

James Watson acaba de morir a los 97 años, pero su legado no es el de un héroe inmaculado. Detrás del mito del “descubridor del ADN” se esconde una historia de ego, discriminación y apropiación científica. Watson fue un genio, sí, pero también un símbolo de todo lo que la ciencia ha tenido que revisar con urgencia: el machismo estructural, el racismo disfrazado de genética y la arrogancia de quienes creen que el conocimiento justifica todo.
Rosalind Franklin: la mujer borrada del ADN
Durante décadas, los libros de texto contaron la historia del ADN como una aventura protagonizada por dos jóvenes brillantes: James Watson y Francis Crick. En 1953 publicaron el modelo de la doble hélice, esa estructura que guarda las instrucciones de la vida. En 1962, junto con Maurice Wilkins, recibieron el Premio Nobel de Medicina. Pero había una científica más, una mujer cuya contribución fue esencial y sistemáticamente borrada: Rosalind Franklin.

Franklin era una experta en cristalografía de rayos X en el King’s College de Londres. Fue ella quien capturó la famosa “Fotografía 51”, una imagen de difracción que mostraba con una nitidez sin precedentes la forma helicoidal del ADN. Esa imagen (obtenida sin su consentimiento) fue mostrada a Watson y Crick por Wilkins, y les permitió deducir la estructura final. Rosalind nunca fue informada de que su trabajo había sido utilizado, y murió en 1958 sin saber que su nombre sería relegado al pie de página de la historia científica.

Ese silenciamiento tiene nombre: el efecto Matilda, el fenómeno por el que los logros de las mujeres en ciencia son atribuidos a hombres de su entorno. En este caso, Franklin fue la mente olvidada detrás del descubrimiento más importante del siglo XX, mientras Watson se convertía en una celebridad global. Décadas después, documentos históricos demostraron que Rosalind ya había identificado la estructura helicoidal antes que ellos, pero fue la narrativa masculina la que quedó impresa en los libros y los Nobel.
Un Nobel con prejuicios: la genética al servicio del racismo
Watson no solo pasó a la historia por sus descubrimientos, sino también por su capacidad de convertir la ciencia en un arma ideológica. En 2007, durante una entrevista con The Sunday Times, declaró que era “pesimista sobre el futuro de África” porque “todas las pruebas indican que su inteligencia no es la misma que la nuestra”. En otras palabras, el hombre que había descifrado el código de la vida usó la genética para justificar teorías racistas sobre la supuesta inferioridad de las personas negras.

La comunidad científica reaccionó con indignación. Fue expulsado del Laboratorio Cold Spring Harbor, institución que había dirigido durante décadas, y perdió todos sus títulos honoríficos. Pero en lugar de retractarse, Watson se reafirmó. En el documental Decoding Watson (2019), aseguró sin titubeos: “Entre blancos y negros hay diferencias genéticas en los resultados de las pruebas de inteligencia”.

Nada más lejos de la realidad. La genética moderna ha demostrado que no existen razas biológicas humanas, y que las diferencias genéticas entre dos personas cualquiera son mínimas. La inteligencia no está codificada por el color de la piel, sino moldeada por factores como la educación, la pobreza o la alimentación. Pero Watson se negó a reconocerlo. En un giro irónico, el hombre que ayudó a revelar lo que nos hace iguales se dedicó a defender lo que nos separa.
Misoginia, elitismo y el culto al ego
Las sombras en la figura de Watson no se limitan al racismo. Su misoginia era tan pública como su soberbia. En La doble hélice (1968), su libro autobiográfico, describió a Rosalind Franklin con un tono condescendiente y machista, más pendiente de su aspecto físico que de su brillantez científica. “¿Qué aspecto tendría si se quitase las gafas e hiciera algo distinto con su pelo?”, escribió sobre una colega que ya había fallecido. En conferencias posteriores, dejó perlas del mismo calibre. Comentó que se sentía incómodo entrevistando a personas con sobrepeso porque “nunca contrataría a alguien gordo”, y que la exposición solar explicaría por qué “hay amantes latinos, pero no amantes ingleses”.

También hizo comentarios homófobos y sexistas, sugiriendo que las mujeres no deberían trabajar en ciencia si no eran “atractivas”. Watson, en definitiva, encarnó el prototipo del genio tóxico, convencido de que su inteligencia lo situaba por encima de la empatía. Para muchos, simboliza el peor rostro de la ciencia: brillante, pero profundamente desconectado de la ética y la humanidad.
Del pedestal al exilio científico
El declive de Watson fue tan sonoro como su ascenso. Tras las declaraciones racistas, fue apartado de conferencias, proyectos y homenajes. En 2014, vendió su medalla del Premio Nobel por casi cinco millones de dólares, alegando sentirse “marginado por la comunidad científica”. Sin embargo, la comunidad no lo exilió por capricho, sino porque había traicionado uno de los principios básicos de la ciencia: la evidencia no se usa para perpetuar prejuicios. En 2019, el mismo laboratorio que alguna vez lo veneró le retiró oficialmente todos sus títulos y distinciones. Era el fin del mito. Y, aunque su nombre seguirá en los libros de biología, su reputación quedó marcada para siempre.

Hoy, el caso de James Watson es mucho más que una historia de ciencia: es un recordatorio. La genialidad sin ética puede destruir más de lo que construye. Su vida demuestra que el conocimiento no otorga superioridad moral, y que la ciencia, sin justicia, puede convertirse en un instrumento de exclusión. Mientras Watson quedará para siempre como el hombre que describió la doble hélice, Rosalind Franklin emerge como la figura que encarna el valor y la precisión científica sin arrogancia ni prejuicio. Ella no recibió el Nobel, pero su nombre resuena más fuerte que nunca. La ironía final es que, en su intento por demostrar diferencias genéticas entre los seres humanos, Watson terminó probando otra cosa: que la verdadera evolución no está en los genes, sino en aprender a no repetir los errores del pasado.
Carolina Gutiérrez Argüelles
Fuente de esta noticia: https://ecoosfera.com/sci-innovacion/el-lado-oscuro-de-james-watson-adn/
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