

Hablar de ética de la compasión no es solo definir una emoción; es revisar cómo pensamos el bien y el mal cuando hay vidas concretas de por medio. Desde la metafísica de la voluntad en Schopenhauer hasta las reflexiones contemporáneas de Joan-Carles Mèlich, pasando por las propuestas de José Antonio Marina y Jesús Mosterín, se dibuja un mapa en el que la sensibilidad ante el sufrimiento es tan decisiva como cualquier principio abstracto.
Este recorrido tiene un pie en la filosofía y otro en la experiencia histórica. Auschwitz se convierte en un punto de inflexión que obliga a replantear si existen deberes universales válidos en todas las circunstancias, o si más bien lo ético sucede en la respuesta situada ante el dolor del otro. Y todo ello afecta a nuestra vida cotidiana y a las organizaciones, que necesitan brújula moral, más aún en tiempos de tecnologías inteligentes.
¿Qué es la ética de la compasión?
La compasión, en su sentido ético, no es lástima ni condescendencia: es, literalmente, ‘padecer con’. Implica reconocer la vulnerabilidad compartida y dejarse afectar por el daño ajeno para orientar la acción. Compadecer es estar al lado de quien sufre, no ocupar su lugar ni presentarse como ejemplo moral; es acompañar, sin apropiarse del dolor que no nos pertenece.
Esta forma de entender la ética subraya que la experiencia afectiva no es un adorno de la razón. Como defendía Jesús Mosterín, las emociones morales cuentan en el razonamiento ético tanto como las percepciones cuentan en la ciencia: son datos de primer orden que informan nuestro juicio. Si los hechos empíricos reconfiguran las teorías científicas, la evidencia del sufrimiento puede y debe reconfigurar nuestras convicciones morales.
En esta línea, José Antonio Marina ha llamado la atención sobre la evolución de los sentimientos en la historia cultural. Su interés por una genealogía de las emociones muestra que, según cambiamos nuestra sensibilidad, también cambian nuestros marcos éticos. Comprender cómo sentimos, y por qué, es clave para saber cómo convivimos y cuáles son nuestros límites.
Además, hay un aspecto operativo: el propio Marina distingue entre el plano jurídico y el ético en la resolución de conflictos. Lo jurídico opera por coacción y sanción; lo ético, por convicción y presión social. El derecho se impone; la ética persuade. La compasión, en este sentido, moviliza un tipo de convicción que no puede imponerse desde fuera, pero que transforma las prácticas desde dentro.

Fundamentos: Schopenhauer y la raíz metafísica
Para Arthur Schopenhauer, la clave para entender la ética está en su metafísica: el mundo fenoménico (lo que aparece) se rige por espacio, tiempo y causalidad, mientras que en su fondo late la Voluntad, una pulsión ciega única que se objetiva en todas las cosas. La pluralidad de seres es solo la diversidad de apariencias de esa misma fuerza originaria. Esta ontología tiene consecuencias morales profundas.
Si la Voluntad es una e idéntica en todos, la separación entre individuos es un efecto de las formas de la representación. De ahí que la compasión sea posible: al intuir en el otro la misma esencia que nos constituye, el sufrimiento ajeno no nos es indiferente. La ética, por tanto, no se deduce de mandatos formales, sino de una experiencia que reconoce la unidad en lo diverso.
Desde esta perspectiva, Schopenhauer descree de las éticas prescriptivas, formales o deontológicas, que cifran lo moral en el deber abstracto. Su propuesta es más bien descriptiva: la moralidad auténtica surge cuando, de hecho, el velo de la individuación se afloja y nos afectamos por el dolor de otros. No es un ‘tienes que’, sino un ‘así se siente y actúa’ cuando se capta la trama común de la vida.
Este planteamiento abre, además, una vía estética y pedagógica. La figura del sabio y del artista aparece como quien es capaz de suspender, siquiera un momento, la tiranía de la Voluntad o de mostrarla bajo nuevas formas. En esta recepción, Iris Murdoch subrayó el papel del arte y la literatura como ejercicios de atención moral: aprender a mirar bien es también aprender a vivir mejor.

Marina y Mosterín: razón, ciencia y emociones
José Antonio Marina, en su elogio de la compasión, insiste en la necesidad de revalorizar los sentimientos morales dentro de una cultura que a veces los ha tratado como elementos secundarios. Su proyecto de contar la evolución cultural incorporando la evolución de los afectos sugiere que sin cartografiar las emociones no entendemos de verdad los cambios éticos de nuestras sociedades.
Mosterín, por su parte, propone ampliar la esfera de consideración moral hasta alcanzar a cualquier ser que pueda sufrir. Esta idea de “ensanchar el círculo” va de la mano de algo clave en su pensamiento: que los avances de la ciencia y el conocimiento objetivo pueden justificar revisiones de nuestros supuestos éticos. La evidencia empírica no solo informa lo que hay; también puede orientar lo que debemos cambiar.
Ambos coinciden, con matices, en que entender lo que pasa en nuestra sociedad exige argumentos sólidos y datos contrastables. Gracias a la investigación científica, la reflexión pública puede deliberar mejor sobre dilemas complejos y, con ello, promover marcos más justos. Más saber no garantiza mejores decisiones, pero reduce la ceguera con la que a veces decidimos.
Este enfoque tiene derivadas prácticas en un mundo atravesado por tecnologías, automatización e inteligencia artificial. Marina recuerda que las organizaciones necesitan reactivar su conversación sobre valores, coherencia y ética, temas aparcados durante años por el entusiasmo técnico. Si queremos ecosistemas internos sanos, hace falta claridad moral para encarar desafíos inesperados de convivencia.
Joan-Carles Mèlich: vulnerabilidad, mal y respuesta situada
En el centro de la propuesta de Mèlich está la experiencia del siglo XX y, en especial, la lección del Holocausto. Tras ese abismo, hablar de una moral universal de deberes válidos en cualquier tiempo y lugar resulta problemático. Para él, la ética no es un catálogo de mandatos previos, sino la capacidad de responder a alguien concreto en una situación irrepetible.
Lo que nos hace humanos no es obedecer un código, sino reconocer nuestra fragilidad compartida. En sus palabras, la condición humana es vulnerabilidad, deseo y sufrimiento; por eso, la ética debe ser sensible con quienes quedaron fuera de la supuesta “dignidad”. La compasión se orienta hacia los excluidos, no hacia quienes ya están plenamente integrados en la categoría de “los nuestros”.
Frente al “Bien” en mayúscula, Mèlich propone pensar desde la experiencia del mal; frente al Deber, aboga por una respuesta adecuada que nunca puede estarlo del todo; frente a “la Dignidad”, sugiere una ética de la sensibilidad por los considerados indignos. Estas fórmulas, lejos de relativismo banal, piden humildad: en ética no hay respuestas perfectas, y a veces ser ético es ir contra la propia conciencia formada moralmente.

Para ilustrar el límite de cualquier moral de máxima generalidad, recurre a casos extremos como “La decisión de Sophie”: ante la coacción de elegir cuál de sus hijos morirá, ¿qué norma universal sirve? Ninguna. La situación desborda cualquier reglamento y la decisión queda, trágicamente, en manos del sujeto, sin amparo en principios que lo liberen del peso.
Compasión no es piedad: una distinción clave
Una aportación incisiva de Mèlich es separar compasión y piedad. La piedad, entendida como gesto que te coloca por encima del otro, puede aumentar la asimetría de poder: se ayuda desde una superioridad que humilla. La compasión, en cambio, es sensibilidad que reduce la distancia entre dos vulnerables. No exige reciprocidad ni busca exhibirse: acompaña, escucha, sostiene.
Por eso, la compasión nunca es paternalista ni teatral. No se trata de dar lecciones ni de sentirse “bueno”, sino de estar presente sin invadir. “Ponerse al lado” del que sufre implica respeto por su singularidad y por su dolor, que es solo suyo. No es apropiación del sufrimiento, sino hospitalidad ante él.
Ética, moral y derecho: entre la norma y la convicción

Volviendo a Marina, conviene no confundir planos. El derecho opera con mecanismos de coacción y pena, indispensables para la vida pública. La ética apela a la convicción y a la presión social, que no se pueden decretar. Una sociedad madura reconoce que las leyes sin virtudes humanas se quedan cortas; y que la virtud sin leyes puede tornarse impotente.
Mèlich, a su modo, advierte de un peligro: el exceso de moral sin espacio para la respuesta ética. “Cuidado con el demasiado obediente”, dice, el que actúa con buena conciencia porque “hizo lo que debía hacer”. Ese sujeto puede ser el más peligroso, pues desatiende el sufrimiento concreto que interpela su decisión. El cumplimiento ciego de la norma no equivale a justicia.
El ejemplo es duro pero pertinente: “también los nazis se portaban bien con los suyos”. La ética se prueba con los que no son como nosotros, ni lo serán. Por eso, cualquier dogmatismo o totalitarismo “solo tiene moral” y no permite respuesta ética. La vida humana vive en tensión entre moral (normas) y ética (respuesta), y esa tensión no se resuelve del todo.
Organizaciones, tecnología y cultura ética
En tiempos de automatización y algoritmos, las organizaciones necesitan actualizar su conversación sobre valores, coherencia y convivencia. No basta con códigos deontológicos ni con manuales de cumplimiento: “nada sustituye a la ética”. Los protocolos son necesarios, pero insuficientes si nadie sostiene la pregunta por el otro en situaciones imprevistas.
El llamado “ecosistema interno” de empresas e instituciones debería ser capaz de responder a retos de convivencia cada vez más complejos. Para ello hacen falta datos fiables, deliberación pública informada y, sobre todo, hábitos de compasión bien entendida. La ciencia aporta evidencia y la ética orienta la acción, una dupla que evita tanto el sentimentalismo vacío como el tecnocratismo frío.
Educación moral: el papel del arte y la literatura
Más allá de la teoría, la tradición schopenhaueriana ha influido en pedagogías contemporáneas. Iris Murdoch destacó que el arte y la literatura pueden ser prácticas de educación moral porque entrenan la atención. Ver bien al otro, sin proyectar tanto de nosotros mismos, es ya un ejercicio ético. La imaginación literaria amplía mundos posibles del cuidado.
En el aula, estas ideas invitan a trabajar la empatía crítica: aprender a escuchar relatos de sufrimiento sin absorción egocéntrica ni espectacularización del dolor. Esa pedagogía de la mirada prepara para respuestas éticas situadas, donde no hay recetas universales, pero sí compromisos prácticos con quien está delante.
Dignidad, límites y ampliación del círculo moral
Mèlich cuestiona la utilidad del concepto de “dignidad” cuando se usa de modo ambiguo. ¿Dónde empieza y acaba? ¿Incluye al feto, al anciano sin facultades, a los animales? La polémica sobre la “dignidad del toro” muestra que a veces mezclamos términos y generamos confusión. De ahí su preferencia por hablar de sensibilidad hacia los excluidos. En vez de litigar por una etiqueta, miramos a quienes quedaron fuera de ella.
Con Mosterín, la compasión se expande hacia todo ser capaz de sufrir, lo que reabre debates sobre fronteras de la comunidad moral. Esto no impone decisiones cerradas, pero orienta prioridades: allí donde hay dolor evitable, hay motivo ético. El círculo moral se ensancha con mejores datos y mayor lucidez afectiva.
Ejemplos y dilemas: cuando la norma no alcanza
Los casos límite –como el de Sophie– nos recuerdan que hay situaciones en las que ninguna norma ampara. También la violencia fanática y el maltrato psicológico lo muestra: “el fanático de Al Qaeda tiene tanta moral que obedecer” que no ve al niño que sufre delante de él. Aquí la compasión no es debilidad, sino el mínimo de humanidad que impide cosificar a los demás.
En la vida corriente, la ética de la compasión opera en decisiones menos dramáticas: políticas de empresa hacia empleados frágiles, diseño de ciudades para quienes tienen movilidad reducida, atención sanitaria centrada en la persona, trato a migrantes y minorías. En todas estas escenas, estar a la altura rara vez es perfecto, pero es posible aproximarse si mantenemos viva la sensibilidad hacia el daño concreto.
Todo esto exige también instituciones que no premien el “cumplimiento ciego”, sino el juicio ponderado. Se trata de crear culturas donde el “hacer lo que tocaba” no tape el sufrimiento causado. Evaluar impactos reales y corregir el rumbo cuando algo duele injustamente es el núcleo operativo de esta ética.
Finalmente, los debates bioéticos sobre el inicio y el final de la vida, o sobre el estatus moral de los animales, ganan en rigor si incorporan tanto evidencia científica como atención compasiva a los afectados. Ni el dato sin afecto, ni el afecto sin dato bastan. La deliberación pública madura se nutre de ambos.
La ética de la compasión, tal y como la dibujan Schopenhauer, Marina, Mosterín y Mèlich, no es un sentimentalismo ni una renuncia a pensar: es un modo exigente de mirar el sufrimiento y responder con prudencia y coraje. Entre la unidad profunda de lo vivo, la evolución de nuestras sensibilidades, la experiencia histórica del mal y la necesidad de actuar en situaciones concretas, se perfila una brújula práctica: estar al lado de quien duele, con lucidez y respeto, sabiendo que ninguna regla nos exime de decidir, y que decidir bien implica a la vez razones, datos y un corazón atento.
Alicia Tomero
Fuente de esta noticia: https://www.postposmo.com/etica-de-la-compasion/
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