
La muerte del dramaturgo y guionista británico Tom Stoppard a los 88 años cierra una de las trayectorias más deslumbrantes de la escena contemporánea en lengua inglesa. El autor de obras de culto como “Rosencrantz y Guildenstern han muerto” y de guiones tan influyentes como “Shakespeare in Love” falleció en su domicilio del condado de Dorset, en el suroeste de Inglaterra, rodeado de su familia, según han confirmado su agencia y varios medios británicos como la BBC y The Guardian.
Su desaparición supone la pérdida de uno de los grandes nombres del teatro europeo de la segunda mitad del siglo XX y comienzos del XXI, un autor cuya “gimnasia verbal”, juego de ingenios y preguntas filosóficas dejaron una huella duradera tanto en los escenarios de Londres y Broadway como en la gran pantalla. Representado a menudo en España y el resto de Europa, Stoppard era para muchos un auténtico tesoro nacional del Reino Unido, pese a no haber nacido allí.
Un maestro del lenguaje que dio nombre al término “stoppardiano”
El alcance de su influencia fue tal que el Diccionario de Inglés de Oxford incorporó el adjetivo “stoppardiano” para describir obras marcadas por la combinación de ingenio sofisticado y reflexiones filosóficas. La propia definición alude a esa mezcla explosiva de diálogos afilados, humor elegante y cuestiones existenciales que caracterizaba sus textos.
Esta distinción, al alcance de muy pocos escritores, resume el lugar de Stoppard en la cultura anglosajona: un dramaturgo capaz de convertir debates sobre libre albedrío, destino, ciencia o política en piezas de teatro de enorme tirón popular. En España, buena parte de su obra se ha leído y representado en circuitos institucionales y alternativos, donde ese sello “stoppardiano” se asocia a montajes exigentes, pero muy agradecidos para el público.
Las compañías y teatros europeos han recurrido durante décadas a sus textos por esa mezcla de entretenimiento y densidad intelectual. Obras como “Arcadia” o “La costa de la utopía” se han programado en escenarios de referencia en Londres, Dublín, Berlín o Barcelona, consolidando su figura como uno de los dramaturgos más influyentes del continente.
En el ámbito académico, el adjetivo “stoppardiano” sirve ya como atajo para designar una forma muy concreta de teatro: juegos metateatrales, estructuras complejas y humor inteligente al servicio de ideas profundas. Algo que, con matices, también permeó muchos de los guiones que firmó, incluso cuando el cine apuntaba a públicos masivos.
De Tomáš Sträussler a Sir Tom Stoppard: una vida marcada por el exilio
Tom Stoppard nació en 1937 en Zlín, en la entonces Checoslovaquia, como Tomáš Sträussler, en el seno de una familia judía no practicante. La historia de Europa en los años treinta y cuarenta determinó su vida desde el principio: sus padres huyeron del avance nazi, en un periplo que les llevó primero a Singapur y después a la India.
En Singapur, su padre, médico de profesión y voluntario en el esfuerzo bélico británico, murió durante la guerra, según relataría más tarde el propio escritor. Ya en la India, su madre se casó con el militar británico Kenneth Stoppard, y el niño Tomáš pasó a llamarse Tom Stoppard, adoptando también una nueva nacionalidad y cultura. Esa transformación identitaria, que él mismo describía como una especie de renacer, sería una de las raíces de su obsesión literaria por la identidad, la pertenencia y el desarraigo.
En 1946 la familia se instaló definitivamente en el Reino Unido, donde el joven Stoppard asistió a un internado en Pocklington, Yorkshire. Años después, a través de parientes checos, supo que sus cuatro abuelos judíos habían sido asesinados en campos de concentración nazis. A menudo comentó que se sentía “increíblemente afortunado” por no haber tenido que vivir en primera persona esa experiencia, una sensación de suerte inmensa que atravesaba su visión del mundo.
Aunque siempre insistió en que nunca tuvo problemas de integración en la sociedad británica, reconocía que, en cierto modo, no se veía del todo dentro del mundo que le rodeaba. Esa conciencia de estar ligeramente “fuera de lugar”, de ser adoptado por una cultura que no era la suya de origen, se cuela en muchos personajes que no acaban de encajar o a los que llaman constantemente por otros nombres.
Del periodismo al escenario: los inicios de un dramaturgo deslumbrante
Stoppard no cursó estudios universitarios. A los 17 años, decidió dejar la escuela y hacerse periodista, primero en el Western Daily Press de Bristol. Desde muy pronto, sin embargo, su ambición real pasaba por el teatro: comenzó a escribir piezas para radio y a trabajar como crítico teatral, lo que le permitió conocer de cerca la escena británica de la época.
Su primera obra para la escena, “Enter a Free Man” (“Un hombre libre”), llegó a comienzos de los años sesenta, casi en paralelo a otros textos tempranos como “A Walk on the Water” (“Un paseo sobre el agua”), originalmente escrito para radio. Estos trabajos iniciales llamaron la atención por su tono ingenioso y su construcción teatral precisa, pero fue en 1966 cuando su carrera dio un salto espectacular.
Aquel año presentó en el Festival de Edimburgo “Rosencrantz and Guildenstern Are Dead” (“Rosencrantz y Guildenstern han muerto”), una pieza que sitúa en primer plano a dos personajes secundarios del “Hamlet” de Shakespeare y les convierte en protagonistas atrapados en una trama cuyo sentido se les escapa. La obra, que juega con el absurdo, la metaficción y el debate filosófico sobre el libre albedrío y el destino, se convirtió en un éxito inmediato.
En 1967 la obra dio el salto al National Theatre de Londres, donde Stoppard se convirtió en uno de los autores más jóvenes en ver un texto propio en ese escenario. Poco después desembarcó en Broadway y empezó a acumular premios Tony, consolidando su imagen de niño prodigio del teatro británico. “Rosencrantz y Guildenstern han muerto” acabaría siendo considerada una de las grandes obras del siglo XX y un ejemplo canónico de su estilo.
Una obra teatral vasta y profundamente europea
A lo largo de más de medio siglo, Stoppard firmó más de treinta obras de teatro, además de textos para radio y televisión. Entre sus títulos más citados figuran “Jumpers”, “Travesties”, “The Real Thing”, “Arcadia”, “Rock ’n’ Roll”, “The Coast of Utopia” (“La costa de la utopía: Viaje, Naufragio, Rescate”) y su última gran pieza, “Leopoldstadt”, estrenada en 2020 en el West End londinense.
En “Jumpers” (“Los saltadores”), por ejemplo, la llegada de unos astronautas británicos a la Luna sirve de marco a una sátira filosófica tan compleja como hilarante, donde se cruzan citas académicas, debates morales y acrobacias literales. Críticos y espectadores se dividieron entre quienes veían en ella su gran obra maestra y quienes la consideraban excesivamente artificiosa, pero el texto se consolidó como un referente del teatro intelectual de la época.
“Arcadia”, estrenada en 1993, entrelaza dos tiempos y dos grupos de personajes para explorar temas tan variados como la teoría del caos, la relación entre pasado y presente, la incertidumbre científica y hasta las diferentes escuelas de paisajismo y jardinería. La historia de una adolescente prodigio fascinada por las matemáticas y su tutor, amigo de Lord Byron, dialoga con una trama contemporánea en la que investigadores tratan de reconstruir, a trompicones, lo ocurrido en esa misma casa dos siglos antes.
Con “Rock ’n’ Roll”, Stoppard volvió a mirar hacia Europa del Este y a sus raíces checas, combinando la música de rock, la disidencia intelectual en la Checoslovaquia comunista y la poesía como forma de resistencia. En “La costa de la utopía”, una ambiciosa trilogía, se lanzó a dramatizar los grandes debates filosóficos de la Rusia prerrevolucionaria del siglo XIX, lo que le valió otro Premio Tony y numerosas producciones en el mundo anglosajón y en países europeos, incluida España.
Su despedida de los escenarios llegó con “Leopoldstadt”, una obra inspirada en su propia historia familiar, que muchos críticos describieron como una especie de “La lista de Schindler” para el teatro. Ambientada en Viena a comienzos del siglo XX, narra el ascenso y destrucción de una próspera familia judía marcada por el antisemitismo europeo y, finalmente, por los campos de exterminio. La pieza fue elogiada por su carga emotiva y su mirada íntima sobre la memoria del Holocausto, especialmente relevante para un autor cuyos cuatro abuelos fueron asesinados por los nazis.
Del West End a Hollywood: el salto al cine
Si el teatro fue su casa natural, el cine terminó de convertir a Stoppard en una figura conocida para millones de espectadores de Europa y del resto del mundo. Su desembarco serio en la gran pantalla llegó con la coescritura de “Brazil” (1985), la distopía barroca de Terry Gilliam, hoy considerada de culto. Por ese guion, firmado junto al propio Gilliam y Charles McKeown, obtuvo su primera nominación al Oscar.
Su consagración en Hollywood llegaría en 1998 con “Shakespeare in Love” (“Shakespeare enamorado”), dirigida por John Madden. La película, protagonizada por Gwyneth Paltrow y Joseph Fiennes, se convirtió en un éxito mundial y en un fenómeno de premios: ganó siete Oscar, incluido el de Mejor Guion Original para Stoppard y Marc Norman. Paradójicamente, muchos espectadores lo conocieron antes por esta comedia romántica de época que por su intenso trabajo teatral previo.
Además de sus guiones originales, Stoppard fue un reputado adaptador de novelas al cine. Entre otros títulos, firmó la versión cinematográfica de “El imperio del sol” de J. G. Ballard, dirigida por Steven Spielberg; “La casa Rusia”, basada en la obra de John le Carré; “Billy Bathgate” a partir de E. L. Doctorow; y ya en el siglo XXI, “Enigma”, “Anna Karenina” y “Tulip Fever”, todas ellas con un fuerte componente literario e histórico.
Los amantes del cine de espionaje y de la Guerra Fría suelen destacar su trabajo en “La casa Rusia” como una de las adaptaciones más finas de la obra de Le Carré, donde ningún plano ni línea de diálogo parece sobrar. Esta vocación por la precisión narrativa, heredada en parte de su experiencia teatral, le convirtió en un guionista muy solicitado para proyectos complejos.
Stoppard también llevó al cine su propia obra “Rosencrantz y Guildenstern Are Dead”, que dirigió él mismo. La película obtuvo el León de Oro en el Festival de Venecia de 1990, prueba de que su universo podía trasladarse con éxito al lenguaje cinematográfico sin perder rareza ni profundidad.
“Doctor de guiones” en grandes superproducciones
Más allá de los créditos oficiales, Stoppard fue uno de los grandes “script doctors” de Hollywood: ese tipo de guionista veterano que entra discretamente en un proyecto para pulir diálogos, reestructurar escenas y afinar personajes sin aparecer necesariamente en los títulos de crédito.
Su mano está documentada en superproducciones tan conocidas como “Indiana Jones y la última cruzada”, donde retocó buena parte de las líneas del personaje de Indiana y de su padre; “Star Wars: Episodio III – La venganza de los Sith”, ayudando a afinar los diálogos en la parte más oscura de la saga; o “Sleepy Hollow” y “K-19: The Widowmaker”. En algunos casos, su participación ha sido confirmada por los propios directores, aunque no figure en los créditos finales.
Se ha contado a menudo que, durante el rodaje de “La lista de Schindler”, Steven Spielberg llegó a llamarle de forma desesperada para discutir algunos pasajes del guion, hasta el punto de que, según la anécdota, lo sacó de la ducha para resolver dudas de última hora. Aunque su contribución no se reconoce oficialmente en la película, es vox pópuli en la industria que ayudó a perfeccionar ciertos diálogos clave.
En televisión también dejó huella con la adaptación de “Parade’s End” (“El final del desfile”) para HBO y la BBC, basada en las novelas de Ford Madox Ford y protagonizada, entre otros, por Benedict Cumberbatch y Rebecca Hall. La miniserie fue aplaudida por su pulso literario y la delicadeza con la que trataba el final del mundo eduardiano y el trauma de la Primera Guerra Mundial.
Todo este trabajo en la sombra consolidó su reputación en Hollywood como una especie de “médico de urgencias” para guiones con problemas, capaz de aportar estructura, ritmo y un humor sutil incluso en proyectos de gran presupuesto dirigidos a públicos masivos, incluidos los espectadores europeos.
Ideas, política y reconocimiento internacional
Stoppard se definía a sí mismo como “conservador con c minúscula”, casi más un liberal clásico que un militante de derechas al uso. En contraste con otros dramaturgos británicos de su generación, a menudo vinculados a la izquierda, apoyó en su momento la “revolución conservadora” de Margaret Thatcher, aunque sin hacer grandes exhibiciones públicas de sus posiciones políticas.
Su preocupación central, sin embargo, giraba en torno a los derechos humanos, la libertad política y la censura. Estas obsesiones se dejan ver en muchas de sus primeras obras, donde aparecen periodistas, disidentes, intelectuales o personajes atrapados en sistemas autoritarios. Su propia experiencia como niño refugiado procedente de la Europa ocupada marcó esa sensibilidad hacia la libertad individual y el rechazo a los totalitarismos.
En su trayectoria acumuló numerosos reconocimientos: cinco premios Tony por obras como “Rosencrantz and Guildenstern Are Dead”, “Travesties”, “The Real Thing” y “The Coast of Utopia”; el Oso de Plata en el Festival de Berlín; el ya mencionado León de Oro de Venecia; y la estatuilla de la Academia de Hollywood por “Shakespeare in Love”. En el Reino Unido fue nombrado caballero por la reina Isabel II, lo que formalizó un reconocimiento social que hacía años que tenía en la práctica.
Personalmente, se le describía como un hombre elegante, reservado y de humor irónico, con una vida sentimental agitada que incluyó tres matrimonios y diversas relaciones muy comentadas. Pese a su éxito, varios colegas insistían en que era difícil sentir envidia de él porque su talento iba acompañado de una generosidad que hacía más fácil su enorme prestigio.
Su círculo de amistades se movía entre la literatura, el teatro y la música popular. El cantante de The Rolling Stones, Mick Jagger, fue uno de los que le rindieron tributo tras conocerse su fallecimiento. Desde el mundo institucional, el rey Carlos III, aficionado al teatro y amigo personal, difundió un comunicado en el que lamentaba la pérdida de “uno de nuestros escritores más grandes”, subrayando su capacidad para desafiar, conmover e inspirar a las audiencias con su pluma.
Un estilo inconfundible que marcó a generaciones
El sello stoppardiano se reconoce en la agilidad de sus diálogos, el gusto por los juegos de palabras y la habilidad para mezclar temas aparentemente inconexos: filosofía académica y gimnasia, romanticismo y termodinámica, ciencia del caos y jardinería, rock y política checa, o judaísmo y memoria histórica, por citar algunos ejemplos.
En piezas como “Jumpers” o “Rock ’n’ Roll” se aprecia esa mezcla de erudición y desenfado: el público podía encontrarse discutiendo sobre Kant, la mecánica cuántica o las revueltas estudiantiles mientras los personajes saltaban literalmente por el escenario o debatían al ritmo de un vinilo. Esa combinación de registro alto y popular le permitió conectar tanto con espectadores muy formados como con quienes solo buscaban una buena historia bien contada.
En el terreno más íntimo, Stoppard nunca dejó del todo su primera vocación periodística. En entrevistas admitía que, de joven, soñaba con escribir crónicas desde aeropuertos africanos bajo el fuego de las ametralladoras, pero que le faltaba el arrojo necesario para hacer preguntas directas a la gente. “Siempre pensaba que el entrevistado iba a darme con la tetera en la cabeza o a llamar a la policía”, ironizaba, explicando así por qué se sintió más cómodo inventando personajes que interrogando a personas reales.
Sus obras llegaron con fuerza al público europeo, incluidos los espectadores españoles, a través de montajes en teatros de repertorio y festivales internacionales. Directores como Àlex Rigola llevaron títulos como “Rock ’n’ Roll” y otros textos al Teatre Lliure y a distintos escenarios del país, ayudando a consolidar su prestigio en la escena hispanohablante.
En su madurez, con piezas como “Leopoldstadt”, su escritura ganó en melancolía y reflexión histórica sin perder la chispa verbal. Muchos críticos señalaron que, lejos de repetirse, había encontrado una forma de cerrar el círculo entre su biografía, la memoria del Holocausto y las grandes preguntas sobre identidad y pertenencia que siempre habían latido en su obra.
Con la muerte de Tom Stoppard desaparece una figura que unía, en una sola persona, al dramaturgo de ideas, al guionista de culto y al artesano secreto de grandes superproducciones. Su legado se reparte entre los teatros europeos que seguirán montando sus textos, las películas que millones de espectadores conocen casi de memoria y ese adjetivo, “stoppardiano”, que ya resume una forma de entender el arte: pensar a fondo sin renunciar al placer del juego escénico y de la buena historia.
Postposmo
Fuente de esta noticia: https://www.postposmo.com/muere-tom-stoppard-genio-del-teatro-y-guionista-de-culto/
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