

Durante las vacaciones, vi la película Cónclave, que ofrece una mirada llena de suspenso al mundo secreto de las tradiciones del Vaticano y las maniobras políticas de los cardenales cuando se reúnen para elegir un nuevo papa. La película está basada en una novela que leí el año pasado, escrita por Robert Harris.
Este no es el lugar para profundizar en la cinematografía, las actuaciones o la banda sonora (todas buenas), ni para desentrañar el exagerado giro de la trama. Dejando a un lado las intrigas palaciegas, lo que más me llamó la atención fue el hilo conductor de la narración: la batalla constante entre «progresistas» y «tradicionalistas» en la Iglesia católica.
Certeza versus duda: el debate central
La historia presenta facciones de cardenales, algunos más alineados con una visión más liberal de la iglesia y otros que creen que los fieles necesitan algo sólido. El cardenal Tedesco representa la visión tradicionalista y, en un momento dado, pronuncia un discurso que se hace eco tanto de la «dictadura del relativismo» del papa Benedicto XVI como de la cita de G. K. Chesterton sobre cómo la iglesia mueve el mundo.
Su tarea, cardenales electores, es elegir un nuevo capitán que ignore a los que dudan entre nosotros y mantenga firme el timón. Cada día surge algún nuevo «ismo». Pero no todas las ideas tienen el mismo valor. No todas las opiniones pueden recibir la importancia que merecen. Una vez que sucumbimos a «la dictadura del relativismo», como se la ha llamado acertadamente y, si intentamos sobrevivir acomodándonos a cada secta y moda pasajera del modernismo, nuestro barco está perdido. No necesitamos una iglesia que se mueva con el mundo, sino una iglesia que mueva el mundo.
Tedesco se erige como contrapunto al cardenal Thomas Lawrence, supervisor del cónclave, interpretado por Ralph Fiennes. Lawrence, que representa la visión progresista, pronuncia un discurso crucial, casi palabra por palabra tomado de la novela de Harris:
Hermanos y hermanas, tras una larga vida al servicio de nuestra madre la iglesia, permítanme decirles que el pecado que más temo por encima de todos es la certeza. La certeza es el gran enemigo de la unidad. La certeza es el enemigo mortal de la tolerancia. Ni siquiera Cristo estaba seguro al final. Gritó en su agonía a la hora novena en la cruz: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?». Nuestra fe es algo vivo precisamente porque camina de la mano de la duda. Si solo existiera la certeza y no hubiera duda, no habría misterio y, por lo tanto, no habría necesidad de fe. […] Oremos para que el Señor nos conceda un papa que dude y que, con sus dudas, siga haciendo de la fe católica algo vivo que pueda inspirar al mundo entero. Que Él nos conceda un papa que peque, pida perdón y siga adelante.
Fíjate en las suposiciones que se hacen aquí. La certeza no solo es un pecado, sino uno de los más temibles. La unidad es buena, la tolerancia es indispensable y la certeza amenaza ambas cosas. Nos parecemos más a Cristo cuando no tenemos certeza, así como Él parecía no tenerla en la cruz, y nuestra fe se hace más real cuanto más dudamos, porque la certeza es algo muerto que resuelve todos los misterios y hace que la fe sea innecesaria. En la vida de fe, la certeza es un vicio y la duda es una virtud.
A esto hay que responder con un simple: ¡Tonterías!
¿Poder o duda?
Fíjate primero en los evangelios. Jesús nunca elogia la duda. Por el contrario, lo vemos reprendiendo a Sus discípulos por su falta de fe, o preguntándoles con frustración: «¿Por qué dudaste?». Cuando elogia a las personas, es por su fe, una fe que le sorprende, independientemente de los antecedentes de la persona. «No temas», dice. «Solo cree».
Fíjate también en la historia de la iglesia. No es la duda lo que trae unidad a la iglesia, sino la confianza. Es la certeza en la verdad de la Palabra de Dios. Es la confianza en los grandes credos de la fe. La unidad fluye de la confesión de la verdad, no de una postura de incertidumbre perpetua.
No es la duda lo que trae unidad a la Iglesia, sino la confianza. Es la certeza en la verdad de la Palabra de Dios
Es más, a lo largo de la historia vemos ejemplos inspiradores de fe, especialmente aquellos que soportaron la noche oscura del alma o los susurros implacables del maligno. No es la duda lo que inspira al mundo, sino la fe que vence a la duda. No recordamos a Perpetua y Felicidad por acobardarse ante las fieras en el anfiteatro, sino por su valentía y convicción. Hoy no leemos obras de hombres y mujeres del pasado cuyas confusas reflexiones delataban sus incertidumbres, sino de aquellos que buscaron con denuedo la verdad e hicieron afirmaciones claras, sin importar el costo.
Por supuesto, la vida de fe no es fácil. Tomás dudó de la realidad de la resurrección. Varios discípulos dudaron de la verdad, incluso después de haber visto al Señor resucitado. Es de esperar que haya luchas. Por eso Judas nos dice que tengamos «misericordia de algunos que dudan». La honestidad acerca de nuestras dudas es una virtud, pero es la honestidad la que es digna de elogio, no la duda en sí misma.
Lo que necesitamos es una confianza profunda y duradera en el amor y la gracia de Dios, un saber en lo más profundo de nuestro ser que Dios es real
Sería difícil encontrar algo anterior al siglo pasado que considerara la certeza y la confianza como un pecado; como algo opuesto a la unidad, a la tolerancia o, Dios no lo quiera, a la fe. El gran teólogo holandés Herman Bavinck tituló uno de sus libros La certeza de la fe. La «certeza» en sí misma no es responsable de la persecución de los enemigos. Todo depende de aquello en lo que tengamos certeza. Alguien que esté convencido de la veracidad del Sermón del monte de Jesús estará más inclinado a soportar la persecución que a propagarla.
Duda y confianza
Para ser claros, no estamos hablando de la certeza al estilo de la Ilustración, que presume un conocimiento exhaustivo de los misterios de Dios. Lo que necesitamos es una confianza profunda y duradera en el amor y la gracia de Dios, un saber en lo más profundo de nuestro ser que Dios es real, que Jesús está vivo, que somos amados, que al final todo estará bien. «Sé en quién he creído…», cantamos. Lesslie Newbigin lo expresó así: «[No es] la confianza de quien afirma poseer un conocimiento demostrable e indudable. Es la confianza de quien ha escuchado y respondido al llamado: “Sígueme”, que viene del Dios, por quien y para quien todas las cosas fueron creadas».
Me doy cuenta de que una de las razones por las que algunos quieren presentar la duda como una virtud y convertir la certeza en un vicio es como respuesta a las iglesias que sofocan las preguntas difíciles, que actúan de manera cobarde y egocéntrica, o que reprimen cualquier expresión de duda o incertidumbre, obligando así a las conciencias sensibles a esconderse. En estas comunidades, la vergüenza acompaña a la lucha. No es de extrañar que algunos puedan reaccionar negativamente ante una determinada fe que no deja lugar a la duda.
A veces oscilamos entre la fe y la duda, pero el objetivo no es celebrar la duda, sino que nuestra fe brille con más fuerza
Pero el problema en estas comunidades de fe es la falta de honestidad, no la certeza. El problema es la hipocresía, no una fe establecida.
La duda es una parte normal de la vida cristiana. Como afirma Philip Ryken:
La fe y la duda no son como las alternativas de encendido y apagado de un interruptor, sino que se parecen más a los ajustes de un regulador de intensidad. A veces nuestra fe brilla con fuerza. A veces se atenúa […]. ¿Dónde nos encontramos en este momento en la dinámica entre la fe y la duda? ¿Y qué haría falta para que el Espíritu Santo iluminara nuestra fe?
Esa es la postura correcta. A veces oscilamos entre la fe y la duda, pero el objetivo no es celebrar la duda, sino que nuestra fe brille con más fuerza. Si las dudas están ganando y nuestra fe es tenue, queremos cambiar esa situación, no permanecer en ella. «¡Ayúdame en mi incredulidad!», clamamos.
La vida cristiana a veces implica noches oscuras del alma, temporadas de sequía espiritual, episodios inesperados de enfermedad y sufrimiento, y bloqueos intelectuales con algunas de las verdades afirmadas más audaces del cristianismo. La lucha no significa que seas un mal cristiano, solo uno normal. Aun así, nunca se nos dice que celebremos nuestras dudas, sino que trabajemos en ellas para alcanzar una fe fortalecida al otro lado.
Brad East plantea este punto en su libro Letters to a Future Saint [Cartas a un futuro santo]:
La duda no es un lugar de destino. Es una estación de paso. Es un obstáculo en el camino. Es real, es difícil y no es nada de lo que haya que avergonzarse. Pero tampoco es algo que debamos desear o buscar. Lo que buscamos es a Cristo. La marca de seguirlo bien es la fidelidad […]. Los mártires no mueren por un signo de interrogación. Mueren por el Cristo vivo. Por supuesto que Él me acompañará en mis dudas y ansiedades. Sin embargo, Su deseo más profundo es liberarme de ellas.
¡Amén! ¡Basta ya de validar la duda! No hay nada que atraiga en una persona que dice: «¡Ven a Jesús, para que puedas estar tan inseguro como yo!». Es la perseverancia lo que atrae, la confianza lo que convence y la fe lo que mueve montañas.
Publicado originalmente en The Gospel Coalition. Traducido por María del Carmen Atiaga.
Trevin Wax
Fuente de esta noticia: https://www.coalicionporelevangelio.org/articulo/basta-validar-duda/
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