
En el Aeropuerto Adolfo Suárez Madrid-Barajas, convertido de forma involuntaria en un refugio nocturno, confluyen cada noche decenas —y en determinados momentos cientos— de personas expulsadas del circuito residencial formal. No se trata únicamente de personas sin hogar en el sentido clásico, sino también de trabajadores con empleos precarios, migrantes atrapados en itinerarios administrativos interminables y pensionistas cuyos ingresos ya no alcanzan para sostener un techo. Las terminales, con sus baños, su calefacción y una sensación mínima de seguridad, ofrecen lo que la ciudad les niega. Frente a esta realidad, AENA ha endurecido progresivamente las restricciones de acceso y los desalojos, derivando a estas personas hacia albergues y recursos sociales saturados. La situación ha abierto un debate incómodo y persistente sobre el reparto de responsabilidades entre administraciones públicas, gestores aeroportuarios y organizaciones sociales, poniendo en evidencia las grietas de un sistema incapaz de dar respuesta a una pobreza que ya no puede ocultarse.
Desde una perspectiva estructural, la pobreza laboral en España no es un accidente coyuntural, sino el resultado de una combinación de factores socioculturales, políticos y económicos que han redefinido el significado mismo del empleo. Tener trabajo ya no garantiza cubrir necesidades básicas con dignidad, ni proyectar una vida autónoma y estable. Según datos del INE y de organismos europeos, España se sitúa de forma recurrente entre los países con mayor tasa de “trabajadores pobres” de la Unión Europea, un indicador que revela una fractura profunda en el modelo socioeconómico.
Uno de los factores económicos centrales es la estructura del mercado laboral español. Históricamente marcado por una alta temporalidad, una fuerte segmentación y un peso excesivo de sectores de bajo valor añadido —hostelería, turismo, comercio y servicios personales—, el empleo generado tiende a ser inestable y mal remunerado. A ello se suma una elevada proporción de contratos a tiempo parcial involuntarios, que impiden alcanzar ingresos suficientes incluso cuando se trabaja de manera continuada. Esta precarización no afecta únicamente a jóvenes o colectivos tradicionalmente vulnerables, sino que se ha extendido a trabajadores de mediana edad con trayectorias laborales largas.
Desde el punto de vista político, las reformas laborales implementadas desde la crisis de 2008 han contribuido a flexibilizar el empleo, pero también han debilitado la capacidad negociadora de los trabajadores. La moderación salarial, justificada durante años como herramienta para mejorar la competitividad, ha tenido como efecto colateral una pérdida sostenida de poder adquisitivo. Incluso en contextos de crecimiento económico, los salarios reales han mostrado una evolución estancada o regresiva, mientras el coste de la vida —especialmente en vivienda, energía y alimentación— ha aumentado de forma significativa.
La vivienda constituye, de hecho, uno de los principales vectores de la pobreza encubierta. En las grandes ciudades y áreas metropolitanas, el acceso a una vivienda digna consume una proporción desmesurada de los ingresos familiares. El auge del alquiler, la financiarización del mercado inmobiliario y la insuficiencia del parque público de vivienda han convertido el gasto residencial en un factor de empobrecimiento silencioso. Familias con empleo estable se ven obligadas a destinar más del 40 % de sus ingresos al pago del alquiler o la hipoteca, situándose en una situación de vulnerabilidad crónica que no siempre es detectada por los sistemas de protección social.
A esta dimensión económica se suma una dimensión sociocultural igualmente relevante. La pobreza encubierta se caracteriza por su invisibilidad, sostenida por mecanismos de autoexclusión simbólica y por un fuerte estigma social. En una cultura donde el empleo sigue siendo el principal marcador de normalidad y éxito, admitir dificultades económicas se percibe como un fracaso individual. Muchas personas mantienen una apariencia de estabilidad —consumo mínimo, endeudamiento, redes familiares— que oculta situaciones de precariedad real. Este fenómeno es especialmente acusado en lo que tradicionalmente se ha denominado clase media-baja, un grupo social que ha experimentado una pérdida progresiva de seguridad sin asumir plenamente su nueva posición estructural.
El endeudamiento actúa aquí como amortiguador temporal y como trampa estructural. Créditos al consumo, tarjetas revolving o aplazamientos de pago permiten sostener niveles básicos de gasto, pero generan una fragilidad financiera permanente. La pobreza encubierta no se expresa tanto en la carencia absoluta como en la imposibilidad de afrontar imprevistos: una avería, una enfermedad, un despido o una subida del alquiler pueden precipitar rápidamente situaciones de exclusión más severa.
Desde una perspectiva política, la arquitectura del Estado del bienestar en España presenta limitaciones significativas para abordar este fenómeno. Muchas ayudas sociales están diseñadas para situaciones de pobreza extrema o desempleo, dejando fuera a trabajadores con ingresos bajos pero regulares. El acceso a prestaciones suele estar condicionado por umbrales rígidos que no reflejan el coste real de la vida, especialmente en contextos urbanos. Como resultado, una parte significativa de la población queda atrapada en una “zona gris”: demasiado pobre para vivir con seguridad, pero demasiado “rica” para recibir apoyo institucional.
La pobreza encubierta tiene también efectos políticos de largo alcance. La sensación de esfuerzo sin recompensa, la inseguridad permanente y la percepción de abandono institucional erosionan la confianza en las instituciones democráticas. Este malestar difuso no siempre se traduce en movilización colectiva, sino en desafección, abstención electoral o adhesión a discursos simplificadores que prometen soluciones rápidas a problemas estructurales complejos.
En términos sociológicos, este fenómeno revela una transformación profunda del contrato social. El trabajo ha dejado de ser un garante de integración y se ha convertido, en muchos casos, en un factor de vulnerabilidad. La pobreza encubierta no es solo un problema de ingresos, sino de derechos, expectativas y reconocimiento social. Afecta a la salud mental, a la cohesión familiar y a la capacidad de planificación vital, generando una sociedad más frágil y desigual.
Abordar esta realidad exige políticas públicas integrales que vayan más allá de la creación de empleo en términos cuantitativos. Implica revisar el modelo productivo, fortalecer la negociación colectiva, garantizar salarios suficientes, regular el mercado de la vivienda y diseñar sistemas de protección social sensibles a la complejidad real de las trayectorias laborales. Pero también requiere un cambio cultural que permita nombrar y reconocer la pobreza cuando esta se disfraza de normalidad.
La pobreza encubierta en España no es una anomalía marginal, sino una de las expresiones más claras de una crisis estructural del modelo socioeconómico. Ignorarla supone aceptar una sociedad donde trabajar ya no es sinónimo de vivir con dignidad. Reconocerla es el primer paso para reconstruir un horizonte de seguridad material y cohesión social que hoy, para millones de personas, se ha vuelto frágil e incierto.

Redacción
Fuente de esta noticia: https://urbanbeatcontenidos.es/la-pobreza-encubierta-espana/
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