Era una mañana del otoño austral, húmeda y fría. A pesar de todo, me dije, puede ser un buen día para intentarlo. Tomé el teléfono y digité su número. Me atendió con la voz cansina que en esa etapa le era tan característica. Desde el hola supe que íbamos a encontrarnos. Por eso tomé esta determinación. No fue un impulso, ni siquiera un momento de debilidad. Solo la conciencia, la plenitud de la conciencia traslucida por esa migaja solar a través del ventanal. Se dice que el cristal con que se mira nos hace ver diferentes las cosas. Gran verdad, pensaba, andando entre la muchedumbre. Quien nunca estuvo en esta ciudad no puede imaginar la cantidad de personas, que, sin importar el tiempo, caminan a esas horas de la mañana.
La masa humana se mueve como un inmenso octópodo viscoso en un mar silencioso y multicolor, se enreda, se enmaraña, late, fluye en todas direcciones, oleosa, proteica. Yo soy una partícula igual a las otras, flotando, los oídos protegidos por los auriculares, intentando llegar a la orilla. Si no fuera porque ya había tomado la decisión, hubiera sido un día como cualquier otro. La existencia no es más que una sucesión de días, pensé. Pero esa continuidad, esa percepción del pasar es una prueba.
Las pruebas también son una prueba. Los obstáculos, las dificultades, pensar si tal o cual camino es más elevado para el espíritu, y esa voluntad de vivir renovada como un pagaré cotidiano. El hilo me trae a Scheherazade. Es el primer movimiento, el oleaje del mar, y soy Simbad el navegante y me sienta bien. La música me calma, me transporta, la percibo como un buen augurio, como una promesa. Nunca soy más yo mismo que en medio de la soledad, viajero intranauta, buceador de mi mundo interior.
Ahora es música sacra… parece Frescobaldi, aunque no estoy seguro. ¿Por qué Dios habrá dicho: “Por tanto dejará el hombre a su padre y a su madre, se unirá a su mujer y serán una sola carne”? Digo por lo de sumujer. Este rey, cuando conoce a Scheherazade, ya había decapitado como a tres mil esposas. Un procedimiento un poco duro, ya sé, pero si hubiera tenido que divorciarse de cada una y pasarle la consabida pensión… Por otro lado, estrenar una mujer distinta cada noche no deja de ser un estrés. Menos mal que Scheherazade solo contaba cuentos y así lo mantuvo mil y una noches. Mujer imaginativa si las hay… Supongo que en esos dos años y nueve meses el rey habrá aprovechado para reponer energías, porque de otro modo no se entiende cómo se pasaba las noches escuchándola.
Ahora hay un estudio de la Universidad de Sheffield que prueba que los tonos femeninos toman toda el área auditiva del cerebro, y por eso no es posible sostener la atención en el diálogo con una mujer por mucho tiempo. Además, las mujeres hablan en forma circular en vez de hacerlo directamente y, todavía, pretenden que adivinemos qué es lo que las ha molestado, o por qué ponen esas caras, o por qué nos les interesan los partidos de fútbol… pero pueden pasar horas en Facebook, jugando Candy crush, o viendo a Tinelli.
Hay estudios que prueban que una mujer usa entre 6000 y 8000 palabras, entre 2000 y 3000 sonidos y unos 10.000 gestos, o sea, unas 21.000 unidades de comunicación diarias. Un hombre se arregla con 7000 y todavía parece mucho. No me imagino al rey todas las noches escuchando a Scheherazade. No son las alfombras voladoras, ni las apariciones mágicas lo que le quita verosimilitud al relato. Esa actitud real es lo que no lo hace creíble. Salvo que fuera una variante de audiolagnia o narratofilia…
No entiendo por qué no se puede ser concreto. No sé por qué me dice que tiene que sacarme las cosas con calzador. ¿Compartir los pensamientos? ¿Qué necesidad de pensar en voz alta? Dicen que es un gesto de amistad para liberar los sentimientos, en realidad, parece una lista de problemas urgentes. Y, para peor, si le indico alguna solución me mira como diciendo que no es para eso que me lo está comunicando. Entonces, si no es para eso, ¿para qué me lo dice? Salta de rama en rama como un pajarillo, de un tema a otro. El discurso no tiene un hilo conductor. Al poco rato ya no sé de qué me está hablando y el misterio de la química libera ese mecanismo de protección, que Dios ha previsto en su infinita sabiduría, para la preservación de la especie.
La caminata me ha despejado la mente, cada vez razono con mayor lucidez. La alternativa podría ser una mujer muda. Esto, es como aquella comedia de Ben Jonson, Epicena o la mujer silenciosa, en la que un hombre hace buscar por toda Inglaterra una mujer muda para casarse con ella y no encuentra ninguna. Y si la encontrara, igual hablaría por señas, pretendería que la mirara todo el tiempo y si estuviera fuera de su alcance tendría una campana o un timbre para llamarme…
Desde mi muñeca las manecillas del reloj son signos de admiración. ¿¡Llegando tarde!? Las ignoré como corresponde a un hombre de mi experiencia: ella jamás era puntual. De todos modos, yo iba a llegar primero. Esta mejorada versión de mí mismo, nutrida con numerosa literatura sobre el tema, dominadora del conflicto Marte-Venus, este neoyo con base científica, estadística, doctorado en lides amorosas, era un invencible Aquiles con talón de acero inoxidable.
Entré al salón, y para mi sorpresa ella estaba allí, en la mesa de siempre, junto a la ventana. Se había recortado el cabello.
–Te recortaste el cabello –le dije.
Sonrió, me dio un beso en la comisura de la boca e hizo un gesto con la mano como invitándome a sentarme.
–¿Café?
Asintió con la cabeza. Le pedí al mozo edulcorante para ella y azúcar para mí. (En aquella época, yo todavía creía que el edulcorante importaba alguna suerte de afeminamiento).
Me miraba en silencio, esperando.
–Mira –le dije–, estuve pensando y llegué a la conclusión de que…
Ella hizo alguno de sus diez mil gestos (advertí que se puso el cabello detrás de la oreja), usó alguno de sus tres mil tonos, pero solo siete de sus ocho mil palabras: “No, no –me dijo–, cuéntame todo desde el principio”.
Guillermo Silva Grucci
Fuente de esta noticia: https://www.xn--lamaana-7za.uy/cultura/palabra-de-hombre-cuento/
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