

Soy hija de un argentino y una mineira brasileña, y desde que tengo memoria, la integración regional ha sido parte de mi vida. Crecí entre historias de mi padre, que cruzó la frontera en 1987 buscando libertad tras los años oscuros de la dictadura argentina y las heridas de la Guerra de Malvinas, y las enseñanzas de mi madre, quien aprendió en el Instituto Helena Antipoff que la inteligencia florece en la interacción con el entorno.
Mi padre llegó al Brasil como estudiante del programa de intercambio cultural entre ambos países, inspirado por el maestro argentino Christian Caubet, quien ya entonces veía la geopolítica a través del prisma de la Bacia del Prata. Mi madre, por su parte, aprendió en los años 70 que excluir al diferente empobrece la inteligencia colectiva. Estas influencias me forjaron como una entusiasta del Mercosur, convencida de que la integración regional y la inclusión son las claves para sanar las heridas de América Latina.
El Mercosur nació en 1991 como un sueño compartido: integración económica, paz duradera y un futuro próspero. En sus más de tres décadas, ha logrado hitos significativos: redujo tarifas comerciales en un 90%, creó un mercado común de casi 300 millones de personas y permitió que millones vivan y trabajen en cualquier país miembro sin trabas burocráticas. Más que un acuerdo económico, el Mercosur es un espacio de intercambio y pertenencia, una utopía que mi padre solo vio materializarse décadas después de cruzar la frontera con una maleta y un sueño.
Sin embargo, hoy el Mercosur enfrenta uno de sus momentos más frágiles desde la crisis de 2001. La reciente elección de Javier Milei como presidente de Argentina amenaza con desmantelar los cimientos del bloque. Al calificarlo despectivamente como un «entullo ideológico» y priorizar acuerdos bilaterales con potencias como Estados Unidos y Europa, Milei ignora la interdependencia regional y trata a Brasil y Uruguay como competidores, no como aliados. Esta visión neoliberal, obsesionada con una supuesta «libertad» individualista, erosiona el espíritu colectivo que dio origen al Mercosur.
A pesar de las tensiones actuales, el Mercosur sigue siendo crucial para América Latina. Representa el 63% del PIB regional y es un actor relevante en foros globales donde se defienden causas como la soberanía alimentaria y las energías limpias. Pero su esencia como símbolo de una utopía latinoamericana se tambalea frente a los egoísmos nacionales y la tentación autoritaria de algunos gobiernos, más interesados en estrechar manos de CEOs y magnates que en fortalecer los lazos entre vecinos.
La geografía nos recuerda constantemente nuestra interdependencia. Los ríos Paraná, Paraguay y Uruguay fluyen como arterias vitales a través de la Bacia del Prata, ignorando fronteras políticas. Y bajo nuestra tierra yace el Aquífero Guaraní, la mayor reserva de agua dulce del planeta, un tesoro invaluable en un mundo donde este recurso es cada vez más escaso. La integración regional no es solo una opción; es nuestro destino.
La historia nos ha enseñado que nuestras riquezas naturales han sido a menudo nuestra maldición. Eduardo Galeano lo denunció en *Las venas abiertas de América Latina*, pero también señaló que la unión podría ser nuestra redención. La integración no es un proyecto romántico ni idealista; es una estrategia necesaria para evitar repetir los ciclos de explotación que nos han marcado durante siglos.
Así como mi madre aprendió que los niños de diferentes contextos pueden construir juntos conocimiento, los países del Mercosur deben aprender a cooperar para prosperar. Un productor brasileño de soja y un pescador argentino pueden encontrar soluciones conjuntas para reinventar nuestra economía regional. La clave está en reconocer que nuestras culturas, economías y recursos son partes interconectadas de un ecosistema común.
Los ríos de la Bacia del Prata nos enseñan esta lección mejor que cualquier tratado: o tejemos redes solidarias para proteger nuestras riquezas compartidas, o seremos testigos de cómo América Latina vuelve a convertirse en un capítulo triste en un libro que ya hemos leído demasiadas veces.
Como ciudadana nacida entre Brasil y Argentina, sigo albergando una esperanza obstinada: que nuestra región, unida, pueda algún día escribir su propio destino. Un destino donde no solo compartamos mercados y recursos, sino también sueños y proyectos comunes que nos fortalezcan como pueblo latinoamericano.
Con información Victoria Martina Chaves Gallo
