Durante 55 años ese edificio, uno de los pocos ejemplos de arquitectura industrial moderna de Barcelona, fue la sede de la editorial Gustavo Gili. Ahora, tras una remodelación que ha costado varios millones de euros, se ha convertido en la central de operaciones de Amazon en esta ciudad. Gracias a toda esa tecnología de la eficiencia y la inmediatez que ahora alberga, Barcelona es ya una de las 45 ciudades del mundo en que la empresa asegura la entrega del producto en una hora. La librería Canuda, que cerró en 2013 tras más de ochenta años de existencia, es ahora un Mango de proporciones faraónicas. La centenaria librería Catalònia es ahora un McDonald’s con decoración modernista y kitsch. La expropiación es literal, física, pero también simbólica.
Si escribes en Google “Amazon librería” te aparecen decenas de links a páginas de Amazon donde se venden estanterías. No me cansaré de repetirlo: Amazon no es una librería, sino un hipermercado. En sus almacenes los libros están colocados al lado de las tostadoras, los juguetes o los monopatines. En sus nuevas librerías físicas los libros están colocados de frente, porque solo exhiben los 5000 más vendidos y valorados por sus clientes, muy lejos de la cantidad y del riesgo que caracterizan a las auténticas librerías. Ahora se plantea repetir la misma operación con pequeños supermercados. Para Amazon no hay diferencia entre la institución cultural y el establecimiento alimenticio y comercial.
La historia de Bezos es la de una larga expropiación simbólica. Escogió la venta de libros y no de aparatos electrónicos porque vio un nicho de mercado: no todos los títulos disponibles cabían en las librerías y él sí podía ofrecerlos todos. En los años noventa había pocos competidores de gran tamaño (sobre todo Barnes & Noble y Borders) y los distribuidores ya tenían el catálogo adaptado a la época digital, con los códigos ISBN incorporados. Por eso hizo un curso de la Asociación de Libreros Americanos y se apropió en un tiempo récord del prestigio que los libros habían ido acumulando durante siglos.
Todavía hoy, cuando Amazon produce series de televisión, ofrece música online, acaba de incorporar a su oferta piezas de coches y de motocicletas y se plantea ser operador de telefonía móvil, todo el mundo vincula esa marca con el objeto y el símbolo que llamamos libro. El Kindle, desde su lanzamiento en 2007, ha imitado la forma de las páginas y el tono de la tinta. Por suerte, el tacto vegetal y el olor a lignina no son de momento reproducibles en la pantalla. Para bien o para mal, todavía no somos capaces de recordar con la misma precisión lo que leímos en papel y lo que leímos en e-book. Las transiciones arquitectónicas son rápidas; no tanto, por suerte, las mentales.
Todos llevamos implantes. Todos dependemos de esa prótesis: nuestro teléfono móvil. Todos somos cíborgs: bastante hombres, un poco máquinas. Pero no queremos ser robots. El trabajo que deben realizar los empleados de Amazon es robótico. Lo ha sido desde el principio: en 1994, cuando eran cinco personas trabajando en el garaje de la casa de Jeff Bezos en Seattle, ya estaban obsesionados con la rapidez. Lo ha sido durante veinte años, llenos de historias de estrés laboral y de acoso y de trato inhumano para lograr la maldita eficiencia extrema que solo es posible si eres una máquina.
Ahora los amazonians son auxiliados por robots Kiva, capaces de levantar 340 kilos y de moverse a metro y medio por segundo. Sincronizados con los trabajadores humanos a través de un algoritmo, se ocupan de elevar los estantes para facilitar la recogida de los productos. Una vez que se han reunido los productos que el cliente ha comprado, otra máquina, llamada Slam, con su gran cinta transportadora, se encarga de escanearlos y empaquetarlos. Kiva y Slam son los productos de años de investigación. Amazon ha convocado competiciones de robots, en el marco de la International Conference on Robotics and Automation de Seattle, para perfeccionar su procesamiento de los pedidos. En una de las ediciones las máquinas diseñadas por el MIT o la Universidad Técnica de Berlín tenían que recoger en el menor tiempo posible un patito de goma, una bolsa de galletas Oreo, un perrito de juguete y un libro. Para Amazon no hay diferencia sustancial entre esas cuatro cosas. Son mercaderías de rango equivalente. Pero no para nosotros. Amazon ha eliminado progresivamente el factor humano.
Durante los primeros años contó con redactores que escribían reseñas de los libros en venta; ahora ni siquiera hay mediación en el procedimiento de maquetar y subir a la red un libro autoeditado. Ha robotizado la cadena de distribución y pretende que los consumidores actuemos del mismo modo. Pero no. Porque para nosotros un libro es un libro es un libro. Y su lectura –atención y regalo– es un rito, el eco del eco del eco de lo que fue sagrado.
Jorge Carrión (Tarragona, 1976), es un escritor, ensayista y crítico literario español. Es doctor en humanidades por la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona (UPF) y codirector del Máster en Creación Literaria en dicha institución. Es autor de las novelas Los muertos, Los huérfanos, Los turistas, Los difuntos, Membrana, Todos los museos son novelas de ciencia ficción; y de varios libros de no ficción, entre los que destacan Australia. Un viaje, Librerías, Barcelona. Libro de los pasajes, Contra Amazon y Lo viral.
Mirador de Próspero
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