
Pepe Mujica: la humildad como bandera y legado para el mundo
Si hay un líder político que ha dejado huella en Uruguay y más allá de sus fronteras, ese es José “Pepe” Mujica. No por ostentar el poder, ni por grandilocuencia, sino por su forma de ejercerlo: con sencillez, con una filosofía que destila autenticidad y con una mirada que parece contener décadas de reflexión sobre la vida misma.
Porque Mujica no fue un presidente al uso. Mientras el mundo se acostumbraba a políticos de discursos vacíos, protocolos fríos y trajes impecables, él llegaba a las reuniones internacionales en un viejo Volkswagen escarabajo y con la misma ropa con la que cualquiera podría verlo en su chacra. Y no es que despreciara la investidura presidencial, sino que tenía claro que su lugar seguía siendo el de un ciudadano más. De hecho, rechazó vivir en el fastuoso Palacio Presidencial de Uruguay para quedarse en su modesta casa de campo. Su sueldo, lejos de acumular riquezas, fue destinado a causas sociales. Porque, ¿para qué necesitar más de lo esencial?
De guerrillero a presidente
Su historia es un viaje de resistencia y transformación. En su juventud, Mujica integró el Movimiento de Liberación Nacional-Tupamaros, un grupo guerrillero de izquierda que luchaba contra la opresión de la época. Aquellos años lo marcaron con la brutalidad del encierro: pasó casi quince años en prisión, parte de ellos en condiciones inhumanas, aislado en un pozo bajo tierra. ¿Cómo no perderse en la desesperanza? Quizás porque en esos años de silencio aprendió más sobre la naturaleza humana que cualquier libro pudiera enseñarle.
Cuando por fin salió en libertad, lejos de sumergirse en el rencor, eligió otro camino: el de la política democrática. Lo que sigue ya es historia: Mujica se convirtió en diputado, senador y, finalmente, presidente de Uruguay entre 2010 y 2015.
Un presidente que no parecía presidente
Durante su mandato, Mujica promovió políticas progresistas que situaron a Uruguay en el mapa de las democracias más avanzadas. La legalización del matrimonio igualitario, la regulación de la marihuana y la reforma educativa son algunas de las medidas que llevan su sello. Y es que su mirada estaba puesta en el bienestar colectivo, en construir un país más justo y libre.
Pero más allá de las leyes, lo que convirtió a Mujica en un símbolo fue su manera de entender el poder. Mientras muchos líderes se aferraban a la burocracia y los privilegios, él hablaba con una honestidad aplastante sobre lo que realmente importa en la vida: la felicidad, el amor, la libertad. Su discurso en la Asamblea de las Naciones Unidas en 2013 sigue resonando como una de las críticas más profundas al consumismo y a la alienación de la sociedad moderna. “Venimos al mundo para ser felices”, dijo, y lo hizo como alguien que realmente creía en sus palabras, no solo como un político tratando de quedar bien.
Un legado que trasciende fronteras
Lo fascinante de Mujica es que su impacto no se limitó a Uruguay. En un mundo donde la política se asocia cada vez más con corrupción y ambición desmedida, su figura se convirtió en una referencia global de austeridad y valores. Muchos lo ven como el “presidente más pobre del mundo”, pero en realidad fue uno de los más ricos en principios.
Hoy, que ya no está entre nosotros, Mujica seguirá siendo una voz respetada. Su manera de vivir, tan alejada del poder por el poder, nos recuerda algo esencial: que el verdadero liderazgo no se mide en riquezas ni en discursos grandilocuentes, sino en la capacidad de inspirar. Mujica lo hizo, y sigue haciéndolo.
La verdad es que el mundo necesita más figuras como él. No porque todos deban vivir en una casa modesta y renunciar a su sueldo presidencial, sino porque necesitamos líderes que piensen más en la gente y menos en sí mismos.
Porque al final, como él mismo dijo: “Ser libre es gastar la mayor cantidad de tiempo de nuestra vida en aquello que nos gusta hacer”.

