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Álvaro Uribe Vélez, el expresidente que durante años concentró un poder casi absoluto en Colombia, atraviesa hoy una etapa que marca el final de una era. Enfermo, políticamente aislado y cada vez más acorralado por la justicia, su figura ya no convoca multitudes ni impone silencios. El líder que dominó la agenda nacional y polarizó al país como ningún otro enfrenta ahora el desgaste inevitable del tiempo, la pérdida de influencia y el juicio implacable de la historia.
En medio del agite electoral que comienza a tomar forma, Uribe recorre regiones del país intentando reanimar una base que ya no responde con el fervor de antaño. En municipios del Valle del Cauca y Antioquia, su tierra natal, las plazas que antes rebosaban seguidores hoy lucen semivacías. Las convocatorias no generan entusiasmo y los aplausos suenan tibios. El expresidente camina rodeado de un amplio esquema de seguridad, pero aislado políticamente, mientras algunos ciudadanos se atreven a increparlo por los falsos positivos, por decisiones que afectaron a los trabajadores y por los escándalos que marcaron su paso por el poder.
Del hombre de carácter férreo, del dirigente que confrontaba sin titubeos a sus adversarios y marcaba la línea política del país, queda apenas un reflejo. El arquitecto de la “seguridad democrática”, el de la consigna de “mano firme y corazón grande”, muestra hoy señales evidentes de agotamiento físico y emocional. Las batallas judiciales, las traiciones políticas y el paso de los años han erosionado a quien alguna vez parecía invencible.
Las imágenes que circulan en redes sociales no pasan desapercibidas, ni siquiera para sus seguidores más leales. Un rostro avejentado, ojeras profundas, manchas visibles en la piel y una expresión cansada alimentan la percepción de que su estado de salud no es el mejor. Más allá de lo físico, lo que realmente inquieta a su círculo cercano es el debilitamiento de su autoridad política. Ya no ordena, ya no define, ya no es imprescindible.
Incluso dentro de su propio partido, el Centro Democrático, la figura de Uribe ha dejado de ser el eje incuestionable. Muchos de los dirigentes que antes imitaban sus gestos y repetían sus frases hoy guardan distancia o buscan construir su propio camino. A su finca llegan cada vez menos figuras de peso; quienes aún buscan su respaldo son, en su mayoría, actores políticos sin mayor proyección, conscientes de que el capital electoral del antiguo patrón se ha reducido de manera drástica.
El declive de Uribe no puede entenderse sin el largo listado de escándalos que marcaron su legado. Yidispolítica, parapolítica, Agro Ingreso Seguro, las interceptaciones ilegales del extinto DAS y los falsos positivos que comprometieron a militares, políticos y empresarios conforman un historial que durante años pareció no afectarlo. Su poder fue tan grande que los escándalos se deslizaban sin tocarlo directamente, siempre escudado en el argumento de una supuesta persecución política.
Hoy, sin embargo, el panorama es distinto. La justicia, que durante tanto tiempo pareció distante, se ha convertido en una sombra permanente. Aunque el expresidente ha logrado sortear algunos procesos, su entorno familiar no ha tenido la misma suerte, y las decisiones judiciales han golpeado el corazón de su narrativa de invulnerabilidad. El mito del líder intocable se ha resquebrajado.
El gran caballista, el orador capaz de paralizar al país con una alocución, el hombre que enfrentó con determinación a la guerrilla más poderosa del hemisferio occidental, es ahora una figura que inspira más nostalgia que temor. Su historia deja una lección contundente: en la política colombiana nadie es eterno, ningún poder es absoluto y ningún líder, por más dominante que haya sido, logra escapar al desgaste del tiempo y a la rendición de cuentas.
A las puertas del ciclo electoral de 2026, Colombia observa el ocaso definitivo del hombre que encarnó como pocos el ejercicio crudo del poder. Álvaro Uribe Vélez, quien alguna vez fue más temido que amado y cuya influencia parecía infinita, transita hoy sus días entre la enfermedad, el cerco judicial y el abandono político. Su caída no es solo personal; es el cierre simbólico de una etapa de la historia nacional que marcó a fuego al país y que, para bien o para mal, ya pertenece al pasado. Las2Orillas
