

Desde mi praxis psicológica he sido testigo de muchas heridas causadas por mamá. Entre las técnicas aplicadas desde el enfoque cognitivo-conductual y la psicología sistémica se encuentra la “Carta a mamá”, un recurso profundamente sanador que permite a las hijas reconciliarse con su historia y con la figura materna.
He acompañado muchos procesos y leído muchas cartas, pero esta, en especial me conmovió profundamente. Porque en algún párrafo de ella cualquier hija puede verse reflejada. Lo importante, más allá del dolor, es comprender que no importa cuán profunda sea la herida: siempre existe un nuevo comienzo donde podemos aprender, crecer, ser mejores… y sanar.
Hoy, previa autorización de mi paciente y sin revelar su nombre, comparto esta carta con el deseo de que toque otras almas que también buscan reconciliarse con su historia materna.
CARTA A MI MADRE.
Querida mamá:
Hoy te escribo desde un lugar distinto. Ya no desde la herida, sino desde la comprensión. Desde ese espacio donde he podido mirar tu historia con compasión, sin juicios, sin exigencias, con el corazón más abierto y más maduro.
No todo lo que recibí de ti fue amor, aunque sé que todo lo hiciste desde el amor que conocías. Algunas cosas fueron miedo, silencios, culpa o cansancio. Durante años llamé “amor” a todo lo que dolía y no sabía nombrar. Crecer contigo fue aprender a leer entre líneas: cuando no hablabas, cuando te contenías, cuando te sacrificabas. Y en medio de ese silencio, confundí tu supervivencia con ternura.
Aprendí que amar era callar, aguantar, resistir. Que pedir era peligroso. Que mostrar mi necesidad era convertirme en una carga. Así, sin darme cuenta, comencé a desaparecer en mis propios vínculos. Me volví fuerte, sí… pero a veces esa fuerza era una armadura para no llorar, para no sentir, para no pedir.
Hoy reconozco que tú también fuiste hija. Que antes de ser madre fuiste una mujer con sueños, miedos y heridas que quizás nunca pudiste nombrar. Nadie te enseñó a abrazarte, y aun así me diste lo mejor que pudiste. Te observo y entiendo que hiciste lo que podías, con los recursos que tenías, en el contexto que te tocó vivir.
Y es aquí, en este punto de mi camino, donde decido dejar de exigirte lo que no pudiste darme. Porque ahora entiendo que la sanación no llega cuando el otro cambia, sino cuando elijo mirar con amor lo que antes miraba con dolor.
Te libero, mamá. Te libero de mis expectativas, de mis reproches silenciosos, de las veces que quise que fueras distinta. Y me libero a mí de seguir repitiendo las heridas que nos unieron.
Elijo honrarte sin cargar con tu historia.
Elijo agradecerte sin idealizarte.
Elijo amarte sin perderme.
Hoy abrazo a la mujer que fuiste, a la madre que intentó, a la niña que tal vez también necesitó consuelo. Y en ese abrazo, también me abrazo a mí. Porque al sanarte dentro de mí, me reconcilio con mi linaje, con la vida, con la mujer que soy.
Gracias por haberme dado la vida, por haberme enseñado, incluso a través del dolor, a reconocer mi valor, mi ternura, mi fortaleza. Gracias por mostrarme que el amor también puede reconstruirse, resignificarse y transformarse en algo más consciente y luminoso.
Hoy puedo decirte con el alma:
Te perdono, te comprendo, te honro y te amo. Y mientras sano a mamá en mí, aprendo a ser mi propia madre: más dulce, más paciente, más libre.
Porque sanar a mamá no es olvidar lo que dolió, es dejar de vivir desde la herida. Es aprender a mirar con los ojos del alma y decir:
“Ya está bien, mamá. Ya podemos descansar. Ya podemos amarnos sin dolor.”
“He aquí, herencia de Jehová son los hijos; cosa de estima el fruto del vientre. Como saetas en mano del valiente, así son los hijos habidos en la juventud. Bienaventurado el hombre que llenó su aljaba de ellos.” Salmos 127:3-5
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