
¿Alguna vez te has levantado en la madrugada con ganas de ir al baño y, al regresar a la cama, corres con el corazón acelerado, mirando a los lados, sintiendo un miedo inexplicable? No hay ruidos reales, no hay peligro concreto, pero algo dentro de ti se activa. Esa experiencia, tan común como poco hablada, no es infantil ni irracional: es una manifestación clara de la memoria primitiva y de la imaginación nocturna.
¿Qué es la memoria primitiva?
La memoria primitiva es una forma de memoria profunda, arcaica y no verbal que habita en las capas más antiguas del cerebro. Está ligada al sistema límbico y al cerebro reptiliano, estructuras encargadas de la supervivencia. No registra recuerdos como escenas ordenadas, sino como sensaciones, imágenes difusas, impulsos corporales y emociones básicas, especialmente el miedo.
Esta memoria no distingue entre pasado y presente. Para ella, la oscuridad, el silencio y la vulnerabilidad nocturna son condiciones potenciales de amenaza, heredadas de tiempos en los que la noche implicaba peligro real.
La imaginación nocturna.
Durante la noche, especialmente cuando despertamos a medias, el cerebro racional aún no está completamente activo. En ese estado liminal (entre el sueño y la vigilia) la imaginación nocturna toma protagonismo. No es fantasía voluntaria, sino una actividad automática del inconsciente, que completa lo que no ve con imágenes internas.
Sombras se vuelven presencias, silencios se transforman en expectativa, y el cuerpo responde antes de que la mente lógica pueda intervenir. Por eso el miedo aparece sin explicación clara.
Causas principales.
Este fenómeno tiene varias causas posibles, que suelen combinarse:
- Activación incompleta de la conciencia: el cerebro aún está en modo sueño.
- Hipervigilancia emocional: estrés, ansiedad o tensión acumulada durante el día.
- Memoria corporal de experiencias tempranas: miedos infantiles, noches solitarias, inseguridad temprana.
- Oscuridad y silencio: estímulos que activan automáticamente la memoria arcaica.
- Fatiga mental: menor capacidad de regulación cognitiva.
- No se trata de debilidad emocional, sino de un mecanismo automático de protección.
Consecuencias.
Cuando esta experiencia se repite con frecuencia y no se comprende, puede generar:
- Ansiedad anticipatoria al despertar nocturno.
- Evitación de levantarse por la noche.
- Aumento de pensamientos intrusivos.
- Sensación de pérdida de control.
- Alteraciones en la calidad del sueño.
El problema no es el miedo en sí, sino interpretarlo como algo peligroso o patológico.
Existen formas sencillas y efectivas de regular esta respuesta:
- Nombrar la experiencia: reconocer “esto es mi memoria primitiva activándose”.
- Encender una luz tenue: ayuda a reactivar el cerebro racional.
- Respiración consciente al regresar a la cama.
- Movimiento lento y deliberado: caminar sin correr envía una señal de seguridad al cuerpo.
- Auto diálogo compasivo: hablarte internamente con calma.
- Rutinas nocturnas reguladoras: infusiones suaves, menos estímulos antes de dormir.
El objetivo no es eliminar el miedo, sino desactivarlo con conciencia.
Ese miedo que aparece en la noche no es una falla, ni una regresión, ni una señal de debilidad emocional. Es una huella viva de nuestra historia evolutiva y psíquica. La memoria primitiva no opera con palabras ni razonamientos; habla en impulsos, imágenes y sensaciones corporales. Su lenguaje es antiguo, pero su intención es clara: proteger la vida.
Cuando despertamos en la madrugada, el cuerpo aún no ha actualizado la información de que estamos a salvo. La conciencia racional tarda unos segundos (a veces minutos) en encenderse por completo. En ese intervalo, la noche se convierte en un escenario simbólico donde el inconsciente proyecta contenidos no resueltos: temores infantiles, inseguridades actuales, estados de vulnerabilidad emocional. No es la oscuridad la que asusta, sino lo que la mente aún no ha iluminado.
Correr de vuelta a la cama no es cobardía; es una respuesta automática de supervivencia. Sin embargo, cuando aprendemos a quedarnos un poco más, a respirar, a caminar despacio y a mirar alrededor con presencia, algo profundo ocurre: el cuerpo aprende que ya no está solo, que ya no vive en peligro, que el presente es distinto del pasado.
Integrar la memoria primitiva no implica eliminar el miedo, sino escucharlo sin obedecerlo ciegamente. Cada vez que atravesamos la noche con conciencia, le enseñamos a nuestro sistema nervioso una nueva narrativa: la de la seguridad interna. Así, la imaginación nocturna deja de ser enemiga y se transforma en mensajera de aspectos que piden atención durante el día.
La noche, entonces, deja de ser un territorio hostil y se vuelve un espacio de revelación silenciosa. Nos recuerda que la psique no duerme, que la memoria corporal guarda historias antiguas y que sanar no siempre ocurre con luz plena, sino también aprendiendo a habitar la penumbra sin huir.
Volver a la cama sin correr, respirar en la oscuridad y reconocer conscientemente que estamos a salvo es un acto íntimo de madurez emocional. Es el encuentro entre el adulto que somos y el miedo antiguo que aún vive en nosotros. Cuando ese encuentro ocurre, la noche ya no persigue: acompaña.
“No temas, porque yo estoy contigo; no desmayes, porque yo soy tu Dios que te esfuerzo; siempre te ayudaré, siempre te sustentaré con la diestra de mi justicia.” Isaías 41:10
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