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Sí, hay una contrarrevolución en marcha en Estados Unidos

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Se repitió durante la campaña. Estaba escrito en ese programa de gobierno llamado Proyecto 2025 que Donald Trump dijo no haber leído y hasta desconocer su contenido. Pero detrás de buena parte del manual de instrucciones que parece seguir el presidente estadounidense está uno de los ideólogos del Movimiento MAGA: el renovado director de la Oficina de Administración y Presupuesto de la Casa Blanca. Los focos se los llevaba Elon Musk en el controvertido y oscurantista Departamento de Eficiencia Gubernamental (DOGE, en sus siglas en inglés), pero la mano que mece la cuna y cerebro de la involución democrática que vive Estados Unidos se llama Russell Vought. No estamos ante una legislatura, sino ante una contrarrevolución; por fin, repiten sus adeptos, la posibilidad de hacer “Estados Unidos grande otra vez”.

Ese nostálgico “otra vez” fue entre 1870 y 1910, cuando Estados Unidos era “el [país] más rico”, en buena medida por la imposición de aranceles a países que “venían a quedarse con nuestro dinero y nuestro trabajo”, en palabras de Trump. Estados Unidos acababa de salir de una cruenta guerra civil y el breve lapso de expansión de derechos conocido como la Reconstrucción terminó en torno a 1877, con las leyes Jim Crow de segregación racial. Comenzaba la Gilded Age, la ‘Edad Dorada’ de crecimiento económico en la que Estados Unidos surgió como potencia internacional, pero que también consolidó un sistema de castas que sigue vigente en términos económicos y de capital cultural. Magnates como John D. Rockefeller y Andrew Carnegie dominaban la vida pública hasta principios del siglo XX, como hoy parecen hacer los amos y señores de las tecnológicas, con Elon Musk, Peter Thiel y Jeff Bezos a la cabeza.

Las analogías con épocas pasadas son muchas, pero quizás la más certera descripción del presente la ha hecho el historiador económico Quinn Slobodian. Para Slobodian nos encontramos ante algo nuevo, la conjunción de tres expresiones políticas: “El nexo entre Wall Street y Silicon Valley, la deuda en dificultades y la cultura de las startups; los think tanks conservadores contrarios al New Deal; y el mundo extremadamente digital del anarcocapitalismo y el aceleracionismo de derecha”. Según Slobodan, cada corriente persigue sus propios intereses, desde un Estado que sea mero espectador y proveedor de beneficios empresariales (elite financiera), a un Estado punitivo que cedería el resto de la autoridad a proyectos de gobierno privado (ciudades-Estado hipertecnológicas). Y siempre, a medio camino, están Vought y los suyos, cuyo objetivo es completar la vieja aspiración anti-New Deal del conservadurismo estadoundiense blanco clásico: un Estado que renuncie a promover un equilibrio y cierta justicia social.

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Vought y la contrarrevolución en marcha

Autor del capítulo del Proyecto 2025 sobre la extensión de los poderes del presidente, Vought está convencido de que es el momento de acabar lo iniciado por Richard Nixon y Ronald Reagan. Ambos presidentes casi consiguen dinamitar el New Deal rooseveltiano y los programas de la Gran Sociedad salida del Movimiento de los Derechos Civiles de los años sesenta, respectivamente. Ahora Vought y compañía consideran que el Estado se ha convertido en una gigantesca maquinaria burocrática liberal, en el sentido político estadounidense. Esta maquinaría, dicen, se dedica a atacar a sus enemigos y salvaguardar los intereses de las élites liberales, y a mantener un flujo de dinero público hacia las minorías raciales y sexuales, sus defensores y los inmigrantes, quienes por supuesto viven sin el esfuerzo de su propio trabajo.

En esta visión apocalíptica hay dos ansiedades clásicas de la derecha blanca estadounidense. La primera pertenece a la esencia de Estados Unidos como tierra prometida y última salvaguarda de Occidente. Hoy está representada en los cantos de sirena que claman, otra vez, por un supuesto fin de “la civilización occidental”. Ya la enunciaba desde hace un siglo el personaje de Tom Buchanan en El gran Gatsby. Millonario, producto de Yale, Buchanan le dice a Nick Carraway casi al principio: “La civilización se derrumba. Me he vuelto terriblemente pesimista. ¿Has leído El ascenso de los imperios de color, de un tal Goddard? […] Bueno, es un gran libro, y debería leerlo todo el mundo. Su tesis es que, si no nos mantenemos en guardia, la raza blanca acabará… acabará hundiéndose completamente. Es un hecho científico, comprobado. […] Ese Goddard ha entrado a fondo en el asunto. A nosotros, que somos la raza dominante, nos toca mantenernos vigilantes para que las otras razas no se hagan con el control de todo”.

La segunda ansiedad es casi bíblica: una lucha entre “las fuerzas del bien”, representadas por una derecha temerosa de Dios frente a una izquierda que, según Vought, ha puesto a Estados Unidos a las puertas de “una completa toma de poder marxista”. He ahí la contrarrevolución necesaria y, coincidiendo con el credo aceleracionista tecnológico, rápida y sin concesiones. Por un lado, purgando de manera traumática a los empleados públicos considerados enemigos; por el otro, vaciando de poder a Washington en un doble movimiento: expandir el poder presidencial sobre el Congreso, y devolver a los estados, los Gobiernos locales y las familias un mayor poder decisorio sobre la cosa pública. He ahí también la gran obsesión ultraconservadora: la denominada “agenda woke” y las políticas de diversidad, equidad e inclusión (DEI).

La presidencia imperial

Trump está representando como nadie antes la teoría del poder unitario, en la que también ahonda Vought. Según esta teoría, el presidente tiene autoridad directa sobre toda la burocracia federal y sería inconstitucional que el Congreso creara reductos de autoridad independiente en la toma de decisiones. Con un Congreso cada vez más bajo control e inoperante frente a los deseos del presidente, nos encontraríamos en lo que el historiador Arthur Schlesinger denominó en 1973, a la sombra de los escándalos de Nixon, una “presidencia imperial”. Esta presidencia imperial tiene lugar cuando el equilibrio entre poder y rendición de cuentas se rompe, el primero aumenta y la segunda se estrecha. Para Schlesinger, el adjetivo tendría también un doble sentido: por un lado, un poder cuasi omnímodo de un presidente capaz de subyugar cualquier control legislativo o judicial. Por otro lado, la visión de Estados Unidos como el último imperio, cuyo territorio alcanzaría desde el Pacífico Oriental hasta las bases militares en Europa y Oriente Próximo.

Trump ha recuperado esta visión imperial tirando de una cercenada e interesada historia de Estados Unidos para delimitar su desordenada y caótica presidencia. Como Andrew Jackson hace casi dos siglos, Trump ya se ve como un monarca, y mientras sigue al presidente William McKinley en el uso de aranceles como arma negociadora, parece haber emprendido una nueva expansión imperial como las del propio McKinley o Theodor Roosevelt. Sus ojos están puestos en Panamá, Canadá, pero, sobre todo, en Groenlandia.

En este nivel es donde los señores de la tecnología sueñan con un futuro paradójicamente pre-Antiguo Régimen. Inspirados por la filosofía neoreaccionaria enarbolada por autores-blogueros como Curtis Yarvin o Nick Land, Musk y compañía aspiran a que los Estados nación modernos —y la democracia— sucumban frente a ciudades-Estado controladas por corporaciones. Estas ciudades actuarían como sus dominios tecnofeudeales, compitiendo unas con otras en un mundo hipertecnologizado. Un ejemplo es Starbase, proyecto en el sur de Texas auspiciado por SpaceX, la compañía espacial de Musk, que podría convertirse oficialmente en ciudad en mayo próximo. Pero también los planes de convertir las ruinas de Gaza en “la Riviera de Oriente Próximo” vía una limpieza étnica auspiciada por la entente Estados Unidos-Israel y que el propio Yarvin ha saludado con entusiasmo. Ahí es donde la posesión de la cuasi inhabitada Groenlandia cobra sentido más allá de las narrativas acerca de la seguridad y el acceso a recursos frente a Rusia y China.

Hacia el fin de la hegemonía estadounidense

En un viaje por Estados Unidos a mediados de los años ochenta, el sociólogo francés Jean Baudrillard observó la paradoja del sistema estadounidense: “Estados Unidos ya no tiene la misma hegemonía. [No obstante,] en cierto sentido su hegemonía es inapelable e indiscutible”. Ya entonces, en plena efervescencia reaganiana, Baudrillard entendió que el imperio entraba en una fase de crisis que pondría a prueba su poder. Sólo una serie de sucesivos retoques superficiales mantenía la maquinaria sin oposición alguna: “Una potencial estabilización por inercia, una asunción de poder en el vacío”, algo parecido a “la pérdida de las defensas inmunitarias en un organismo sobreprotegido”.

Según el crítico francés, a punto de derrotar al gran enemigo soviético y por tanto ya sin adversario, Estados Unidos también había perdido su energía interna. Hoy en día, es posible que más allá de volar el orden mundial salido de la Segunda Guerra Mundial, la que Baudrillard bautizó como “la única sociedad primitiva que queda” haya decidido simplemente apretar el botón de reseteo. Con todas las consecuencias para todos.

Publicado por: Diego E. Barros

Fuente de esta noticia: https://elordenmundial.com/estados-unidos-contrarrevolucion-trump-politica-imperialismo/

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