

Semana Santa en Medellin Colombia
Cada año, cuando marzo o abril marcan el inicio de la Semana Santa, Colombia se transforma. Las grandes ciudades disminuyen su ritmo, los pueblos se llenan de fervor religioso, y la vida cotidiana da paso a una experiencia colectiva de fe, tradición y recogimiento. Para millones de católicos, esta no es solo una celebración religiosa: es un momento de pausa espiritual que conecta generaciones, territorios y costumbres. Es la conmemoración de la Pasión, Muerte y Resurrección de Jesucristo, pero también un viaje hacia lo más profundo del alma humana.
La Semana Santa es uno de los pilares de la tradición católica. No solo recuerda los últimos días de Jesús, sino que invita a revivirlos desde la fe, el arte, la cultura y las expresiones populares. En Colombia, esta celebración adquiere matices particulares: en ciudades como Popayán o Mompox, las procesiones alcanzan un nivel de solemnidad impresionante, con trajes centenarios, imágenes talladas a mano y marchas silenciosas que parecen suspender el tiempo. Pero no es necesario estar en una capital religiosa para sentir el peso simbólico de estos días. Desde las zonas rurales hasta los barrios más modestos, la Semana Santa es vivida como un acto de devoción íntima y comunitaria.
Cada día tiene su propio peso espiritual. El Domingo de Ramos abre el camino con la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén, en medio de palmas y vítores. La multitud lo aclama como el Mesías, sin saber que los días venideros estarán marcados por la traición, el dolor y la cruz. El Lunes Santo, el relato nos lleva a Betania, a la casa de María, Marta y Lázaro, donde Jesús es ungido con perfume, mientras en Jerusalén expulsa con ira a los mercaderes del templo, defendiendo la pureza del lugar sagrado.
El Martes Santo es un día de advertencias y revelaciones. Jesús anuncia a sus discípulos que será traicionado, que Pedro lo negará. El miedo, la duda y la debilidad humana emergen con fuerza. El Miércoles Santo simboliza el inicio de la traición: Judas acuerda con el Sanedrín entregar a Jesús a cambio de treinta monedas de plata. La historia sagrada se adentra así en sus momentos más oscuros.
El Jueves Santo se vive con especial reverencia. En la Última Cena, Jesús instituye la Eucaristía, lava los pies de sus discípulos como muestra de humildad y amor, y les deja sus últimas enseñanzas. Esa noche, en el Huerto de Getsemaní, ora con angustia mientras sus amigos duermen, hasta que es arrestado por los soldados. El Viernes Santo, la humanidad entera parece quedar en silencio. Es el día del sacrificio supremo: Jesús es juzgado, golpeado, coronado con espinas y crucificado en el Monte Calvario. El Vía Crucis revive cada paso de su dolor. Es un día de ayuno, reflexión y duelo. Las campanas no suenan, los templos se llenan, y el luto se siente en el aire.
El Sábado Santo representa la espera. La iglesia se sumerge en el silencio, la tristeza de María es la tristeza del mundo. No hay misas, no hay cantos. Solo hasta la noche, cuando la Vigilia Pascual enciende la luz del cirio pascual, comienza a renacer la esperanza. Esa luz anuncia lo que millones de fieles esperan: el Domingo de Resurrección, cuando la tumba queda vacía y Cristo resucita, venciendo a la muerte y ofreciendo a sus seguidores la promesa de una vida nueva. Es el clímax de la fe cristiana, un estallido de alegría que contrasta con la gravedad de los días anteriores.
Pero en medio de la liturgia y el rito, también florecen mitos, leyendas y creencias populares que han sobrevivido a lo largo del tiempo y que aún perviven, especialmente en regiones rurales. En muchas zonas del país, por ejemplo, se evita bañarse el Viernes Santo, bajo la creencia de que hacerlo —especialmente en ríos o quebradas— podría convertir a la persona en pez. Una idea que, aunque suene fantástica, refleja el respeto profundo por el carácter sagrado del día.
También es común escuchar que no se debe salir de casa después de las 3:00 p.m. del Viernes Santo, la hora en que se cree que Jesús murió. Muchos evitan esa franja horaria por respeto, otros por temor a atraer desgracias. Asimismo, hay quienes prohíben vestirse de rojo durante toda la Semana Santa, ya que el color se asocia con la pasión carnal o incluso con el demonio. El pescado se impone como alimento en estos días no solo por tradición religiosa, sino porque se considera más humilde, más «apto» para el espíritu penitente.
Estas creencias, lejos de ser supersticiones aisladas, hacen parte del tejido cultural del país. Son expresiones de una religiosidad popular que se niega a desaparecer, que adapta la fe a lo cotidiano, al miedo, al misterio, a lo inexplicable. Son formas en las que el pueblo colombiano ha hecho suya la Semana Santa, dándole una voz propia, distinta, emocional.
En un mundo cada vez más acelerado, más conectado y más distante de lo espiritual, la Semana Santa nos recuerda el valor del silencio, de la pausa y de la memoria. Nos invita a detenernos, a mirar hacia adentro y a contemplar no solo el dolor de una cruz, sino la posibilidad del renacer. Más que una tradición, es un espejo donde la humanidad se reconoce frágil, contradictoria, pero también profundamente esperanzada.
Y en Colombia, esa esperanza camina por las calles, se cuela entre los rezos, se eleva en las velas encendidas, y se abraza con las historias de los abuelos que aún creen que bañarse en un río el Viernes Santo puede cambiar tu destino. Porque aquí, la Semana Santa no solo se celebra. Se vive. Se siente. Se hereda. Y sobre todo, se cree.
carloscastaneda@prensamercosur.org
