

Cuando la salud mental depende de una denuncia pública
En nuestra redacción recibimos hace algunas semanas una carta que, más que un mensaje, era un grito desesperado. Una madre relataba la odisea que atravesaba para conseguir atención adecuada para su hija adolescente, en plena crisis de salud mental. No pedía privilegios, ni reclamaba un trato preferencial: pedía empatía, escucha, contención. Pedía que alguien en el sistema de salud actuará antes de que fuera demasiado tarde.
Su historia —lamentablemente similar a tantas otras— nos llevó a reunirnos con ella y a intervenir ante la mutualista correspondiente para preguntar qué estaba ocurriendo en su caso puntual. El cambio fue inmediato. Casi automático. En cuestión de horas, la atención se reorganizó, se reforzó el seguimiento y aparecieron recursos que hasta el día anterior parecían inexistentes.
Ese giro repentino, que en apariencia podría celebrarse como una “respuesta eficaz”, revela en realidad una falla estructural inquietante: no puede ser que una denuncia ante un medio de comunicación sea la llave que abre puertas que deberían estar abiertas desde el primer momento.
La salud mental —especialmente la de niñas, niños y adolescentes— no admite demoras ni burocracias defensivas. Mucho menos puede depender de la capacidad de un familiar para exponer públicamente su dolor. Lo que esta madre vivió no debe considerarse una excepción afortunada, sino un síntoma grave de cómo se gestionan los casos críticos dentro del sistema.
Cuando un tratamiento mejora sólo después de que se interviene mediante un medio de prensa como un diario, lo que queda al descubierto no es eficiencia: es negligencia previa. Es desatención. Es falta de protocolos, de sensibilidad, de prioridad.
La salud mental sigue ocupando un lugar marginal en las agendas institucionales. Los equipos están sobrecargados, los recursos escasean, las esperas se extienden durante meses, y demasiadas veces el acompañamiento real llega tarde.
Pero ninguno de esos problemas justifica que la respuesta se active solamente cuando hay una mirada pública vigilante.
El caso de esta madre demuestra que cuando el sistema quiere, puede. Lo que falta es que quiera siempre, no sólo cuando un episodio amenaza con volverse noticia.
La atención de un adolescente en riesgo no puede depender de que su familia tenga el coraje —o el último recurso— de contar su historia en un diario. La salud mental exige políticas sólidas, mecanismos ágiles y equipos capacitados, pero también humanidad. Empatía. Y la convicción de que escuchar a tiempo puede salvar una vida.
Nuestro rol como medio es dar visibilidad a estas situaciones. Pero el rol del sistema de salud es evitar que esa visibilidad sea necesaria para que se actúe como corresponde.
Porque cuando la única salida es denunciar públicamente, lo que está fallando no es una mutualista: es un país entero que aún no comprende la urgencia de proteger a quienes más lo necesitan.
Padecimiento de una madre
El pasillo es frío, casi tanto como la sensación de impotencia que me atraviesa. Cata, con apenas 16 años, espera en la camilla envuelta en una sábana que más que abrigo parece un símbolo de la fragilidad que enfrenta. Afuera, en la guardia, la vida sigue como si nada: gente que llega, gente que se va, voces que se superponen. El contraste entre ese mundo indiferente y el abismo que enfrenta mi hija es brutal.
La madrugada avanza mientras esperamos que liberen una cama para internación. Pienso en todo lo que recorrimos durante cinco años: médicos, terapias, psiquiatras, nutricionistas, cambios de escuela, intentos, recaídas, esperanzas rotas, pequeñas victorias que parecieron gigantes. Pero también pienso en algo más grande que nosotras: en todas las familias que están atravesando lo mismo en silencio, sin herramientas, con miedo, con vergüenza o con sistemas de salud que no dan abasto.
En Uruguay —como en tantos países— el suicidio adolescente crece en silencio, como una sombra que nadie quiere mirar de frente. No aparece en campañas masivas, no es parte del debate público, no tiene portavoces. Los números, cuando aparecen, estremecen: jóvenes cada vez más chicos con autolesiones, ideas suicidas, trastornos alimentarios, ansiedad paralizante. Y, detrás de cada cifra, una familia que intenta sostener lo insostenible.
A las cuatro de la mañana nos informan que Cata será internada. Me acerco a ella y le acomodo el pelo. Me mira con los ojos hinchados de tanto llorar, agotada. Me dice apenas un susurro: “¿Me vas a acompañar?”. Le tomo la mano. “Siempre”, respondo. Es lo único que puedo asegurar, lo único que no admite duda. Todo lo demás es incertidumbre.
Cuando finalmente la internan, la habitación es mínima, casi vacía, con una luz tenue que pretende ser cálida pero solo proyecta cansancio. La enfermera le pide que entregue sus pertenencias: sin cordones, sin pulseras, sin elementos que puedan lastimarla. Un ritual doloroso, pero necesario. La veo entregarlo todo como quien se rinde, pero sé que no es rendición: es agotamiento, es desesperación, es un pedido de auxilio.
En los días siguientes comienzo a recorrer el sistema de salud mental de nuestra mutualista desde adentro, ese territorio opaco que solo conocen quienes llegan empujados por la urgencia. Falta de psiquiatras, falta de camas, falta de protocolos claros, falta de acompañamiento familiar, falta de recursos. Y aun así, profesionales que ponen el cuerpo, que se sientan en el piso junto a una adolescente para decirle que vale la pena luchar. Pero también instituciones que judicializan antes de contener, que se escudan en normas en vez de construir redes reales de cuidado.
Cata pasa de la crisis aguda a una calma frágil, sostenida por medicamentos y por un equipo reducido pero comprometido. Cada tarde llevo libros, dibujos, ropa. Cada tarde vuelvo con preguntas que nadie puede responder: ¿por qué el sistema reacciona cuando ya es tarde? ¿por qué las madres tenemos que convertirnos en especialistas para que nuestros hijos no se pierdan? ¿por qué la salud mental adolescente sigue siendo un tabú?
Un día, Cata me abraza. Fuerte, como hacía años no lo hacía. “Quiero volver a intentar”, me dice. Y esas palabras, simples pero enormes, abren una grieta de luz.
Esta no es una historia cerrada. No es un final ni una moraleja. Es el retrato —íntimo, doloroso y universal— de miles de familias que atraviesan la misma batalla silenciosa. La salud mental adolescente no puede seguir siendo un problema privado; necesita políticas públicas, prevención, recursos, escucha, presencia del Estado y de la comunidad.
Porque el suicidio no es un acto individual: es el síntoma extremo de un sistema que falla. Y mientras la sociedad siga mirando para otro lado, madres como yo seguiremos gritando por ayuda en un desierto. Pero seguiremos igual, porque en estas batallas la única derrota posible es dejar de luchar.
Juan Carlos Blanco Sommaruga
Fuente de esta noticia: https://grupormultimedio.com/carta-a-diario-la-r-de-una-madre-que-lucha-por-la-salud-mental-de-su-hija-id178620/
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