
Antes de entrar en materia, deberíamos aclarar de qué hablamos cuando nos referimos a Iberoamérica. Si acudimos a las definiciones al uso, la respuesta cambia según quién la cuente,( desde el académico bienintencionado hasta el diplomático confundido).
Por ejemplo, el término “Latinoamérica”, tan utilizado en el discurso político y mediático, nació en el siglo XIX con fines geoestratégicos —gracias, Napoleón III— y tiene una limitación fundamental: excluye a España y Portugal, los dos países que, nos guste o no, tejieron parte del entramado lingüístico, jurídico y cultural que nos une. A fuerza de repetirlo, hemos terminado adoptando una etiqueta que, paradójicamente, elimina el componente ibérico de nuestra identidad común.
Hispanoamérica se refiere al conjunto de países americanos que tienen el español como su lengua oficial.
Iberoamérica, en cambio, incluye no sólo a los países de América donde se habla español o portugués, sino también a la Península Ibérica —España, Portugal y también Andorra—. Reconocer esto no es un acto nostálgico, sino una precisión geopolítica. Nos permite entender que no somos una región aislada ni una ocurrencia de última hora, sino parte de un sistema global de interacciones históricas, culturales y económicas que ha existido desde hace más de cinco siglos.
La narrativa histórica dominante ha subestimado ,e intentado fragmentar, el papel crucial de Portugal y Brasil en la construcción del espacio iberoamericano y de la Iberofonía. La lusofonía, que comparte con el español no sólo raíces lingüísticas sino también un profundo legado histórico y cultural, constituye una pieza fundamental en este tejido común. No se puede comprender Sudamérica sin Brasil sus 216 millones de habitantes y su enorme extensión- 17 veces España- .
Ignorar esa enorme aportación sería no sólo repetir un error histórico , sino privarnos de un futuro próspero compartido.
Si de verdad queremos afinar la mirada, debemos hablar de la Iberofonía. Este concepto amplía las fronteras tradicionales de Iberoamérica para incluir a todos los países y comunidades que comparten el español y el portugués como lenguas vehiculares y trasponibles . Aquí – en la Iberofonía– entran con pleno derecho naciones africanas como Angola, Mozambique, Guinea-Bisáu y Cabo Verde; en Asia, Timor Oriental y Macao. Porque como bien señala el historiador brasileño Luiz Felipe de Alencastro, “Portugal y España no solo fueron imperios integradores — Gustavo Bueno diría » no depredadores»- sino civilizaciones mestizas que integraron a pueblos de tres continentes en un espacio de interacción lingüística cultural y comercial”.
A esta idea se suma la visión del profesor Frigdiano Álvaro Durántez Prados, quien ha desarrollado con rigor el concepto de Iberofonía como una comunidad global basada en dos lenguas mutuamente intercambiables —el español y el portugués— que abarcan a más de 850 millones de personas. En su obra «Iberofonía y Paniberismo», el profesor Durántez plantea que esta res no debería verse como una simple categoría etnográfica, sino como un actor geopolítico de primer orden. Y tiene razón: “la Iberofonía constituye el mayor bloque geolingüístico del mundo”. Somos una parte de Occidente en expansión, una comunidad con gran peso demográfico, cultural y en recursos estratégicos.
Si en las últimas épocas hemos representado un papel secundario en el relato global, ha sido, además de no haber sabido capitalizar esta unidad, por otras muchas causas, como nuestro sistema de creencias – software educativo, cultural y científico – entre otras de las que por falta de potencial.
Más allá de compartir telenovelas y refranes, Iberoamérica —y la Iberofonía en su conjunto— es una fuerza demográfica y económica de dimensiones colosales. Solo en el continente americano, más de 670 millones de personas hablan español o portugués, lo que convierte a esta región en un mercado potencial más amplio que la Unión Europea, y con una de las mayores reservas de biodiversidad y recursos estratégicos del planeta.
Y sin embargo, seguimos mirando hacia otro lado en lugar de asumir nuestro protagonismo. Cambiar nuestro chip, nuestra mentalidad y actitud, ante los nuevos desafíos. Mientras Europa consolida su unión, China expande su influencia a través de la Nueva Ruta de la Seda, y Estados Unidos maniobra para mantener su hegemonía, nosotros seguimos preguntándonos si somos latinos, hispanos, sudacas o simplemente un “mercado emergente”.
Tal vez ha llegado el momento de abandonar las etiquetas prestadas, de dejar de mirarnos en espejos ajenos y empezar a reconocernos como lo que realmente somos: una civilización viva, vibrante, diversa y con vocación y proyección global. Que encara su destino con vocación de ser uno de los bloques indispensable en el desarrollo de esta nueva y disruptiva era en un Occidente democrático y sostenible.
Javier Pertierra Antón.
María José R. Carbajal.
Gilson Carmini Dantas
