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En medio de una creciente tensión geopolítica hemisférica, Washington transmitió a Caracas un mensaje directo y sin precedentes: Nicolás Maduro aún tiene una oportunidad de abandonar el país con garantías personales, pero el margen de tiempo se agota. Esta advertencia llegó durante una comunicación reservada entre representantes estadounidenses y figuras del entorno presidencial venezolano, cuyo objetivo, según fuentes conocedoras del intercambio, era evaluar una salida negociada que evitara una escalada militar que ya parece tomar forma en el terreno.
La conversación, que involucró intermediarios de Brasil, Catar y Turquía, se produjo en un contexto donde Estados Unidos ha elevado drásticamente la presión contra el gobierno venezolano. No se trató de un diálogo protocolar, sino de un intento final por evitar un choque directo. Del lado estadounidense, la postura fue categórica: la única propuesta aceptable sería la renuncia inmediata de Maduro y su salida del país junto a sus familiares más cercanos, con garantías limitadas y exclusivas. Caracas, en cambio, buscaba un arreglo que preservara el control de las fuerzas armadas, aun cuando aceptaran ceder el poder formal a una coalición opositora, planteamiento que Washington consideró inaceptable.
El desacuerdo reflejó visiones irreconciliables, con tres puntos de fricción insuperables: la exigencia de amnistía total para el círculo gobernante venezolano, la intención de preservar el mando militar y la negativa de Maduro a aceptar una salida inmediata. Tras el fracaso de la llamada, no hubo nuevos contactos oficiales, y la posibilidad de una resolución diplomática pareció desvanecerse.
Mientras tanto, la Casa Blanca avanzó de forma visible hacia una nueva etapa de acciones. El gobierno estadounidense anunció la expansión de operaciones que, hasta ahora centradas en interdicciones marítimas en el Caribe, podrían incluir despliegues terrestres dentro de Venezuela. La designación reciente del llamado Cartel de los Soles como Organización Terrorista Extranjera dio un giro significativo al enfoque de Washington, al colocar a miembros del gobierno venezolano -incluyendo a Maduro, Diosdado Cabello y Vladimir Padrino López- en la misma categoría legal que líderes extremistas internacionales. Esta medida abre la puerta, según expertos, a que se invoque la Autorización para el Uso de la Fuerza Militar de 2001, utilizada históricamente como marco jurídico para operaciones estadounidenses en zonas de conflicto.
La retórica se ha acompañado de movimientos concretos. En el Caribe, la presencia militar estadounidense ha alcanzado niveles inusuales para misiones antidrogas, con el despliegue del portaaviones USS Gerald R. Ford, un submarino nuclear, aviones F-35 y otras embarcaciones de guerra. Aunque Washington sostiene que estas operaciones se enmarcan en la lucha contra el narcotráfico, analistas regionales afirman que la magnitud del despliegue configura un escenario con capacidad operativa mucho mayor, apto para acciones estratégicas.
En plataformas públicas, el expresidente Donald Trump advirtió que el espacio aéreo venezolano debía considerarse cerrado “en su totalidad”, mensaje interpretado por especialistas como un aviso táctico previo a potenciales intervenciones. Desde Caracas, el gobierno calificó las declaraciones y designaciones judiciales como parte de una narrativa fabricada para justificar una intervención extranjera, asegurando que el Estado se mantiene unido y preparado ante cualquier contingencia.
El tablero regional muestra hoy una combinación de advertencias diplomáticas, movimientos militares y decisiones jurídicas que han creado un clima de incertidumbre inédito en los últimos años. Tras el fallido intento de negociación, la pregunta ya no es si habrá consecuencias, sino cuáles y cuándo. En este escenario, Venezuela se ha convertido en epicentro de un pulso geopolítico donde cada gesto, cada palabra y cada decisión tiene peso estratégico.
carloscastaneda@prensamercosur.org
