
En el gobierno libertario existen premisas que se repiten con tanta asiduidad que terminan instalándose como un credo incuestionable para los creyentes.
Cuando alguien dice “volvimos a los ‘90”, la respuesta usual suele ser “no, ahora es diferente porque tenemos superávit fiscal”, sin advertir que durante la convertibilidad el único producto que tenía derechos de exportación era el poroto de soja con una alícuota del 3,0% sobre el valor FOB.
El supuesto superávit actual de la administración pública nacional está sustentado en el cobro de derechos de exportación del 26,0% sobre la soja, que regresarían –según anunció el gobierno– al 33,0% a partir del 1 de julio; además, ese impuesto se aplica al resto de los principales productos agrícolas.
Si la Argentina tiene superávit fiscal en base a la extracción desmedida de recursos al sector que, en lo que va del presente año, explica el 79% del ingreso neto genuino de divisas, entonces claramente tiene un inconveniente grave que no ha logrado resolver.

Ese problema fue generado por el kirchnerismo, dado que en las dos primeras décadas de este siglo, mientras vecinos como Brasil, Chile o Uruguay estaban ocupados en ordenar su macroeconomía para consolidar el surgimiento de grandes “fábricas” de divisas en rubros agroindustriales, el Estado argentino se encargó de avanzar sobre el sector privado para consolidar una estructura pública elefantiásica e insostenible. Reconvertir a ese monstruo sin provocar un caos social es un desafío enorme.
Aquellos que dicen “volvimos a los ‘90”, en realidad, pecan de optimistas, porque la cruda realidad es que estamos mucho peor. En la última década del siglo pasado la Argentina jugaba casi en soledad el partido regional del negocio agroindustrial, mientras que en la actualidad es un “país satélite” de una potencia como Brasil, cuya gigantesca producción y oferta exportable determina la formación de precios FOB a escala global.
Lo único parecido a los ’90 es que, tal como sucedió durante el menemismo, el gobierno se enamoró la herramienta cambiaria empleada para contener el descalabro inflacionario heredado de las irresponsables administraciones anteriores.
Para cortar con una adicción terrible, se encerró al paciente en una granja de recuperación. Pero la idea es que pueda en algún momento salir para verificar si está curado y, si es el caso, que pueda entonces desarrollar su potencial existencial. Podemos dejar al paciente encarcelado en la granja hasta el último de sus días y vanagloriarnos de que lo hemos sanado, pero ¿a qué costo?
El tipo de cambio es un sistema de incentivos que con la depreciación premia a quienes exportan para atender las necesidades de miles de millones de personas en toda la extensión del orbe, mientras que, con la apreciación, beneficia a aquellos dedicados a ofrecer bienes y servicios a un puñado de millones de consumidores en un mercado interno pauperizado.
En condiciones normales, sin préstamos extraordinarios de organismos multilaterales, sin “blanqueos” recurrentes ni intervenciones oficiales, el tipo de cambio en el mercado argentino sería elevado justamente porque están dadas las condiciones para poner en marcha enormes industrias generadoras de divisas que puedan ocuparse de abastecer demandas de orden global.
Si dentro de una década el país recibe inversiones ciclópeas y se transforma en un gran exportador de productos minerales e hidrocarburíferos, además de consolidarse como un polo turístico y proveedor de servicios, entonces naturalmente tenderá a contar con un tipo de cambio apreciado.
Mientras tanto, lo mejor que pueden hacer las empresas agropecuarias es observar el contexto de manera desapasionada y actuar en consecuencia, que es, de hecho, lo que algunos ya han comenzado a instrumentar.
En contextos como los actuales la clave consiste en reducir al máximo los costos pesificados y focalizarse en atender demandas en el mercado interno, además de aprovechar la coyuntura para capitalizarse a través de la implementación de infraestructura, equipamiento y tecnología. Perder tiempo en intentar analizar cuánto va a durar el desatino cambiario es –valga la redundancia– perder el tiempo. Lo más aconsejable es actuar.
Durante la década del ’90 Brasil y la Argentina enfrentaron desafíos similares y los resolvieron con programas monetarios exitosos –el Plan Real y la Convertibilidad– que, cuando llegaron al final de su vida útil, tuvieron desenlaces disímiles. Mientras que en Brasil el entonces presidente Fernando Henrique Cardoso optó por liberarse de la intervención cambiaria a comienzos de 1999 para que los precios alcanzaran los niveles de equilibrio, en la Argentina Carlos Menem optó por esconder el problema por razones políticas y lo mismo hizo su sucesor Fernando de la Rúa para, finalmente, dejar que el problema explotase a fines de 2001 con consecuencias devastadoras.
Con la devaluación del real brasileño, la inflación subió, pero luego, gracias al hecho de mantener un equilibrio en las cuentas fiscales, se desaceleró para consolidar un período de orden macroeconómico que ya acumula tres décadas. Y eso gracias a que el sucesor de Cardoso, Inácio Lula da Silva, al asumir la presidencia en 2003 mantuvo la política fiscal y cambiaria heredada para aprovechar así el auge del alza de los valor de commodities, lo que promovió una fase de crecimiento económico en Brasil que contribuyó al desarrollo del país como una potencia agroindustrial.
Argentina se encuentra hoy en la misma situación que enfrentó Brasil un cuarto de siglo atrás y tiene la opción de redimirse o de volver a repetir la historia. Qué Dios nos ayude.
Ezequiel Tambornini
Fuente de esta noticia: https://bichosdecampo.com/volvimos-a-los-90-no-ahora-estamos-mucho-peor-promocion-no-valida-para-creyentes-del-relato-libertario/
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