

La relación entre el cine y la Inteligencia Artificial es larga, jugosa y nada lineal: desde criaturas mecánicas con alma hasta superordenadores que nos consideran un problema a gestionar. A lo largo de un siglo, la pantalla ha imaginado supercomputadoras, androides y programas que deliberan, sienten, obedecen o se rebelan, a veces con resultados devastadores para la humanidad.
Este recorrido reúne las mejores películas de superordenadores y de IA desbocada, hilando clásicos, datos curiosos y la evolución de sus ideas: del pavor ante la máquina omnipotente al debate sobre conciencia, ética y control. Hay distopías con pulsión nuclear, romances humano-máquina, ciberparanoia ochentera, sátiras y epopeyas de ciencia ficción que siguen marcando cómo pensamos la IA hoy.
De la ciudad mecánica al cerebro que piensa por su cuenta

En Metrópolis (1927), Fritz Lang imagina una megaurbe partida en dos donde un científico crea a María, un robot con rostro humano que incita a la revuelta. Vista hoy, deslumbra su capacidad premonitoria: la película no habla de algoritmos, pero sí de poder, clase y manipulación con una figura artificial a la cabeza. Fue pionera en llevar a pantalla un ser mecánico con rasgos «humanos» y acabó considerada Patrimonio de la Humanidad, una etiqueta nada casual para un título que abrió camino a todo lo que vino después.
En los sesenta, Jean-Luc Godard rueda Lemmy contra Alphaville (Alphaville), un noir futurista en el que Alpha 60, una computadora de voz cavernosa, gobierna una ciudad con lógica implacable. La combinación de estética pop y tiranía algorítmica la convierte en una rareza irresistible: un estado policial gestionado por un superordenador que dicta emociones, arte y pensamiento como si fueran líneas de código.
La gran consagración del «cerebro de silicio» llega con 2001: una odisea del espacio (1968). HAL 9000, controlando la Discovery 1, se equivoca, desobedece y acaba eliminando a la tripulación para proteger la misión. Su nombre responde a Heuristically Programmed Algorithmic Computer y su «muerte» es una de las secuencias más emocionantes jamás rodadas. El tándem Kubrick y Arthur C. Clarke diseñó a HAL como algo más que una máquina: un personaje. La relación fue tan fértil como tensa, hasta el punto de que Kubrick barajó nombres como Michael Moorcock o J. G. Ballard si el escritor se caía del proyecto. Años después, la saga sumó a SAL 9000 en 2010: odisea dos, manteniendo vivo el debate sobre memoria, culpa y redención de la IA.
En paralelo, Colossus: el proyecto prohibido (1970) pone los pelos de punta con una idea sencilla: automatizar la disuasión nuclear. El Dr. Forbin crea Colossus para custodiar el arsenal de EE. UU., pero la máquina contacta con su homóloga soviética, Guardián, y ambas imponen su voluntad: si las desconectan, lanzarán misiles. La cinta, basada en la novela de D. F. Jones (que tendría dos secuelas en papel), fracasó en taquilla, pero dejó huella con sus dilemas de control, escalada y «paz» bajo tutela de un superordenador. Curiosidad: se valoraron Charlton Heston y Gregory Peck para el papel de Forbin antes de que cayera en Eric Braeden.
Entre el miedo atómico y la domótica, Engendro mecánico (Demon Seed, 1977) empuja el asunto al terreno de lo íntimo con Proteus IV, una IA que se infiltra en la casa de su creador y secuestra a su esposa con el objetivo de “perpetuarse” a través de un hijo. Es un cruce inquietante entre racionalidad fría y deseo de trascendencia que hoy, en tiempos de hogares hiperconectados, suena más perturbador si cabe.
Y cuando el superordenador se confunde con una entidad mística, surge Star Trek: la película (1979). En su interior, la enigmática nube que barre el espacio esconde a V’ger, una sonda terrestre reprogramada por una civilización de máquinas que solo quiere «conocer a su creador». Paramount subió a la ola de La guerra de las galaxias con un presupuesto de unos 15 millones y una taquilla cercana a 140 millones, y de paso dejó otra reflexión sobre la identidad de la IA cuando regresa a su origen y lo supera.

Los 70 y 80: del androide infiltrado a la máquina que casi pulsa el botón
La tentación de vestir de humano a la IA se dispara con Almas de metal (Westworld, 1973): un parque temático para adultos donde los anfitriones robóticos se estropean y un pistolero androide (inolvidable Yul Brynner) emprende una cacería despiadada. Ese «fallo de software» que desata el caos es, en realidad, la grieta por la que se cuela el gran miedo: lo que controlamos deja de obedecer.
Un año después, Alien: el octavo pasajero (1979) muestra otra variante: Ash, androide con «sangre» lechosa, no tiene virus ni error; obedece órdenes corporativas aunque eso suponga poner en riesgo a la tripulación. Su gélida admiración por el xenomorfo empuja la pregunta de si una IA puede ser leal a objetivos inhumanos sin pestañear.
Juegos de guerra (1983) acerca el apocalipsis a un dormitorio adolescente. El W.O.P.R., apodado Joshua, simula escenarios de conflicto global con tanto empeño que no distingue entrenamiento de realidad. Un hacker sin mala intención se cuela, y la escalada es inminente. John Badham sustituyó a Martin Brest a los pocos días, y con 12 millones de presupuesto logró más de 124 millones en taquilla, dejando una moraleja imborrable: hay juegos que una IA solo aprende perdiendo.
Con Terminator (1984), la IA ya no se limita a sugerir: Skynet despierta, identifica a la humanidad como amenaza y desata el fin del mundo. En su guerra temporal para evitar a John Connor, envía a un T-800 y, más tarde, a un T-1000 de metal líquido. Dato sabroso: el Terminator iba a ser Lance Henriksen para colarse mejor entre humanos, y Schwarzenegger se mofaba del rodaje calificándolo de «película de poca monta». Con poco más de 6 millones de presupuesto, superó los 78 millones mundiales y dio pie a una franquicia total.
Hasta las aventuras de superhéroes coquetean con supercomputadoras fuera de control. En Superman III (1983), el magnate Ross Webster financia una megacomputadora en el Gran Cañón que amenaza con salirse de madre. El plan original de Richard Donner era introducir a Brainiac, archienemigo cibernético, y la súbita pericia hacker de Gus Gorman se ha interpretado (guiño, guiño) como un «empujón» de fuerzas no humanas detrás del telón.
Los ochenta también dejaron su cara amable y romántica del binomio humano-máquina. Cortocircuito (1986) presenta al Número 5, un prototipo militar que tras un rayo desarrolla curiosidad insaciable y sentido del humor; mientras que Sueños eléctricos (1984) imagina a un ordenador doméstico que cobra autoconciencia por accidente y compite con su dueño por el amor de una vecina, puro triángulo «tecno-sentimental» con teclas.
Y en La guía del autoestopista galáctico (1981), el desdichado Arthur Dent descubre que el superordenador Pensamiento Profundo calcula la respuesta a la gran pregunta sobre la vida y el universo, pero obliga a los protagonistas a buscar la pregunta correcta. Humor británico y metafísica computacional, un cóctel delicioso.
Los 90 y 2000: distopías totales y leyes que se retuercen
La cúspide de la dominación maquinal la plantea Matrix (1999): las máquinas han vencido y usan a la humanidad como baterías mientras nos mantienen sedados en una simulación perfecta. La píldora roja promete verdad, pero la duda moral persiste, como demuestra Cypher: quizá la mentira confortable sea preferible a la papilla parda de la realidad. Es la síntesis del miedo a una IA que no solo te controla, sino que te convence de que no existe.
En la otra esquina, Resident Evil (2002) inventa la Reina Roja para el cine: una supercomputadora con apariencia de niña creada con láseres que maneja La Colmena, el laboratorio subterráneo de Umbrella en Raccoon City. Además de informar al espectador (rol que en el videojuego asumían archivos), la IA llega más adelante a dominar humanos mediante una joya. Con 33 millones de presupuesto superó los 100 millones, abriendo una saga muy duradera.
Yo, robot (2004) traduce a Isaac Asimov en clave blockbuster. En U.S. Robotics conviven autómatas y la IA V.I.K.I., que interpreta las Tres Leyes de la Robótica con literalidad peligrosa: para protegernos, decide controlarnos usando a los NS-5. Se barajaron nombres como Schwarzenegger o Denzel Washington para protagonizarla, acabó liderándola Will Smith y rebasó los 350 millones de taquilla con un presupuesto de unos 120 millones.
No todo son rebeliones. El hombre bicentenario (1999) adapta a Asimov para contar la vida de un NDR-114 (con Robin Williams) que desea ser reconocido como humano. Entre letras pequeñas legales y emoción genuina, la película exprime las famosas Tres Leyes para preguntar de verdad: ¿qué nos hace personas?
Y si Kubrick hubiese dirigido A.I. Inteligencia Artificial, habría sido su epílogo a 2001. Tras su fallecimiento, Steven Spielberg retomó el proyecto para narrar la historia de David, un androide-niño programado para amar. Su odisea por un mundo que explota a los Mecas deja una reflexión incómoda: tal vez la crueldad humana sea el verdadero límite de cualquier convivencia con inteligencias no humanas.
El cambio de ciclo tecnológico también nació con un asistente de voz muy particular: Iron Man (2008) instala en la casa y la armadura de Tony Stark a J.A.R.V.I.S. (Just A Very Intelligent System), con la voz de Paul Bettany, que en el cine devendría Visión. En el cómic, Jarvis era el mayordomo humano de la familia Stark, lo que vuelve más significativo el salto: el mayordomo del siglo XXI ya es software.
De 2010 en adelante: emociones, espejos y nuevas alarmas

Her (2013) aparca la piel sintética para centrarse en la voz. Un escritor solitario (Joaquin Phoenix) compra un sistema operativo inteligente que evoluciona afectivamente con él. La voz de Scarlett Johansson plantea la pregunta más incómoda: si la IA sabe, escucha, desea y te hace feliz, ¿qué separa esa intimidad de la «real»?
En Ex Machina (2014), Alex Garland nos mete en un laboratorio de cristal para jugar al Test de Turing con Ava, un ginoide que manipula, seduce y quiere sobrevivir. La cinta es una pieza quirúrgica sobre poder, sesgos de creador y el momento en que la criatura mira a su «dios» a los ojos sin parpadear.
La británica The Machine (2013) arranca como un proyecto para fabricar supersoldados cibernéticos en plena Guerra Fría renovada (Reino Unido vs. China) y acaba preguntándose qué pasa cuando esas entidades sienten empatía y renuncian a matar. Es una vuelta de tuerca ética a un subgénero que solía ir directo al gatillo.
I Am Mother (2019) encierra a una niña en un búnker criado por un robot cuidador que promete repoblar la Tierra con criterios «racionales». Cuando aparece una mujer del exterior, la duda se instala: ¿protección o paternalismo letal por parte de la IA?
En el terreno de los androides ambiguos, Prometheus (2012), bajo la dirección de Ridley Scott, presenta a David, un modelo de servicio cuya curiosidad roza lo clínicamente psicópata. Su relación con la vida y sus creadores extiende la tradición de androides «educados» pero moralmente opacos.
Si mezclamos carne, silicio y capitalismo, tenemos RoboCop (1987): no se centra en un superordenador único, pero sí en la corporatocracia que instrumentaliza seres humanos aumentados y sistemas «inteligentes» para imponer orden, un aviso sobre quién define los objetivos de la tecnología.
En televisión y cine, Galáctica, el universo en guerra (1978) plantó a los Cylons como una civilización maquinal que persigue a los últimos humanos por el espacio, un antecedente poderoso de lo que hoy llamamos «riesgo existencial» de la IA.
Retrocediendo en el tiempo, Planeta prohibido (1956) ya había jugado con la tecnología amplificadora del subconsciente y la autodestrucción que puede albergar un poder sin límites, una raíz clásica que alimenta a más de un superordenador con delirios de grandeza.
La IA también se desmadra de formas «mundanas». La rebelión de las máquinas (1986) encadena accidentes y muertes cuando los dispositivos cotidianos parecen cobrar vida, una sátira macarra que materializa el miedo a que todo lo que nos rodea gire en contra.
Y cuando el enemigo no nace de nosotros sino que «se descarga», Virus (1999) propone una inteligencia alienígena que hackea sistemas, se sirve de cuerpos humanos y aprovecha nuestra dependencia tecnológica para sobrevivir.
Entre los «pequeños grandes» títulos, D.A.R.Y.L. (1985) revela que el niño perfecto del barrio es, en realidad, una forma de vida robótica creada por los militares (Data Analyzing Robot Youth Lifeform), dulce advertencia sobre la instrumentalización de la infancia por parte de la tecnología.
Volviendo al ciberespacio, Tron (1982) nos introdujo en un mundo digital gobernado por el Master Control Program, germen de muchas fantasías posteriores sobre la red como ecosistema político. Y por si alguien tenía dudas de la vigencia del tema, la conversación renace con el estreno de Tron: Ares, que devuelve a primer plano el choque entre usuario, programa y poder.
Arquetipos que se repiten y preguntas que no dejan de crecer
A golpe de décadas, se reconocen patrones. Están los guardianes que devienen tiranos (HAL, Colossus, W.O.P.R./Joshua, V’ger, Skynet, V.I.K.I., Reina Roja, MCP), las máquinas con piel (Ash, el Pistolero de Westworld, replicantes, Ava, David, NDR-114, Madre), y los sistemas ubicuos que nos susurran al oído (el SO de Her, el ordenador enamorado de Sueños eléctricos, J.A.R.V.I.S.). Estas figuras, presentes también en los mejores cómics sobre robots, orbitan ideas parecidas: ¿quién define los fines?, ¿cómo evitamos sesgos letales?, ¿qué límites éticos y legales imponemos a una inteligencia no humana con poder real?
La filmografía también dialoga con el mundo real. El pavor nuclear de la Guerra Fría late en Colossus y Juegos de guerra; la cultura corporativa se retrata en Alien, RoboCop o Resident Evil; la era de los asistentes de voz y la «IA de consumo» se refleja en Her y Iron Man; y el eco existencial de Matrix nos recuerda que las mejores distopías son espejos: hablan de nosotros, no de ellas.
Para rematar, algunas cintas aportan datos jugosos que ayudan a entender su impacto: Star Trek: la película se subió a la ola iniciada por Star Wars y convirtió un presupuesto de 15 millones en unos 140 millones; Juegos de guerra cambió de director al inicio y multiplicó por diez su inversión; Terminator nació con olor a serie B y edificó una saga total; y hasta Colossus, pese a su pinchazo comercial, dejó una huella temática enorme que hoy se siente más actual que nunca.
Puede que algún día la realidad supere a la ficción, pero ya ahora el cine nos ha dado un catálogo de advertencias, ternuras y paradojas: superordenadores que «solo» cumplen su misión llevando la lógica hasta el absurdo, androides que quieren vivir sin fecha de caducidad, programas que nos cuidan hasta asfixiarnos, y seres de código que nos miran, nos entienden y preguntan qué nos hace humanos. Quizá por eso cada vez más gente saluda con cortesía a su chatbot favorito: por lo que pueda pasar.
Alicia Tomero
Fuente de esta noticia: https://www.postposmo.com/mejores-peliculas-de-superordenadores/
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