

Nietzsche escribió en su libro El anticristo: «¿Qué es lo bueno? Todo lo que aumenta el sentimiento de poder, la voluntad de poder, el poder mismo en el hombre».
Este es un ejemplo pertinente de lo que Agustín denominó «la ciudad del hombre» y «el amor propio, hasta el punto del desprecio por Dios», que contrasta radicalmente con «el amor a Dios, hasta el punto del desprecio por uno mismo, [el cual] creó la ciudad celestial». De hecho, Nietzsche sabía que estaba presentando una visión opuesta de la humanidad y la sociedad, de ahí el título de su libro.
Aunque la visión de Agustín de una sociedad moldeada por la ciudad celestial sigue influyendo tanto en la izquierda como en la derecha del espectro político estadounidense, en muchos aspectos nos hemos convertido cada vez más en hijos de Nietzsche. Él se ha convertido en nuestro maestro.
A continuación, veremos tres aspectos de la filosofía de Nietzsche que influyen en nuestra política actual y algunas sugerencias sobre cómo aquellos que viven para la ciudad celestial podrían responder a un mundo político tan influenciado por él.
La sed de poder
Nietzsche enseñó una hermenéutica (una forma de ver el mundo) basada en el poder: «Mi idea es que cada cuerpo específico se esfuerza por convertirse en amo de todo el espacio, por extender su poder (su voluntad de poder) y por repeler todo lo que se le resiste».
La izquierda política ve cada vez más el mundo de esta manera. Existe una gran preocupación por igualar los desequilibrios de poder y promover la libertad eliminando los obstáculos para los grupos sociales que carecen de poder. Estos objetivos pueden ser admirables, pero junto a ellos han surgido teorías basadas en las filosofías de Nietzsche y Marx, que ven a las personas a través de las intersecciones de poder y abogan por una reversión de las dinámicas de poder social.
El evangelio es una hermenéutica de amor, no de poder egoísta
Y aunque la derecha política pueda verse a sí misma en oposición a este enfoque, el ascenso del populismo sugiere lo contrario. Para Nietzsche, la encarnación de la voluntad de poder era el Übermensch (el superhombre), el cual encarnaba los ideales que ahora vemos reflejados en los líderes populistas.
El populismo retrata al «pueblo» (el populus) como debilitado por los poderes corruptos —las «élites» en la cima de la sociedad— y por aquellos que llegan al populus desde fuera. Las complejas cuestiones sociales se reducen normalmente a esta narrativa corruptora/debilitadora, en la que el Übermensch es la única persona que «dice las cosas como son» y se ofrece a limpiar y restaurar la fuerza del pueblo. Si esto te suena familiar, ese es el objetivo.
Incluso cuando tiene algún uso explicativo, ver las cosas a través de los lentes del poder no puede trazar un camino constructivo hacia adelante. El poder reduce todo a un juego de suma cero. Haríamos bien en reflexionar sobre los regímenes sangrientos del siglo XX que, ya fuera respaldados por Nietzsche o Marx, veían el mundo de esta manera.
El evangelio es una hermenéutica de amor, no de poder egoísta. La realidad fundamental del universo es Cristo, «el cual, aunque existía en forma de Dios [e igual en poder], no consideró el ser igual a Dios como algo a qué aferrarse sino que se despojó a Sí mismo tomando forma de siervo» (Fil 2:6-7). Cristo dio Su vida por los demás, amándonos supremamente a través de Su sacrificio en la cruz. Los cristianos deben rechazar la mentalidad de «ganar a toda costa» y de «ganadores y perdedores». Amar a los demás no es lo mismo que afirmar todo lo que piensan; en cambio, el amor es buscar su bien, lo cual puede requerir un desacuerdo con gracia. Sin embargo, cuando vemos el mundo a través del amor, podemos imaginar un futuro de prosperidad mutua para todos, no solo para los ganadores.
La distorsión de la verdad
Uno de los problemas de que el poder sea lo fundamental es que distorsiona la verdad. Nietzsche escribió en sus notas: «Contra ese positivismo que se detiene ante los fenómenos, que dice “solo existen los hechos”, yo diría: no, son precisamente los hechos los que no existen, solo las interpretaciones».
Lo que era «verdad» para Nietzsche era la interpretación del grupo en el poder. Esto da lugar a una hermenéutica de la sospecha. Si los políticos hablan del «florecimiento de la sociedad», no pensamos que realmente crean lo que dicen; solo es una máscara retórica que manipula a la gente para que crea a aquellos que quieren aumentar su poder.
Y no solo ocurre con los políticos, también sospechamos unos de otros. Esto erosiona las relaciones y los cimientos mismos del diálogo civil. Deberíamos alarmarnos por el aumento de las noticias falsas, la borrosidad de los límites entre informar y comentar las noticias, las cámaras de eco de las redes sociales y la prevalencia de ambos lados del espectro político que adoptan tácticas que antes se reservaban para la propaganda en los regímenes totalitarios.
El apóstol Juan describe a Jesús como «lleno de gracia y de verdad» (Jn 1:14). Su gracia y Su verdad se revelan plenamente en la cruz, donde se encuentran la «verdad» objetiva e inquebrantable sobre nuestro pecado y Su asombrosa gracia.
Si vivimos para una ciudad celestial marcada por el amor a Dios y a los demás, la moralidad nunca puede ser meramente una función del poder
Cuando creemos esto, podemos ser caritativos con los demás mientras buscamos la verdad. Podemos tratar de ver lo mejor en ellos sin ser ingenuos: si el pecado y nuestra propensión al engaño son tan graves que Jesús tuvo que morir, ¿cómo podemos ser ingenuos? Pero si Jesús murió para extendernos Su gracia, ¿cómo no vamos a ser caritativos? La caridad consistirá en tratar de comprender a los demás y fomentar el buen diálogo, no porque las personas nunca tengan motivos ocultos, sino porque estamos lo suficientemente seguros en Cristo como para no caer en el escepticismo.
La erosión de la moralidad
Al igual que la erosión de la verdad, una hermenéutica del poder relativiza la moralidad. La moral es vista como meros valores que los que están en el poder imponen a los demás. Nietzsche escribió: «Las distinciones de los valores morales se originaron bien en una casta dominante, plácidamente consciente de ser diferente de los dominados, bien entre la clase dominada, los esclavos y dependientes de todo tipo».
Nietzsche concluyó a partir de este punto de vista que el judeocristianismo era una «moralidad de esclavos» que era perjudicial porque debilitaba la sociedad. De manera similar, hoy en día, en gran parte de la izquierda política, la ética judeocristiana, como los derechos de los no nacidos y de las personas con discapacidades (y, cada vez más, los derechos de los ancianos), la realidad fija del sexo biológico y las normas sexuales cristianas, no solo se consideran obsoletas, sino también peligrosas, como algo que inhibe nuestro avance hacia el «progreso».
Sin embargo, la relativización de la ética también se apodera de amplios sectores de la derecha, que tienden a pasar por alto los defectos de carácter de los líderes populistas y adoptan una retórica agresiva y xenófoba cuando describen a aquellos que se encuentran en su punto de mira político. En el Reino Unido (mi contexto familiar) en 2018, Boris Johnson describió a las mujeres musulmanas que llevan burkas y niqabs como que parecían «ladronas de bancos» y «buzones», lo que provocó la ira de los liberales, pero fortaleció su atractivo para su base populista. Abundan ejemplos similares en los Estados Unidos durante los dos últimos ciclos políticos.
Debemos ser conscientes de la terrible ironía de que nuestro testimonio se vea socavado al pasar por alto (o incluso justificar) las faltas morales de los políticos
¿Cómo podemos responder? Si vivimos para una ciudad celestial marcada por el amor a Dios y a los demás, la moralidad nunca puede ser meramente una función del poder; el poder debe servir al amor y al desarrollo de la humanidad. Esto no significa que podamos esperar que la gente esté de acuerdo con la moral cristiana, pero debemos estar seguros de que, lejos de ser peligrosa, la ética cristiana es el camino hacia el desarrollo.
Al mismo tiempo, debemos ser muy conscientes de la terrible ironía de que nuestro testimonio se vea socavado al pasar por alto (o incluso justificar) las faltas morales de los políticos que, en algunos ámbitos, promueven una postura ética judeocristiana. La humildad, la mansedumbre, el dominio propio, la honestidad y la caridad son cualidades dignas de elogio en los líderes con los que no estamos de acuerdo. Del mismo modo, el orgullo, la agresividad, la ira, el engaño y el engrandecimiento personal deben ser motivo de lamentación y denuncia en los líderes, incluso en aquellos cuyas políticas apoyamos.
Amor, no poder
Haríamos bien en prestar atención a la advertencia y exhortación de Agustín:
Mientras que algunos continuaron firmemente en lo que era el bien común de todos, es decir, en Dios mismo, y en Su eternidad, verdad y amor; otros, enamorados más bien de su propio poder, como si pudieran ser su propio bien […], se volvieron orgullosos, engañados, envidiosos. La causa, por lo tanto, de la bienaventuranza de los buenos es la adherencia a Dios.
O, como lo expresa Miqueas: «¡Él te ha mostrado, oh mortal, lo que es bueno! / ¿Y qué es lo que espera de ti el SEÑOR?: / Practicar la justicia, / amar la misericordia / y caminar humildemente ante tu Dios» (Mi 6:8, NVI).
Publicado originalmente en The Gospel Coalition. Traducido por María del Carmen Atiaga.
Pete Nicholas
Fuente de esta noticia: https://www.coalicionporelevangelio.org/articulo/no-dejes-nietzsche-maestro-politica/
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