
Los biomarcadores necesarios en salud se han convertido en uno de los pilares de la medicina moderna. Gracias a ellos podemos saber qué está pasando “por dentro” mucho antes de que aparezcan síntomas claros, ajustar tratamientos al milímetro y anticipar riesgos que, de otra manera, pasarían desapercibidos durante años.
En los últimos años, con el auge de la medicina personalizada y de precisión, el concepto de biomarcador ha dado un salto enorme: ya no hablamos solo de colesterol o glucosa, sino también de telómeros, metilación del ADN, microbiota o perfiles genómicos complejos. Esto está cambiando la forma de prevenir, diagnosticar y tratar desde enfermedades cardiovasculares hasta cáncer, pasando por patologías raras y envejecimiento prematuro.
Qué es exactamente un biomarcador y por qué importa tanto
En términos sencillos, un biomarcador es una característica biológica medible (molecula, célula, imagen, señal fisiológica…) que refleja un proceso del organismo: puede ser un estado normal, una enfermedad o la respuesta a un tratamiento. No tiene por qué ser solo una sustancia en sangre; puede ser una proteína, un metabolito, un fragmento de ADN, una imagen de resonancia o incluso un parámetro físico.
En el terreno clínico se suele trabajar sobre todo con biomarcadores biológicos cuantificables presentes en sangre, orina, heces u otros tejidos: proteínas (como troponina, PCR o hormonas), metabolitos (glucosa, lípidos, ácido úrico) y ácidos nucleicos (genes, mutaciones, firmas genómicas). Pero también hay biomarcadores de imagen, funcionales, mecánicos o incluso psicológicos y conductuales, aunque aquí nos centraremos, sobre todo, en los biológicos.
Un buen biomarcador debe ser específico, sensible, reproducible y clínicamente relevante. Es decir, tiene que identificar con precisión una condición concreta, discriminarla bien de otras, dar resultados consistentes en distintos laboratorios y aportar información útil para decidir qué hacer con el paciente (diagnóstico, tratamiento, seguimiento o prevención).
Además, la utilidad de un biomarcador no se presupone: debe demostrarse con estudios sólidos, primero a nivel analítico (que la prueba mide bien lo que dice medir) y después a nivel clínico (que realmente se asocia con desenlaces importantes: aparición de enfermedad, respuesta terapéutica, complicaciones, mortalidad, etc.).

Tipos de biomarcadores según su función clínica
Para no perderse en la selva de siglas y nombres raros, conviene tener claro que los biomarcadores se suelen agrupar según para qué se usan en la práctica. Un mismo marcador puede encajar en más de una categoría, pero a efectos clínicos se distinguen varias funciones clave.
En medicina de precisión se habla de cuatro grandes grupos: susceptibilidad o riesgo, diagnóstico, pronóstico y predictivos de respuesta terapéutica o seguridad. A estos se añaden, en la práctica diaria, marcadores de monitorización o seguimiento y biomarcadores de respuesta farmacológica.
Los biomarcadores de susceptibilidad o predisposición indican la probabilidad de que una persona desarrolle una enfermedad en el futuro. Ejemplos clásicos son las mutaciones en BRCA1 y BRCA2, que aumentan el riesgo de cáncer de mama y ovario, o ciertos polimorfismos relacionados con enfermedades metabólicas o neurodegenerativas.
Los biomarcadores de diagnóstico sirven para confirmar o descartar una enfermedad concreta. Un ejemplo muy conocido es la troponina en el infarto agudo de miocardio, o el PSA (antígeno prostático específico) en la sospecha de cáncer de próstata, así como mutaciones o firmas genéticas específicas en tumores que definen un subtipo concreto.
Los biomarcadores pronósticos informan de la probable evolución de la enfermedad (agresividad, riesgo de recaída, supervivencia). Niveles de PSA en cáncer de próstata, Ki-67 en cáncer de mama o ciertos perfiles genómicos tumorales son ejemplos típicos; también marcadores de inflamación crónica o de daño orgánico pueden encajar en este grupo.
Los biomarcadores predictivos permiten anticipar si un paciente va a responder (o no) a un tratamiento específico o si tendrá más efectos secundarios. El caso paradigmático es HER2 en cáncer de mama, que predice la eficacia de terapias dirigidas como trastuzumab; o mutaciones en KRAS/NRAS en cáncer colorrectal, que condicionan el uso de determinados anticuerpos monoclonales.
Por último, los biomarcadores de respuesta farmacológica o monitorización evalúan cómo está reaccionando el organismo a un tratamiento. Medir la glucosa en sangre para seguir la eficacia de la terapia en diabetes, la procalcitonina en la evolución de una sepsis o el CA-125 durante el tratamiento del cáncer de ovario son ejemplos claros.
Proceso para llevar un biomarcador del laboratorio a la consulta
Que un investigador descubra un posible biomarcador en un estudio ómico no significa que al día siguiente esté listo para usarse en el hospital. El camino es largo y pasa por cuatro grandes etapas: descubrimiento, desarrollo, validación y demostración de utilidad clínica.
En la fase de descubrimiento se identifican moléculas candidatas mediante herramientas de genómica, transcriptómica, proteómica o metabolómica. Hay que definir qué se quiere medir exactamente (gen, proteína, metabolito), en qué tipo de muestra (sangre, tejido, orina, heces…) y qué proceso biológico representa (diagnóstico, pronóstico, respuesta, etc.). Es clave que haya consenso científico en que ese biomarcador refleja el fenómeno fisiopatológico que se pretende capturar.
A continuación llega el desarrollo, donde se diseña y optimiza el método analítico para medir el biomarcador con fiabilidad: técnica concreta, calibración, controles de calidad, límites de detección, estabilidad de la muestra, etc. Esta fase a veces se infravalora, porque consume tiempo y recursos, pero es decisiva para que luego la prueba funcione en condiciones reales.
Después viene la validación, que tiene dos patas: analítica y clínica. La validación analítica verifica que la prueba mide con exactitud, precisión y reproducibilidad el analito que nos interesa, dentro de un rango de concentración determinado, y que los resultados se mantienen estables en diferentes condiciones y laboratorios.
La validación clínica se centra en demostrar que existe una asociación robusta entre el biomarcador y un desenlace clínico relevante (diagnóstico de enfermedad, progresión, respuesta a tratamiento, mortalidad, etc.). Se evalúan parámetros como sensibilidad, especificidad, valores predictivos, reproducibilidad entre centros y capacidad de discriminación mediante curvas ROC y área bajo la curva (AUC).
Por último, hay que demostrar la utilidad clínica: que incorporar ese biomarcador al manejo del paciente cambia decisiones y mejora resultados en comparación con no usarlo. Es decir, que no solo predice bien, sino que permite tratar mejor, evitar complicaciones, reducir toxicidad o hacer un uso más eficiente de los recursos.
Retos metodológicos en la validación de biomarcadores
Validar un biomarcador no es tan sencillo como hacer un par de análisis estadísticos rápidos. Hay cuestiones técnicas que complican bastante la película y, si no se tienen en cuenta, se corre el riesgo de inflar resultados o introducir sesgos que luego se traducen en errores clínicos.
Uno de los problemas habituales es la correlación intrasujeto: muchas veces se obtienen múltiples medidas del mismo biomarcador en un paciente (diferentes tiempos, distintas muestras de un tumor, etc.). Esas observaciones no son independientes, y analizarlas como si lo fueran aumenta el riesgo de falsos positivos. Para evitarlo se emplean modelos estadísticos que tienen en cuenta la estructura de correlación, como modelos lineales mixtos o ecuaciones de estimación generalizada.
Otro quebradero de cabeza es la multiplicidad. Con técnicas ómicas se pueden evaluar simultáneamente decenas o cientos de marcadores, distintas formas de medir cada uno y múltiples puntos de corte para biomarcadores continuos. Si se hacen muchos contrastes de hipótesis sin corrección, la probabilidad de encontrar asociaciones espurias se dispara.
Para controlar este problema se utilizan métodos de ajuste de la tasa de error de tipo I, como la corrección de Bonferroni (más conservadora, reduce potencia) o enfoques basados en la tasa de descubrimiento falso (FDR), como el procedimiento de Benjamini-Hochberg, que trabajan con el concepto de q-value (proporción esperada de falsos positivos entre los hallazgos significativos).
También hay multiplicidad cuando se analizan múltiples desenlaces clínicos en el mismo estudio (supervivencia global, supervivencia libre de progresión, respuesta radiológica, enfermedad estable, etc.) sin establecer una jerarquía clara o sin ajustar los análisis. Esto complica la interpretación y hace más difícil llegar a consensos sobre la utilidad real del biomarcador.
Junto a esto aparecen los sesgos de selección y confusión, muy frecuentes en estudios retrospectivos con muestras almacenadas. Diferencias sistemáticas entre los grupos de comparación (por ejemplo, pacientes con distintos niveles del biomarcador que también difieren en edad, estadio de enfermedad o tratamiento recibido) pueden distorsionar las asociaciones. Para mitigarlo se recurre a modelos multivariantes, emparejamiento por factores clave o uso de índices de propensión que simulan parcialmente las condiciones de un ensayo aleatorizado.
Además, el diseño óptimo del estudio depende del tipo de biomarcador. Los pronósticos pueden empezar a validarse retrospectivamente, pero tarde o temprano requieren validación multicéntrica y ensayos prospectivos para confirmar su utilidad clínica. Los predictivos son aún más exigentes: necesitan ensayos controlados aleatorizados con diseño de interacción, o al menos análisis retrospectivos muy bien hechos de estudios previos, para demostrar que el efecto del tratamiento cambia según el estatus del biomarcador.
Biomarcadores esenciales para evaluar el estado de salud y la longevidad
Más allá de los marcadores ultraespecializados, hay un conjunto de biomarcadores que resultan clave para tomar el pulso global a la salud y al envejecimiento de una persona. Algunos son muy conocidos y se piden en cualquier analítica básica, y otros son más avanzados pero cada vez más accesibles.
Un primer bloque lo forman los parámetros antropométricos y de composición corporal. El peso, aunque parezca obvio, es uno de los mejores predictores de salud y longevidad, siempre interpretado en relación con la estatura mediante el índice de masa corporal (IMC). Valores por encima de 30 se asocian con una pérdida drástica de esperanza de vida, mientras que mantenerse en un rango saludable se vincula con menor riesgo de enfermedades crónicas.
El perímetro abdominal aporta información adicional sobre la grasa visceral, que es mucho más peligrosa que la grasa subcutánea. Un exceso de grasa intraabdominal altera el funcionamiento hormonal (estrógenos, cortisol, insulina), favorece la inflamación sistémica y se vincula a peor calidad de vida, discapacidad y aumento de riesgo cardiovascular. Estrategias como el ayuno intermitente bien pautado o la restricción calórica moderada se han relacionado con mejores perfiles en estos marcadores.
En el terreno metabólico, la glucosa en ayunas y la hemoglobina glicosilada (HbA1c) son pilares para evaluar el control glucémico a corto y medio plazo, respectivamente. Niveles elevados indican resistencia a la insulina y un mayor riesgo de diabetes, envejecimiento acelerado, daño vascular y mortalidad. La HbA1c, en particular, refleja el comportamiento de la glucosa durante los últimos 2-3 meses y es uno de los biomarcadores más útiles para entender el “clima glucémico” del organismo.
El perfil lipídico también es incuestionable cuando se habla de riesgo cardiovascular y longevidad. HDL (colesterol “bueno”), LDL (colesterol “malo”), triglicéridos, lipoproteína(a) y homocisteína permiten estimar la probabilidad de enfermedad arterial y eventos como infarto o ictus. La lipoproteína(a), muy influida por la genética, marca el riesgo vascular familiar y es difícil de modificar; la homocisteína, cuando se eleva, indica mayor estrés oxidativo y daño endotelial.
Los marcadores de inflamación de bajo grado, como la proteína C reactiva (PCR) ultrasensible y el fibrinógeno, sirven para medir el “fuego de fondo” inflamatorio que se asocia a envejecimiento prematuro, aterosclerosis y peor pronóstico en múltiples patologías. Idealmente deberían estar lo más bajos posible, aunque pueden subir transitoriamente por infecciones, traumatismos o estrés intenso.
Biomarcadores avanzados relacionados con envejecimiento y mitocondrias
En el campo del well-ageing y la medicina preventiva, han ganado protagonismo biomarcadores más sofisticados que permiten afinar mucho la estimación de la edad biológica y del riesgo de deterioro futuro.
La longitud de los telómeros se ha popularizado como un indicador de envejecimiento celular. Los telómeros son secuencias repetitivas de ADN en los extremos de los cromosomas que los protegen del desgaste. Con cada división celular se acortan, y cuando llegan a un umbral crítico, la célula entra en senescencia o muere. Telómeros más largos se asocian, en general, con mayor longevidad y menor incidencia de enfermedades crónicas.
Una parte importante de la longitud telomérica viene determinada por la genética, pero factores como el estrés crónico, el mal descanso, la obesidad, la hiperglucemia mantenida, la mala alimentación y el sedentarismo también contribuyen a acortarlos. En sentido contrario, el ejercicio físico moderado y regular, técnicas de gestión del estrés (meditación, yoga, respiración consciente) y ciertos compuestos naturales podrían ayudar a preservar o, en algunos casos, incluso alargar la longitud telomérica.
La metilación del ADN es otro gran protagonista. La adición o retirada de grupos metilo en regiones específicas del genoma modifica la expresión génica sin alterar la secuencia, configurando lo que se conoce como epigenoma. Con la edad se observa un patrón de hipometilación global y hipermetilación localizada en zonas concretas, asociado a enfermedades crónicas. Esto ha permitido desarrollar relojes epigenéticos que estiman la edad biológica.
Un epigenoma excesivamente metilado en determinados sitios se relaciona con longevidad más corta. Cambios en dieta, ejercicio, exposición a toxinas, estrés y calidad del sueño pueden modular esos patrones. Además, algunos suplementos (como la N-acetilcisteína y otros moduladores del estado redox) se han estudiado como posibles herramientas para influir en la metilación, aunque todavía se necesita mucha investigación.
En el terreno de la energía celular destacan el NAD+ (nicotinamida adenina dinucleótido) y el glutatión. El NAD+ es un cofactor esencial para el metabolismo energético mitocondrial y la reparación del ADN. Mantenerlo en niveles adecuados resulta crucial para retrasar el deterioro mitocondrial y, por tanto, el envejecimiento funcional. Hay líneas de investigación en torno a precursores del NAD+ y otros activadores metabólicos.
El glutatión es el principal antioxidante intracelular. Algunas personas, por genética, lo producen en cantidades subóptimas y quedan más expuestas al daño oxidativo y a la inflamación crónica. Detectar un glutatión bajo puede orientar hacia estrategias de soporte (nutrición, suplementos específicos, terapias intravenosas) para restaurar el equilibrio redox y proteger la función mitocondrial.
Biomarcadores sanguíneos clave: un panel amplio para ver el conjunto
Si se quiere hacer una evaluación global de salud y riesgo de enfermedad, no basta con mirar dos o tres cifras sueltas. Un panel amplio de biomarcadores sanguíneos bien interpretado ofrece una fotografía mucho más completa.
En el terreno inflamatorio, además de la PCR y el fibrinógeno, el D-dímero permite valorar la presencia de procesos trombóticos activos o recientes. En el ámbito cardiovascular y metabólico, glucosa en ayunas, insulina basal, HbA1c, colesterol total, HDL, LDL, triglicéridos, homocisteína, ácido úrico y diferentes indicadores de función hepática (ALT, AST, GGT, fosfatasa alcalina, bilirrubina) forman el núcleo duro.
Los parámetros relacionados con el hierro —hierro sérico, ferritina y saturación de transferrina— ayudan a detectar tanto deficiencias como sobrecarga férrica, ambas con implicaciones relevantes en fatiga, capacidad funcional, riesgo cardiovascular y daño orgánico. La ferritina elevada, por ejemplo, se ha asociado tanto a inflamación crónica como a mayor riesgo de diabetes y enfermedades cardiovasculares.
El hemograma completo (CBC) aporta información sobre glóbulos rojos (recuento, hemoglobina, hematocrito, VCM, HCM, CHCM), glóbulos blancos y plaquetas. Estas cifras permiten detectar anemias, procesos inflamatorios o infecciosos, trastornos hematológicos y alteraciones en la capacidad de coagulación. Curiosamente, ciertos estudios han observado que valores de leucocitos y plaquetas en la parte baja del rango de referencia, pero dentro de la normalidad, se asocian a menor mortalidad global.
En hombres, el antígeno prostático específico (PSA) sigue siendo un referente para el cribado y seguimiento del cáncer de próstata, aunque hoy se complementa con biomarcadores más específicos como PCA3 o SelectMDx (en orina) para afinar el riesgo de tumor clínicamente significativo y evitar biopsias innecesarias.
El eje hormonal también entra en juego: testosterona, estrógenos, progesterona, FSH, LH, TSH, T3 libre, T4 libre, anticuerpos antitiroideos (como anti-TPO), cortisol, DHEA y factor de crecimiento similar a la insulina tipo 1 (IGF-1) ayudan a entender mejor el estado endocrino y la respuesta al estrés, así como posibles causas de baja energía, cambios de peso, alteraciones del ánimo, problemas de fertilidad o trastornos menstruales.
Más allá de la sangre: metabolómica, aminoácidos y ácidos grasos
Aunque la analítica sanguínea convencional es la herramienta más utilizada, hay pruebas avanzadas que permiten profundizar en el perfil metabólico y nutricional con bastante detalle.
La llamada prueba de ácidos orgánicos en orina (OAT) analiza metabolitos que resultan de diferentes rutas metabólicas. A través de estos marcadores se puede inferir el estado funcional de las mitocondrias, la presencia de estrés oxidativo, disbiosis intestinal, alteraciones en la síntesis de neurotransmisores o deficiencias de vitaminas y cofactores.
Los perfiles de aminoácidos (muchos de ellos incluidos en las baterías de ácidos orgánicos) permiten evaluar tanto los aminoácidos esenciales como los no esenciales y los condicionalmente indispensables. Esto resulta útil para entender mejor problemas de regeneración tisular, respuesta inmune, detoxificación, producción de enzimas, síntesis de hormonas y producción de energía.
En paralelo, el estudio de ácidos grasos en sangre (saturados, monoinsaturados y poliinsaturados, incluyendo omega 3, 6 y 9) sirve para estimar el equilibrio inflamatorio, el riesgo cardiovascular, la calidad de la dieta en términos de grasas y la eficacia de ciertas rutas enzimáticas (como la delta-6 desaturasa). Índices como el “omega-3 index” se han vinculado con protección frente a eventos cardiovasculares.
Estos enfoques integrados —metabolómica, perfil de aminoácidos y análisis de ácidos grasos— forman parte de una visión más funcional y personalizada de la salud, que busca detectar desajustes antes de que se traduzcan en enfermedad estructurada.
Microbiota y microbioma: biomarcadores intestinales que lo cambian todo
El intestino alberga entre 500 y 1.000 especies bacterianas distintas, además de virus, hongos y otros microorganismos. El conjunto de microorganismos se denomina microbiota, y el conjunto de sus genomas, microbioma. Hoy sabemos que su composición y diversidad influyen directamente en la digestión, la absorción de micronutrientes, la síntesis de vitaminas, la regulación del sistema inmune y la inflamación sistémica.
Las pruebas avanzadas de microbiota, basadas en técnicas como la PCR multiplex o la espectrometría MALDI-TOF, permiten identificar con bastante precisión los microorganismos presentes, su abundancia relativa y la presencia de patógenos o desequilibrios (disbiosis). Algunos paneles incluyen un Índice de Disbiosis que resume en un número de 1 a 5 cuánto se aleja el perfil del paciente del patrón considerado normobiótico.
Este tipo de análisis es especialmente útil en síntomas digestivos crónicos (distensión, diarrea, estreñimiento, dolor abdominal), enfermedades inflamatorias intestinales, síndrome de intestino irritable, autoinmunidad, alergias, intolerancias alimentarias, deficiencias nutricionales difíciles de explicar y cuadros de inflamación de bajo grado.
La microbiota, además, cambia muy rápido en respuesta a la dieta y es un factor relevante para la seguridad alimentaria. Se ha visto en modelos animales que una modificación brusca de la alimentación puede alterar significativamente la composición bacteriana en cuestión de horas o pocos días. En humanos, aunque los tiempos exactos varían, la idea general es la misma: ajustar la dieta hacia patrones más ricos en fibra, alimentos fermentados y nutrientes de calidad suele asociarse a mejoras en la diversidad y funcionalidad de la flora intestinal.
Contar con biomarcadores objetivos de microbiota facilita la construcción de planes de tratamiento individualizados (nutrición, probióticos, prebióticos, fitoterapia, cambios de estilo de vida) y permite monitorizar si realmente se está corrigiendo la disbiosis con el paso del tiempo.
Biomarcadores genéticos y epigenéticos en medicina de precisión
Las pruebas genéticas han abierto la puerta a una medicina mucho más personalizada. Analizando el ADN es posible detectar variantes y mutaciones que condicionan el riesgo de enfermedades (como BRCA1/2 en cáncer de mama y ovario, o alteraciones en genes de reparación del ADN en otros tumores), la respuesta a ciertos fármacos (farmacogenómica) o la tendencia a problemas metabólicos, cardiovasculares o neurológicos.
En oncología, paneles de biomarcadores genómicos complejos permiten clasificar mejor los tumores, seleccionar terapias dirigadas, decidir si conviene quimioterapia clásica, inmunoterapia o tratamientos combinados, y estimar la probabilidad de recaída. KRAS, NRAS, EGFR, ALK, BRAF, TP53 o HER2 son solo algunos de los genes que han saltado de los laboratorios de investigación a la práctica clínica diaria.
En paralelo, las pruebas epigenéticas empiezan a usarse como ventanas privilegiadas a la edad biológica y al impacto real del estilo de vida en la expresión génica. Analizando patrones de metilación del ADN en cientos o miles de sitios específicos, distintos relojes epigenéticos (como los de Horvath, Hannum o Weidner) estiman cuántos años “tiene” biológicamente una persona frente a su edad cronológica.
Estas herramientas se están posicionando como un complemento de alto valor en programas de medicina preventiva y longevidad, ya que permiten validar objetivamente si los cambios de estilo de vida (alimentación, sueño, ejercicio, manejo del estrés, suplementos) están “rejuveneciendo” el organismo a nivel molecular o no.
Además, hay pruebas específicas basadas en glicanos (azúcares que recubren proteínas como la inmunoglobulina G) que evalúan el estado inflamatorio crónico de bajo grado y se han propuesto como marcadores sensibles del proceso de envejecimiento, integrando componentes genéticos, epigenéticos y ambientales.
Biomarcadores en oncología, cardiología, riñón, hígado y sepsis
En oncología, los biomarcadores han supuesto un auténtico punto de inflexión. En tumores sólidos, marcadores presentes en sangre, tejido o fluidos (como mutaciones específicas, sobreexpresiones de proteínas, firmas transcriptómicas o ADN tumoral circulante) permiten detectar el cáncer precozmente, clasificarlo mejor, ajustar la terapia y monitorizar la respuesta.
Se calcula que una gran mayoría de pacientes oncológicos necesitarán, a lo largo de su proceso, alguna prueba de biomarcadores para poder acceder a terapias de precisión. Esto ha generado la necesidad de catálogos oficiales de biomarcadores a nivel de sistemas nacionales de salud, para garantizar equidad en el acceso y homogeneizar la oferta diagnóstica en diferentes especialidades (onco-hematología, cardiopatías hereditarias, enfermedades metabólicas congénitas, patologías neuromusculares, trastornos del neurodesarrollo, etc.).
En cardiología, marcadores como las troponinas son imprescindibles para diagnosticar infarto agudo de miocardio, mientras que los péptidos natriuréticos (BNP, NT-proBNP) ayudan a valorar y seguir la insuficiencia cardiaca. La PCR ultrasensible aporta información sobre el componente inflamatorio del riesgo cardiovascular, y combinada con perfil lipídico y otros factores mejora la estratificación de riesgo.
En nefrología, creatinina y cistatina C son pilares para estimar la tasa de filtrado glomerular, pero se han incorporado biomarcadores más tempranos de daño renal agudo como NGAL o proadrenomedulina. En hepatología, las transaminasas (ALT, AST), la fosfatasa alcalina, la GGT y la bilirrubina permiten detectar citólisis, colestasis y alteraciones en la función sintética del hígado.
En el contexto de infecciones graves y sepsis, biomarcadores como la procalcitonina, determinadas interleucinas (IL-6, IL-8) y de nuevo la proadrenomedulina ayudan a diferenciar infección bacteriana de otros procesos, valorar la gravedad, guiar el uso de antibióticos y estimar pronóstico. Integrar estos datos con la clínica y otras pruebas de laboratorio es clave para tomar decisiones rápidas en situaciones críticas.
Biomarcadores en enfermedades raras y otras áreas emergentes
En patologías raras, disponer de biomarcadores fiables puede marcar la diferencia entre un seguimiento eficaz y el puro ensayo-error. En enfermedades lisosomales como la de Gaucher, el LysoGB1 se utiliza como marcador de actividad y respuesta al tratamiento. En la enfermedad de Niemann-Pick, el 7-ceto-colesterol sirve para monitorizar la acumulación de lípidos y la eficacia de la terapia.
Estos ejemplos ilustran cómo los biomarcadores son especialmente valiosos cuando la enfermedad es infrecuente, el cuadro clínico complejo y los tratamientos muy costosos. Permiten ajustar dosis, detectar fallos terapéuticos precozmente y evitar intervenciones innecesarias o potencialmente dañinas.
La expansión de catálogos oficiales de biomarcadores en sistemas públicos de salud incluye también áreas como enfermedades respiratorias, renales y urogenitales, digestivas, dermatológicas, endocrinas, hematológicas hereditarias, inmunodeficiencias, autoinmunidad, anomalías fetales y trastornos de la fertilidad, entre otras.
Para que todo esto funcione, no basta con disponer de la tecnología: se requiere marco regulatorio claro, procedimientos de actualización ágiles y basados en evidencia y proactividad en la gestión de los riesgos del diagnóstico, financiación adecuada, coordinación entre comunidades autónomas o regiones, y transparencia sobre qué centros pueden realizar qué pruebas y en qué condiciones.
Tomados en conjunto, los biomarcadores necesarios en salud ofrecen una forma mucho más fina y adelantada de entender lo que ocurre en nuestro organismo, desde la inflamación silenciosa o la resistencia a la insulina hasta la biología íntima de un tumor o el ritmo real al que envejecen nuestras células; medirlos de forma periódica, interpretar su tendencia en el tiempo y combinarlos con la historia clínica, el estilo de vida y la genética permite pasar de una medicina reactiva, centrada en apagar fuegos, a una medicina verdaderamente preventiva y personalizada, donde las decisiones se toman con datos en la mano y margen de maniobra suficiente para cambiar el curso de la enfermedad y prolongar, con calidad, los años de vida.
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Fuente de esta noticia: https://www.postposmo.com/biomarcadores-necesarios-en-salud-guia-completa-y-actual/
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