La enorme pureza intelectual de Henri Bergson (1859–1941) lo posicionó en las antípodas del mecanicismo tras un siglo de fuerte auge de las ciencias positivas en descrédito de la metafísica,que tiene por objeto el estudio del ser fuera del dato puramente empírico.
Hoy prácticamente desconocido, Bergson fue uno de los intelectuales más importantes de la filosofía continental europea a principios del siglo XX. Ganador del Premio Nobel de Literatura en 1927, el filósofo francés planteó que la ciencia presentaba una imagen deformada y reduccionista de la realidad. Ciencia que, en efecto, aísla la realidad en fragmentos y detiene el fluir constante propio de la vida que jamás detiene su marcha. La vida es movimiento indivisible e imprevisible que deviene en direcciones divergentes. Es multiplicidades cualidades. Es la percepción de la duración sostenida por el impulso vital –su famoso “élan vital”–. La ciencia, en cambio, se recluye en lo estático e inmóvil para crear divisiones artificiales y aprehender porciones parciales de la realidad. Simplifica y elimina todas las capas de lo real que nos transportan a las profundidades de aquello que es único y singular. No asume, en sentido filosófico, la complejidad de la vida, la mutación constante, muchas veces inexplicable e inexpresable del mundo. Porque es una realidad que la ciencia es incapaz de capturar, puesto que todo lo traduce en leyes formales o, simplemente, representa un cúmulo de reacciones fisicoquímicas contenidas dentro del espacio–tiempo –controversia que lo llevó a disentir con el mismo Albert Einstein sobre la teoría de la relatividad y la noción de tiempo en Durée et simultanéité, publicado en 1922– disociado del impulso original creador que hace posible la vida.
Para ello, Bergson debió mostrarnos un camino que se abre paso directo a la realidad, sin intermediarios dialécticos, como propone la lógica abstracta con razonamientos puramente conceptuales, sino a través del noble método de la intuición. Término que esclarece en el ensayo titulado Introduction à la métaphysique (1903): “Llamamos aquí intuición a la simpatía por la cual uno se transporta al interior de un objeto, para coincidir con aquello que tiene de único y en consecuencia de inexpresable”. Método que precisamente se distancia de la pura analítica del racionalismo en esencia sistémico: “Hay, por lo menos, una realidad que todos captamos desde adentro por intuición y no por simple análisis”. No procuró construir una arquitectónica al estilo de Kant o Hegel entre especulación y praxis desencarnada de lo vital, sino en ir a lo inmediato. Lejos del juego superficial de las formas aparentes, sistema de los juicios y categorías, pues todo lo explicativo radica en la sensibilidad que se dirige al fenómeno –al objeto empíricamente dado– gracias a los modos de conocer o leyes del entendimiento, pero que, sin embargo, no alcanza a vislumbrar su trasfondo: el impulso originario. No se refiere al Espíritu Absoluto –esa especie de yo-supraindividual abstracto– que se configura en el autodesarrollo de la idea como concreción sintética entre lo ideal y lo real, porque en el fondo el idealismo se encierra en objetos puros de pensamiento sin indagar en lo inmediatamente real. Tampoco es el mundo geométrico de Descartes, el que problematiza y divide lo real en fragmentos, ya sea entre la sustancia pensante –res cogitans– o la sustancia extensa –res extensa–. Bergson fue más allá, pretendió penetrar en el flujo continuo de la existencia, en la fuerza impulsora de todo lo real, íntimo y espiritual que emana del manantial mismo de la vida y dirige las formas tanto orgánicas como inorgánicas.
Su primera obra se tituló Essai sur le données immédiates de la conscience (1889), gracias a la cual obtuvo su doctorado. Las originales ideas expuestas abordaron temáticas como la libertad, el tiempo o la conciencia. Hace, en primer lugar, una distinción entre aquellos fenómenos que ocupan lugar en el espacio y fenómenos que no ocupan espacio alguno. Bergson se inclinó a estudiar estos últimos sin yuxtaponer tales problemas a la extensión, que caben bien a los objetos materiales, porque se trata, en realidad, de problemas inextensos. Se prioriza la calidad sobre la cantidad. En la primera y segunda parte de la obra el filósofo vitalista estudia las nociones de intensidad y duración, para luego servir de antesala al problema de la libertad. Los estados psicológicos se caracterizan por sus grados de intensidad capaces de crecer o disminuir, como la sensación o el sentimiento de los cuales ningún elemento extensivo parece intervenir: “Ciertos estados del alma nos parecen, con razón o sin ella, bastarse a sí mismos: tales son las alegrías y las tristezas profundas, las pasiones reflexivas, las emociones estéticas”. Junto a los grados de intensidad se distinguen también grados de profundidad o elevación como en la simpatía moral o los sentimientos estéticos que, bajo una intensidad creciente, trae consigo un progreso cualitativo, no mensurable. Son emociones en estado único y en su género indefinibles. Estos estados profundos no parecen responder a una causa exterior.
El tiempo para Bergson es duración –durée– que se expresa de manera cualitativa y no cuantitativa, ipso facto, reflejada en abstracciones ideales numéricas. Por eso distingue entre la duración en la que interviene la idea de espacio y la duración pura de toda mezcla: “La duración completamente pura es la forma que toma la sucesión de nuestros estados de conciencia cuando nuestro yo se deja vivir, cuando se abstiene de establecer una separación entre el estado presente y los estados anteriores”. Es despliegue de flujos continuos que no pueden separarse. Es la multiplicidad cualitativa de los “estados del yo”: “La conciencia opera una discriminación cualitativa sin segunda intención alguna de contar las cualidades o incluso hacerlas varias”. Esa es la verdadera naturaleza que capta la conciencia, ciertamente porque no presenta semejanza alguna con la multiplicidad distinta que forma un número. El sentimiento, por ejemplo, es un ser que vive, se desarrolla y cambia sin cesar, es una duración cuyos momentos se penetran mutuamente. Sin embargo, si se separan uno de otros y se los despliega en el tiempo y espacio, pierden su vida, su animación, su color. En otras palabras, la ciencia que extiende sus hipótesis en el tiempo y espacio sustituye el yo real, el yo concreto en forma de representaciones simbólicas, concluye Bergson al final de la segunda parte del ensayo.
En Matière et mémoire (1896) establece dos clases de memoria: memoria-hábito –mecánica–, o que repite, y memoria-recuerdo –espiritual–, u otra que imagina. La primera se halla inserta en el presente, mirando el porvenir: “Ella no ha retenido del pasado más que los movimientos inteligentemente coordinados que representan un esfuerzo acumulado”. Orden riguroso y sistemático que se figuran en movimientos actuales. No representa el pasado sino más bien lo actúa. Prolonga un momento útil en el presente. Su movimiento nos lleva hacia delante para poder obrar y vivir, montando un mecanismo, creando un hábito en el cuerpo. Mientras la segunda se registra bajo la forma de imágenes-recuerdo todos los acontecimientos de nuestra vida cotidiana a medida que se desarrollan: su fecha y ubicación. Almacena el pasado sin utilidad alguna, solo por necesidad natural. Gracias a ella “es posible el reconocimiento inteligente, o intelectual más bien, de una percepción ya experimentada; en ella nos refugiamos todas las veces que remontamos la pendiente de nuestra vida pasada para buscar cierta imagen”. Para su evocación es preciso abstraerse de la acción presente para adentrarse a un pasado que parece siempre escurridizo. Esta memoria espiritual está ligada al sentido de duración real.
El libro L’énergie spirituelle (1919) reúne diversas conferencias a comienzos del siglo XX. La obra se divide en dos partes. La primera aborda problemas inherentes a la psicología y la filosofía. La segunda se enfoca a dilucidar el método que ya hemos hecho mención tanto en sus orígenes como en sus aplicaciones. Contrario a un pensamiento que tiende a cerrarse y sistematizarse, cuyo basamento radica en el método de la experiencia a fuerza de razonamientos con la ilusión de llegar al conocimiento definitivo, aparecen sentencias cargadas de belleza espiritual y poética: “La materia es inercia, geometría, necesidad. Pero con la vida aparece el movimiento imprevisible y libre. El ser viviente elige o tiende a elegir. Su rol es crear. En el mundo donde todo el resto está determinado, una zona de indeterminación lo rodea”. La energía espiritual explora aquellos temas siempre vigentes en todas las obras del pensador francés: conciencia y vida, alma y cuerpo, materia y memoria. Pero también investiga temáticas cargadas de originalidad como: el sueño, las patologías de la memoria, el recuerdo del presente y su falso reconocimiento, la telepatía, el esfuerzo intelectual, el cerebro y el pensamiento. Bergson parece examinar la dicotomía presente en la vida: “La conciencia es acción que sin cesar crea y se enriquece mientras que la materia es acción que se deshace o que se agota, ni la conciencia ni la materia se explican por sí mismas”. Hace reconocible lo que nuestro pensamiento tiende a romper: “En la evolución entera de la vida sobre nuestro planeta una travesía de la conciencia creadora por la materia, un esfuerzo por liberar, a fuerza de ingenio y de invención, algo que permanece aprisionado en el animal y que solo se libera definitivamente en el hombre”. Tal como se ve, Bergson buscó una visión superadora de la ciencia positiva hasta aseverar en este punto que la mecánica exige una mística. Misticismo siempre presente en sus escritos y no por ello carentes de claridad expresiva, pues, más que limitarse a simples hechos de la naturaleza, penetró en ellos hasta dar con su dinamismo interno e impulsor.
Su ensayo más conocido y ambicioso se titula L’Évolution créatrice (1907). Allí se mostró crítico al mecanicismo y al finalismo que dominaba todas las disciplinas de la época. El movimiento evolutivo es posible gracias a la vida, empuje vital, empuje interior que alcanza a todos los seres. Una fuerza imprevisible que no se puede captar por meras fuerzas aparentes, de hecho superficiales. Captar es indagar en las profundidades vivas, ya no en el campo estrictamente científico, en perpetuo aislamiento y estudio de lo inerte, influenciado siempre por causas externas y necesarias. La vida es creación, es libertad, como una pieza de arte: “El universo dura. Cuanto más profundicemos en la naturaleza del tiempo, mejor comprenderemos que la duración significa invención, creación de formas, elaboración continua de lo absolutamente nuevo”. Bergson, en esta obra, distingue entre los cuerpos organizados y no organizados –o cuerpos brutos–. Lo orgánico, poseedor de vida, crece y se modifica sin cesar. Compuestas de partes heterogéneas que se completan las unas con las otras, el cuerpo vivo es solidaria con el todo, hasta el punto, dice Bergson, que es difícil distinguir la individualidad: “Se verá que la individualidad encierra una infinidad de grados y que ninguna parte, ni siquiera en el hombre, está completamente realizada”. La vida está siempre en vías de realización, son menos estados que tendencias. La misma necesidad de perpetuarse en el tiempo obliga a no estar en su plenitud en el espacio. Los cuerpos no organizados, en cambio, en esencia permanecen tal cual son incluso bajo una fuerza externa. Nada se crea en los cuerpos brutos, ni forma ni materia, permanece siempre invariable, estático, en el mismo sitio.
En la segunda parte de la obra el filósofo francés también hace una distinción entre Inteligencia e instinto. La inteligencia se vincula a la idea de fabricación. Es la invención mecánica que fabrica y utiliza instrumentos artificiales, y traza, a su vez, el camino del progreso. Para el Homo faber: “la inteligencia considerada en lo que parece ser su punto de partida, es la facultad de fabricar objetos artificiales, particularmente utensilios para hacer utensilios, y de variar indefinidamente su fabricación”. Al contrario, el instinto en el animal no inteligente, el instrumento forma parte del cuerpo que utiliza como facultad natural de utilizar un mecanismo innato. Hay un instinto que se sirve de él, organiza los instrumentos que ha de servirse. El instrumento fabricado inteligentemente es imperfecto, se obtiene con penosos esfuerzos, hecho de materia inorganizada, aunque con un número ilimitado de facultades, por cada necesidad que satisface crea una nueva abriendo un campo indefinido de posibilidades.
El instinto es un instrumento apropiado y presenta un grado de perfección inigualable con la capacidad de fabricarse y repararse por sí mismo. Por obra de la naturaleza, presenta una infinita complejidad de detalles y simplicidad en su funcionamiento. Es un instrumento especializado para un objeto determinado. Bergson a partir de estas originales ideas revela cierta causa profunda, metafísica e inmanente dentro del proceso evolutivo, no limitado a un análisis fenoménico, descriptivista, dentro de un marco físico o biológico como podríamos ver en Darwin, célebre autor del Origen de las especies (1859). El pensador francés, claro está, planteó en sus trabajos un método que penetra en el torrente intermitente de la vida. Con mirada filosófica, compatible con la ciencia, por supuesto, pero esta última debe respetar la metafísica como saber primario de la cual se desprenden todas las demás ciencias particulares –física, matemática, biología–. No es la negación lisa y llana del pensar filosófico propiamente del mundo posmoderno, es su coexistencia pacífica, armoniosa, con la causa interior que fluye con la vida, ya que se trata de: “Superponer a la verdad científica un conocimiento de otro orden, que podemos llamar metafísico”. Aquí radica el error de tildar su vitalismo de irracionalismo por el hecho de no hacer un análisis puramente cientificista que tiene como marco teórico el método experimental o, en otras palabras, meras causas externas, puro formalismo aparente, hasta desembocar en cierta actitud escéptica como formuló Kant en la Crítica de la razón pura. Vida y razón parecen marchar muchas veces por sendas opuestas.
Su concepto más famoso y que impregna toda su filosofía lo introduce en la Evolución creadora, como se adelantó al comienzo. El “élan vital” –el impulso vital– genera diversas direcciones. Está detrás de todos los procesos vitales. Es la fuerza del espíritu la que se abre paso en la vida. A la vida no se la indaga con los ojos de la ciencia positiva, porque “su objeto de estudio no es revelarnos el fondo de las cosas, sino proporcionarnos el mejor medio de actuar sobre ellas”. Ese fondo, el que Bergson trató de mostrarnos, es el impulso que origina el movimiento de la vida, su constante devenir. La vida es como un gran tejido donde todo se relaciona entre sí. La conciencia, el espíritu, la materia, la duración, lo orgánico, lo inorgánico, la moral, la religión, las leyes físicas, los animales, y en especial el hombre, forman parte de esa gran unión vital que maravillosamente el pensador francés visualizó en el transcurso de su existencia. Basta ver ese perpetuo fluir del cosmos para percibir cada uno de los brillantes pensamientos que nos legó Henri Bergson.
Ignacio A. Nieto Guil
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