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Colombia volvió a sentir este jueves un estremecimiento que parecía sepultado en la memoria colectiva. En menos de doce horas, dos hechos violentos sacudieron al país: la caída de un helicóptero policial en Amalfi, Antioquia, tras un ataque de disidencias de las FARC, y la explosión de un carro bomba en Cali, en inmediaciones de la Base Aérea Marco Fidel Suárez. El saldo es doloroso: al menos catorce muertos y más de cincuenta heridos.
El ministro de Defensa, Pedro Sánchez, atribuyó la autoría del atentado en Cali a las disidencias de Iván Mordisco. “Un carro bomba, colocado por terroristas de alias Mordisco, explotó a las 14:50 de este jueves 21 de agosto en una vía aledaña a la Base Aérea Marco Fidel Suárez. Se trató de un ataque cobarde contra la población civil, una reacción desesperada a la pérdida de control del narcotráfico en el Valle del Cauca, Cauca y Nariño”, afirmó el funcionario.
La brutal explosión devolvió a Cali y al país entero a las escenas de terror que marcaron la década de los noventa, cuando los carteles del narcotráfico sembraban de bombas las ciudades para desafiar al Estado. “Nos estamos retrocediendo treinta años”, dijo con amargura el general en retiro Jorge Mora, quien en tiempos del Cartel de Medellín era apenas un teniente y hoy revive la desolación de esa guerra.
Horas antes, en el nordeste antioqueño, otro golpe había estremecido a la nación. Un helicóptero UH-60 de la Policía fue derribado cuando cumplía tareas de interdicción contra el narcotráfico. El comandante de las Fuerzas Militares, general Hugo López, confirmó que ocho uniformados murieron y otros ocho resultaron heridos. Según las primeras investigaciones, el ataque fue ejecutado por hombres bajo el mando de alias Calarcá, jefe de una facción disidente que, paradójicamente, mantiene negociaciones de paz con el Gobierno.
La magnitud de los hechos llevó al presidente Gustavo Petro a convocar de urgencia un consejo de seguridad en Cali para evaluar la situación de orden público y definir la respuesta del Estado. El país, sin embargo, asiste con estupor a un escenario que parecía superado, en el que la violencia terrorista vuelve a irrumpir en la vida cotidiana de los colombianos.
El pueblo colombiano, que desde hace décadas ha querido la paz como un anhelo colectivo, siente hoy el peso de la desesperanza. El calendario electoral que se avecina para 2026 comienza a teñirse de sombras, y ya muchos vaticinan que será una campaña marcada por la violencia. La oposición clama por el retorno de la llamada “seguridad democrática”, mientras otros sectores denuncian que esa retórica es también una estrategia política para desviar la atención del malestar social y movilizar el miedo de los ciudadanos. El Gobierno, desde su primer día, ha defendido una salida distinta: una paz dialogada, no una guerra perpetua. Pero la realidad golpea con crudeza: pese a los esfuerzos, la paz no llega, y cada regreso al espiral bélico condena al pueblo a ser quien pone los muertos, quien llora a sus hijos y quien carga con la devastación.
Las imágenes de cuerpos tendidos en el asfalto, ventanas destruidas y familias buscando a sus heridos circulan como un recordatorio brutal de que la guerra contra el narcotráfico sigue cobrando vidas y sembrando miedo. Cali, epicentro del ataque más sangriento del día, se debate entre la rabia y la desolación, mientras Antioquia llora a sus policías caídos.
Colombia, que creía haber enterrado la era de los carros bomba, vuelve a enfrentarse a la crudeza de un conflicto que se transforma pero no cede, y que esta vez, de la mano de las disidencias, amenaza con devolver al país a uno de sus capítulos más oscuros.
