

¿Alguna vez te detuviste a pensar en los ladrillos que sostienen las paredes de tu casa? Quizás no. La mayoría de las veces uno se recuesta en el respaldo del sillón, prende la estufa, mira cómo crepitan las brasas, y agradece la solidez de su techo sin preguntarse de qué está hecha esa seguridad que lo cobija. Pero conviene saber que los primeros ladrillos, moldeados con barro y secados al sol, aparecieron en las murallas de Jericó hace más de siete mil años. Desde entonces, el mundo cambió de reyes y de dioses, de lenguas y de fronteras, pero el ladrillo se mantuvo obstinadamente fiel a su fórmula: tierra, paja, fuego y paciencia.
Días atrás, en una noche fría de invierno, salí a caminar como suelo hacerlo cada vez que quiero aclarar mis ideas, en general el viejo Parque Varela de Nueva Helvecia es testigo de mis escapes, pero esta vez cambié el rumbo… a lo lejos vi una fogata inmensa, como un ojo encendido en medio de la oscuridad. El instinto periodístico me sacudió con la frase que siempre nos empuja: “ahí hay una nota”.
Me acerqué despacio, con la precaución de quien no sabe si lo recibirán, y me encontré con un grupo de hombres curtidos por el trabajo. Sonrieron, me invitaron a arrimarme, y pronto estaba frente a ese fuego que parecía hipnotizar. El fuego, como el mar, puede atrapar a cualquiera durante horas, borrar la noción del tiempo, devolvernos a una edad en que todo se explicaba con llamas. Fue en ese resplandor que conocí a José, un hombre moldeado por el barro igual que los ladrillos que fabrica.
José nació ladrillero. Su padre ya lo era, y él no tuvo otra infancia que la de seguir sus pasos. “Otra cosa no sé hacer”, me dijo sin lamentos ni orgullo, como quien entrega un hecho consumado. Sus manos eran la prueba viva: ásperas como corteza, uñas endurecidas con barro seco, un gesto franco que no dejaba lugar a la duda. Había pasado su vida entre tierra, agua, paja y fuego.
Me contó cómo era antes: arrancar la tierra a pico y pala, cargarla en carros, amasar la mezcla en un pozo y “condimentarla” con paja o aserrín, según la humedad. Hoy, con camiones y tractores, el esfuerzo es distinto, pero el método sigue siendo el mismo que en Jericó. El barro se pisa, se moldea, se deja secar en hileras bajo el sol y finalmente se entrega al horno, esa boca incandescente que le da al ladrillo su eternidad. Todo depende del clima: un verano radiante completa el ciclo en veinte días, un invierno obstinado lo estira hasta dos meses.
“El secreto está en la mezcla”, me explica José.
Y lo dice como si hablara de un guiso de familia. Si el barro no queda bien ligado, el ladrillo sale torcido, se quiebra, se queda crudo. Solo la experiencia de medio siglo de trabajo enseña a medir las proporciones sin balanza ni manual.
José tiene sesenta años y medio siglo entre ladrillos. Recuerda que en sus mejores tiempos cortaba dos mil en un solo día. Hoy, junto a dos compañeros -uno de ellos su propio hijo-, producen alrededor de 120.000 al año. “Es poco”, afirma con una mueca resignada, aunque a mis ojos la cifra parece descomunal. Sus ladrillos son todos iguales: 24 por 12,5 por 6. Rectángulos colorados que sostendrán casas, escuelas, fábricas y chimeneas, sin que nadie sepa que antes pasaron por sus manos.
Cuando le pido anécdotas, hace un gesto como si la vida del ladrillero no tuviera adornos que contar. Finalmente recuerda a un cliente que siempre compraba y pagaba bien, hasta que empezó a deber un lote y pagar otro. Así, poco a poco, lo dejó colgado con 18.000 ladrillos. “Nunca más me pagó”, me dice sin enojo. Y remata, con esa calma que solo deja la certeza: “Ya no me va a pagar, porque se murió”.
El oficio, reconoce, se apaga con los años. Los materiales modernos le roban terreno, pero José defiende lo suyo: ninguna construcción es tan noble como la que se levanta con ladrillos. “Sacás una casa de cien años y está entera. Y puede aguantar cien o doscientos más”. Lo mismo se puede decir del método: el barro, el sol y el horno no han cambiado en milenios.
La mirada de José, sin embargo, ya no es la misma. Antes se enorgullecía de ver una obra levantarse con su trabajo. Hoy lo dice sin vueltas: “Ahora ya no. Ahora da lo mismo. Que llegue la moneda y ya está”. Es duro escucharlo, pero también es la confesión más sincera de un hombre que entregó su vida a un oficio invisible y eterno. Invisible, porque nadie se detiene a pensar en él; eterno, porque mientras haya paredes, habrá ladrillos.
Y entonces uno vuelve a la pregunta inicial: ¿alguna vez pensaste en el ladrillo de tu casa? Si lo hicieras, quizás escucharías, en el silencio de la pared, la voz de José y el eco de miles de hombres como él, que desde Jericó hasta hoy moldearon con barro y fuego el refugio de la humanidad.
Por Luciana Demaría Artola







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Fuente de esta noticia: https://helvecia.com.uy/2025/08/16/donde-nace-la-pared-cronica-de-un-ladrillero-por-luciana-demaria/
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