así.
 

Si se considera el gasto en salud como porcentaje del PIB, Costa Rica y Cuba están al tope, destinando cerca del 10% de acuerdo a cifras de la OMS. Allí es posible encontrar una correlación entre gasto y resultados. Pero en tercer lugar aparecen Brasil y Paraguay, que destinan el 8,9%, pero están lejos de los mejor ubicados.

La mejor prueba de que no hay una relación matemática entre una cosa y la otra es que Haití gasta un punto y medio más de su producto que Chile, que con 7,1% está por debajo de la mediana. Sin recursos no se puede hacer nada, pero con presupuestos abultados mal administrados, tampoco.

Ni siquiera tener muchos hospitales, con muchas camas, es garantía de éxito. Funciona para Cuba, que está primero con 53 cada 10.000 habitantes. Pero no tanto para Argentina, que está segunda con 47, más del doble que Chile (21), aunque con resultados más pobres.

“Hay dos grandes temas -dice Giedion. Uno es la equidad en términos del acceso a beneficios, y otro es la calidad. Hasta hace algunos años parecía que bastaba con asegurar a todos, pero ahora hay que pensar qué significa esa cobertura si no da acceso a servicios de calidad”.

Buenos músicos necesitan un buen director de orquesta

Federico Tobar es consultor internacional en políticas de salud y medicamentos, máster en administración pública por la Fundação Getúlio Vargas, de Brasil, y licenciado en sociología por la Universidad de Buenos Aires, de Argentina. Infobae lo consultó para comprender las diferencias entre los modelos existentes en la región.

“En general, los sistemas de salud de América Latina son fragmentados y segmentados. Fragmentados porque el cuidado de la salud de la población se reparte entre múltiples responsables: una parte el Estado, otra la obra social, y otra las clínicas privadas. Segmentados porque no hay una única institución, sino muchas, cada una con un pedazo”, explica.

“La tercera característica es que la financiación está pulverizada. Una clínica puede tener 20 contratos diferentes con distintas instituciones, lo que significa que brinda un mismo servicio, pero cobra diferente según el cliente. Esta atomización atenta contra la calidad de la atención”, agrega.

No obstante, como lo evidencian las estadísticas presentadas al comienzo, algunos países de la región escapan a esta lógica. Tienen sistemas integrados, con una responsabilidad coordinada y con un trabajo continuado en el cuidado de los pacientes.
 

“En el extremo superior -dice Tobar- podemos poner a Costa Rica, a Brasil, a Uruguay y a Chile. Los demás están bastante más superpuestos. Por ejemplo, en Brasil se eliminaron las obras sociales, y todos los hospitales que dependían de ellas se transfirieron a los estados regionales. Entonces hay un gran sistema público de cobertura universal. De todos modos, uno 25 millones de brasileños contratan medicina prepaga”.

El caso uruguayo es bastante parecido. Tenía un sistema de salud estructurado a partir de mutuales, muy similar al de las obras sociales, y además un sistema público y privado.

Para hacer más eficiente la asignación de recursos y la prestación del servicio, los aportes de empleados y empleadores que antes iban a las mutuales pasaron a un mismo fondo. Las personas sí o sí tienen que derivar allí el dinero, pero luego pueden elegir si contratar un seguro del Estado, uno mutual o uno privado.

Las aseguradoras no le cobran a los usuarios, sino que recaudan del fondo común, en función de los costos necesarios para el cuidado de sus clientes. Además reciben un premio por metas prestacionales, que es un plus por la cantidad de pacientes que requieren cuidados especiales, como los diabéticos.

“Lo otro que hizo Uruguay, para mi lo más brillante que se ha hecho en América Latina en la materia, es un seguro universal frente a las enfermedades más caras. Uno puede estar en el sistema de mutuales o en el público, pero todos los que tienen cáncer son tratados con los mismos protocolos, en los mismos establecimientos y con iguales medicamentos. No hay cáncer de rico y cáncer de pobre”, dice Tobar.

“Cuando todo va a un único fondo -continúa- es posible que los mayores aportantes por su nivel de ingreso no sólo se financien a sí mismos, sino también a otras personas que no trabajan. Cuando eso no alcanza, el Estado cubre con recursos fiscales”.
 

En Costa Rica se siguió una estrategia diferente. En lugar de eliminar el seguro, se borró el sistema público y todo pasó a una misma aseguradora: la Caja Costarricense del Seguro Social. Todos están incorporados, porque a los que no pueden pagar los cubre el Estado.

Por último se puede mencionar el caso de Chile, que tiene un modelo más estratificado. Es el país del continente con contribuciones sociales para salud más bajas, en torno al 1 por ciento. Los más pobres reciben un seguro público y el resto aporta de su bolsillo, decidiendo si lo hace a ese seguro del Estado, que es más barato, o a uno privado.

El 70% de los chilenos está en el público, y el resto se reparte entre 12 empresas. La crítica que recibe este sistema es que hay una gran brecha entre ricos y pobres. Pero los resultados siguen siendo muy buenos, como lo marcan las estadísticas.

Argentina bien podría ser clasificada como la contracara de estos países. A pesar de ser de los que más invierte, de tener una amplia infraestructura y profesionales de calidad, el alto grado de desorganización hace que la prestación de servicios sea muy deficiente.

“Es absolutamente ineficiente por la duplicación de funciones. Está el hospital público, el privado y el financiado por la seguridad social, y cada uno puede tener diferentes contratos, lo que da lugar a algunas locuras. Un ejemplo concreto: el hospital de la ciudad de Neuquén incorporó recientemente un tomógrafo para hacer diagnósticos de alta definición, lo cual es muy buena noticia. Pero a cinco kilómetros, en la ciudad de Cipolletti, ya había uno”, cuenta Tobar.

“Ese es el modelo argentino, se duplican los médicos y se duplica la capacidad instalada. Es como una orquesta: si cada uno toca su instrumento sin un director ni una partitura coordinada, sale ruido. Nuestro sistema de salud es ruido. Hay buenos músicos, buen equipamiento y todo es bueno en general, pero lo que falta es coordinación, un director de orquesta. Los otros ejemplos, Costa Rica, Uruguay, Brasil y Chile, sí lo tienen”, concluye.

Fuente: Infobae con datos de la OMS


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