El 2 de octubre de 1992, una pelea entre presos derivó en un tumulto dentro de una prisión brasileña, la más sobrepoblada de América Latina. Para controlarlo, policías militares y soldados del Ejército y dispararon a mansalva contra los reclusos. Las maniobras para encubrir los asesinatos y los testimonios de los sobrevivientes y los peritos que los sacaron a la luz las ejecuciones a sangre fría
La crudeza de los datos vuelve innecesario cualquier adjetivo: 341 policías militares, armados con armas pesadas con munición letal y acompañados por perros entrenados, entraron a una cárcel, dispararon contra los presos y en apenas 20 minutos mataron a 111 e hirieron a otros 110. Eso según el informe oficial, porque los testimonios coinciden en que las víctimas fueron muchas más. En las filas policiales no hubo bajas, ni siquiera heridos leves. Ocurrió la tarde del 2 de octubre de 1992 en el Complejo Penitenciario de Carandiru, en pleno centro de San Pablo, y treinta años después sigue siendo la mayor masacre registrada en una prisión brasileña.
Por si hiciera falta una comparación de la magnitud de esa carnicería, en la Argentina la Masacre del Pabellón Séptimo de la Cárcel de Devoto, ocurrida el 14 de marzo de 1978, según las cifras oficiales tuvo un saldo de 64 prisioneros muertos, casi todos devorados por las llamas que se propagaron en el recinto cerrado sin que nadie hiciera el más mínimo gesto para auxiliarlos.
Sin embargo, la comparación no es del todo válida por una cuestión de escala. En Carandiru, la cárcel más grande su superpoblada de América latina, todo era monstruoso. Tenía una capacidad para 3.250 presos, pero para octubre de 1992 había casi siete mil, de los cuáles más de dos mil estaban hacinados en el Pabellón Noveno. Muchos de los reclusos no tenían condena firme, sino que estaban detenidos a la espera del juicio. De hecho, 89 de los 111 muertos en la masacre estaban encerrados con “prisión preventiva”. El promedio de edad de las víctimas se calculó en 22 años.
A cargo de la cárcel estaba el director José Ismael Pedrosa, un hombre de extensa trayectoria en el Servicio Penitenciario brasileña, en cuya foja de servicios se combinaban las felicitaciones de las autoridades con denuncias de represión injustificada y violaciones de los derechos humanos. En el caso de Carandiru, con una simple orden desató la masacre.
La matanza
La tarde del viernes 2 de octubre, un partido de fútbol derivó en una pelea entre presos que pronto se convirtió en un tumulto que tuvo su epicentro en el Pabellón Noveno. Hubo peleas a golpes y también con armas blancas, y algunos presos iniciaron fuego prendiendo un colchón. Según la versión que dieron las autoridades, se trataba de un motín, pero ninguno de los testimonios recogidos entre los sobrevivientes permitió corroborarlo. La mayoría dijo que fue una pelea entre dos presos que fue escalando y que nadie tenía la intención, ni la posibilidad, de tomar la cárcel.
En lugar de resolver la situación con sus propias fuerzas o pidiendo refuerzos al servicio penitenciario, el director Pedrosa pidió a la Policía Militar (PM) que reprimiera “el motín”. La misión recayó en el coronel Ubiratan Guimarães, que se puso al mando de tres batallones de la PM y, además, pidió un refuerzo de soldados al Ejército.
Primero impuso un cerco alrededor del penal para evitar que se acercaran civiles. La excusa fue garantizar la seguridad, pero en realidad buscó -y logró- que ningún periodista ni funcionario judicial pudiera ver lo que iba a ocurrir.
A las 15:30, Guimarães dio la orden y 341 policías militares y soldados irrumpieron en el complejo. Llevaban armas de puño automáticas, ametralladoras y perros entrenados. Los disparos no tardaron en empezar a sonar. No buscaban controlar un motín sino perpetrar una masacre que sirviera como escarmiento. Dentro del penal estaba el doctor Drauzio Varella, uno de los médicos de Carandiru, que fue testigo directo de lo que pasó a continuación: “Mandás a invadir un pabellón a oscuras, con un colchón encendido en medio de la humareda, mandás a policías que no conocen la cárcel por dentro (eran policías militares, estaban trabajando en la calle, pelotón de choque), con un perro en una mano y una ametralladora en la otra mano: ¿qué creés que va a suceder?”, contó después.
Tanto Varella como muchos de los sobrevivientes dejaron en claro que no hubo enfrentamientos sino ejecuciones. “Los policías entraron arremetiendo contra todo lo que se movía y lo que no se movía. Imaginate: estás ahí preso, tenés un cuchillo en una mano y aparece en la punta de la galería un pelotón de policías militares con ametralladoras en la mano y un perro. ¿Qué hacés en ese momento? Vas a tu celda, tiras el cuchillo y te escondés dentro de la celda. No tenés ninguna posibilidad de enfrentarlos”, relató el médico.
Testimonios concluyentes
En sus comunicados, el Servicio Penitenciario y la Policía Militar sostuvieron que dentro del penal se había desarrollado una batalla entre los presos y los policías. El “resultado” del supuesto enfrentamiento los desmintió de manera flagrante: 111 muertos y 110 heridos entre los presos, mientras que ningún policía tenía siquiera un rasguño. La reconstrucción que se hizo a partir de las declaraciones de los sobrevivientes y algunos testigos como el médico Varella dejaron en claro que los presos se rindieron de inmediato pero que los policías siguieron disparando, que muchos se refugiaron en sus celdas para escapar de las balas pero que fueron ejecutados allí a sangre fría.
El preso Sidney Salles tuvo suerte porque el policía que lo persiguió hasta su celda le “perdonó” la vida después de decirle que lo iba a matar. “Cuando salí a la galería, vi un montón de cadáveres tirados en el suelo. Nos ordenaron sacar a los muertos y cargué unos veinticinco cuerpos. Los bajábamos de los pisos y los amontonábamos en el patio. Esta escena ha sido una constante en mi mente. En los días después de la masacre, las imágenes de los cuerpos ensangrentados me torturaban psicológicamente de noche, cuando dormía. A menudo me despertaba gritando, en pánico”, contó.
El perito criminal Osvaldo Negrini, de la Policía Civil, fue la primera persona que entró a la cárcel después de la masacre. “Cuando llegué, para alcanzar el primer piso tuve que subir una escalera: era una cascada de sangre. La sangre corría escalera abajo y me llegaba hasta la canilla”, testimonió después de uno de los juicios. También pudo reconstruir que 85 de las 111 víctimas fueron ejecutadas a sangre fría en sus celdas. “Muchos disparos fueron realizados desde las ventanillas de las puertas de las celdas y encima con ametralladora. Así los policías conseguían matar a cuatro o cinco presos de una vez. No había necesidad de una acción de este tipo, los reclusos ya estaban dominados. Pero, no se sabe por qué razón, optaron por exterminar a varios de ellos simultáneamente”, recordó.
Los testimonios también sacaron a la luz las maniobras de encubrimiento que intentó la policía después de la matanza: plantar armas en las celdas y recoger todos los casquillos de las balas disparadas para dificultar el trabajo de los forenses. “No haber encontrado ninguna cápsula hizo imposible individualizar las conductas de los policías ni identificar a quienes dispararon en cada caso, pero las paredes hablaban, la historia estaba escrita en ellas”, declaró en el juicio y detalló que se habían encontrado más de quinientos impactos contra los muros.
Una larga impunidad
La prisión de Carandiru fue demolida el 9 de diciembre de 2002, poco después de grabarse en su interior una película que reconstruía los hechos de la masacre. Para entonces, los procesos judiciales avanzaban con lentitud y muy pocos resultados.
El proceso judicial se prolongó durante décadas y hubo que esperar hasta 2013 para que la Justicia condenara a 74 de los policías que participaron en la represión por la muerte de 77 presos. Las penas contra ellos oscilaron entre los 48 y los 624 años de cárcel, sin embargo, ninguno cumplió con la pena utilizando las apelaciones.
El coronel Guimarães, jefe del operativo, ya había sido condenado en 2001 a 632 años de prisión por 102 de las 111 muertes en la masacre (seis años por cada homicidio y veinte años por cinco tentativas de homicidio). No cumplió un solo día de cárcel, porque al año siguiente, mientras apelaba la sentencia, fue elegido diputado estatal de San Pablo y luego logró que el Tribunal de Justicia de San Pablo anulara la sentencia condenatoria por un “error” de procedimiento.
Guimarães fue asesinado en su casa de un tiro en la cabeza en 2006 y en la pared del edificio donde vivía apareció días después una pintada con aerosol que decía: “Aquí se hace, aquí se paga”. El director de la cárcel, José Ismael Pedrosa, no tuvo mejor suerte que el coronel. Lo mató un comando del grupo criminal Primeiro Comando da Capital (PCC), una organización nacida en las cárceles que lo tenía amenazado de muerte desde poco después de la masacre.
Los 74 policías condenados por la masacre fueron indultados por el expresidente Jair Bolsonaro el 23 de diciembre de 2022, en una de las últimas medidas que tomó durante su gobierno, pero menos de un mes después, ya con Lula en la presidencia del país, el Tribunal Supremo de Brasil anuló esos indultos.
La masacre de Carandiru pareció marcar un punto de inflexión en el sistema carcelario de San Pablo y de todo el país, con la creación prisiones más pequeñas y alejadas de los centros ciudadanos. Fue apenas una ilusión: según los últimos registros disponibles, de 2023, Brasil tiene la tercera población carcelaria del mundo y la primera de América Latina. Los presidios están un 55% por encima de su capacidad. En números concretos, son cerca de 750.000 reclusos, de los cuales un tercio está detenido con prisión preventiva, que sobreviven en condiciones inhumanas de encarcelamiento.
infobae.com
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