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Bajo los pies de más de ocho millones de habitantes, Bogotá esconde un tesoro líquido que, en lugar de alimentar a su gente, enriquece discretamente a unas pocas empresas privadas. Durante años, la capital colombiana ha permitido que industrias como Postobón, GRASCO, Textilia y Textiles Asitex extraigan millones de metros cúbicos de agua subterránea a precios que rayan en lo simbólico: apenas 28 pesos por cada mil litros. Ese valor representa una fracción diminuta de lo que paga el ciudadano común por el agua potable del acueducto, que asciende a 1.046 pesos por metro cúbico para un usuario del estrato uno.
Entre 2017 y 2023, sólo en la localidad de Puente Aranda -una de las más densamente industrializadas de la ciudad- se otorgaron nueve concesiones para la explotación de agua subterránea. Dos de ellas pertenecen a Postobón, la poderosa multinacional de bebidas. En conjunto, estas concesiones extrajeron más de 5,5 millones de metros cúbicos de agua en seis años. A cambio, las empresas pagaron un total de 160 millones de pesos, es decir, un promedio de 6 millones por año y por concesión: menos de lo que cuesta un apartamento de interés social en Bogotá.
Pero el problema no se limita al valor monetario. Académicos y expertos en recursos hídricos han lanzado advertencias cada vez más urgentes: esta explotación desregulada y baratísima está debilitando física y silenciosamente el subsuelo bogotano. El Servicio Geológico Colombiano confirmó que Puente Aranda, uno de los epicentros de esta actividad, se hunde a un ritmo de 33 milímetros por año. Para el ingeniero Guillermo Ávila, profesor de la Universidad Nacional, la correlación es clara: “Si se extrae más agua de la que se recarga naturalmente en el acuífero, se crea un vacío subterráneo que genera subsidencia. Bogotá se está hundiendo, y no es una metáfora”.
Pese a estas advertencias, la Secretaría de Ambiente de Bogotá ha adoptado una postura más escéptica. La entidad asegura que no existen evidencias concluyentes que vinculen directamente las concesiones privadas con el fenómeno de subsidencia, y mantiene que las extracciones se realizan dentro de los márgenes legales. La falta de consenso científico y político ha derivado en una preocupante parálisis institucional.
Mientras tanto, la ciudadanía vivía hasta hace poco bajo un régimen de ahorro impuesto por una crisis hídrica sin precedentes. Los embalses del Sistema Chingaza, que provee hasta el 70% del agua de la capital, tocaron fondo en 2024. Aunque las lluvias han aliviado temporalmente la situación, los niveles aún no garantizan el suministro para la temporada seca de 2025. La ironía es tan visible como dolorosa: mientras los hogares deben reducir su consumo, las industrias gozan de concesiones generosas para seguir extrayendo agua del subsuelo, sin retribuir ni compensar ambientalmente a la ciudad.
En octubre de 2024, la Alcaldía de Bogotá elevó una solicitud formal al Ministerio de Ambiente para revisar con urgencia la fórmula tarifaria que regula el cobro por el uso de agua subterránea. “La tarifa ha caído un 97% desde 2016”, denunciaba la carta firmada por la administración distrital, alertando sobre un modelo que subsidia, en la práctica, el consumo de agua industrial a expensas del recurso público.
En paralelo, se ha abierto un debate más profundo: ¿debe Bogotá, en plena crisis hídrica, seguir restringiendo el uso del agua subterránea para el consumo humano, mientras permite su uso irrestricto por parte de la industria? El alcalde Carlos Fernando Galán ha admitido que se evalúa esa posibilidad: “Estamos estudiando si el agua subterránea puede convertirse en una fuente complementaria para el abastecimiento de la ciudad”. Sin embargo, Natasha Avendaño, gerente del Acueducto de Bogotá, advierte con firmeza: “Sería irresponsable avanzar sin datos claros. No sabemos si realmente tenemos un potencial de abastecimiento subterráneo sostenible”.
Lo cierto es que la discusión trasciende lo técnico y se adentra en el terreno ético. Las empresas que hoy embotellan, procesan o emplean el agua subterránea en sus cadenas de producción no están obligadas a realizar recargas ni a compensar el impacto ambiental que su actividad genera. Tampoco enfrentan límites reales al volumen de extracción, siempre que sus concesiones estén vigentes. Este modelo, altamente asimétrico, ha permitido que la sed de rentabilidad privada tenga más peso que el derecho colectivo al agua.
A nivel internacional, el caso de Bogotá comienza a resonar como un ejemplo de las tensiones crecientes entre el agua como bien público y como activo comercial. Organizaciones como Water Justice y el Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales han alertado sobre la “privatización de facto” de los acuíferos urbanos en América Latina, señalando que Bogotá podría convertirse en un caso emblemático de “colonialismo hídrico moderno”.
Las cifras, los hundimientos y las advertencias no dejan mucho margen para la indiferencia. Lo que se juega no es sólo un modelo tarifario, ni siquiera una discusión técnica sobre recarga hídrica. Lo que se disputa bajo los pies de Bogotá es el futuro de la ciudad como organismo vivo. Un futuro que, de continuar esta tendencia, podría desmoronarse, gota a gota, desde abajo.
carloscastanedaqprensamercosur.org
