Esta sinfonía fue una de las grandes obras maestras del compositor alemán y todavía hoy, a doscientos años de su estreno, no se inventó nada mejor para hacernos sentir que somos mejores juntos.
Hacía doce años que no se lo veía en público y, después de esa noche, nadie volvería a verlo en ningún otro evento de los que, durante décadas, lo tuvieron como protagonista. Pero algo debe haber presentido Ludwig van Beethoven ese 7 de mayo de 1824, hace exactamente doscientos años, como para, contra todos sus impulsos de retirada, no perderse el estreno de su Novena Sinfonía.
Algo debe haber intuido sobre el impacto de esa obra que había empezado a imaginar cuando se le metió en la cabeza componer música a la altura de la Oda a la alegría, un poema que Friedrich Schiller había publicado en 1785, y en la que llevaba más de diez años de trabajo formal, más toda esa ensoñación previa.
No erró Beethoven: esa sinfonía hecha de cuatro movimientos y cuya interpretación se extiende, aproximadamente, durante setenta minutos fue inscripta en 2003 en el Registro de la Memoria del Mundo de la Unesco, algo así como un muestrario de lo mejor que lleva producido la humanidad.
Hay que decir más sobre la corazonada del compositor alemán: esa partitura original, un manuscrito de más de doscientas páginas, fue la primera pieza musical en alcanzar ese reconocimiento. Si en mil o diez mil años alguien revisara los archivos de la Unesco para entender cómo es la música de la que está hecha la humanidad, la Novena Sinfonía sería la puerta de entrada. Nada menos que eso.
El poema que nunca pudo olvidar
Beethoven no fue como Mozart. Al contrario del gran niño prodigio de la música clásica, el alemán nacido en Bonn tardó algunos años más en destacarse y lograr que su nombre se impusiera. Los años de su adolescencia fueron los que trajeron ese reconocimiento, un poco por su talento y su esfuerzo, y otro poco por el alcoholismo de su padre: el jefe de hogar perdió su trabajo en la orquesta de Bonn y eso convirtió al joven Beethoven en la mayor fuente de ingresos de esa familia.
Como un virtuoso del piano, criado bajo la exigencia desbocada de ese padre, el nombre de Ludwig empezó a crecer y para 1792, y gracias a una invitación nada menos que de Joseph Haydn, se instaló en Viena, algo así como la Meca de la música clásica. Tenía 22 años y faltaban más de treinta para que estrenara, en esa ciudad consagratoria, su famosa Novena.
Pero ya habían pasado casi diez desde la publicación de An die Freude, que se traduce A la alegría pero que se conoció como Oda a la alegría. Es un poema del autor y filósofo alemán Friedrich Schiller, a quien Beethoven admiraba profundamente, en el que la hermandad entre los hombres es el argumento principal. En algunas cartas de 1793, ya instalado en Viena, Ludwig les cuenta a sus hermanos y a sus amigos su deseo de musicalizar la obra.
Sobre esas palabras, que entre otras cosas dicen Seid umschlungen, Millionen! / Diesen Kuss der ganzen Welt! (¡Sean abrazados millones! ¡Este beso al mundo entero!), Beethoven construiría una de sus varias obras maestras y también una revolución musical, y Occidente construiría un imaginario colectivo.
Hacia 1824, cuando terminó de componer la Novena, el músico alemán llevaba unos treinta años construyendo la musicalización del poema, al que por cuestiones de métrica y de ritmo le agregó algunas estrofas. Sobre ese deseo, que ubicó en el cuarto y último movimiento de su sinfonía, desarrolló todo lo demás: empezó de atrás para adelante, para que los primeros cuarenta y cinco minutos de la obra encaminaran a quien la escuchara a ese final que, de tanto escucharlo, parece que los humanos nacemos sabiendo.
A la par que imaginaba su obra -y que componía varias otras-, desde 1796 Beethoven iba quedándose sordo, un padecimiento que varios años antes del estreno ya era total. Eso fue lo que lo llevó al encierro -que un músico de su categoría se dejara ver así lo avergonzaba, les contaba a sus hermanos en sus cartas-, incluso pensó en suicidarse cuando supo que era un mal irreversible -eso también se los contó a sus hermanos en una carta que nunca les mandó-. Pero no dejó de componer.
Para eso inventó artilugios: cortó las patas de su piano para sentir en el piso las distintas vibraciones sonoras, diseñó un tubo metálico que conectara su cuerpo con ese mismo piano para que esas vibraciones se sintieran en su tórax y, sobre todo, recordó hasta el final cómo sonaba cada nota posible. La música que no podía escuchar con los oídos, no se sabe si por lupus, sarcoidosis o un envenenamiento a causa del plomo, Beethoven podía escucharla en su mente: sabía todo lo que hacía falta saber para que el milagro ocurriera.
En 1817, la Sociedad Filarmónica de Londres le encargó una sinfonía a Beethoven, que tenía varios esbozos de la Novena entre sus borradores. Ese aliento y la inspiración en el poema de Schiller, que nunca se había detenido, lo pusieron a trabajar aún más de lleno en su obra. Desde 1822 y hasta 1824 no se dedicó a ninguna otra cosa y, en ese manuscrito que no paraba de crecer, dejó constancia de la revolución que estaba a punto de estrenar en vivo: por primera vez en la historia de la música, uno de los grandes compositores decidió que se incluyeran partes vocales en una sinfonía. Nadie lo había creído posible, necesario o bello hasta ese momento.
Cinco ovaciones en una noche
Beethoven quería que la Novena Sinfonía se estrenara en Berlín. Cierto predominio de los compositores italianos en la escena musical de Viena lo hacían sentir desplazado, y Berlín era nada menos que la capital de su patria. Pero sus amigos vieneses y varios empresarios de renombre se enteraron y firmaron una petición, junto a mecenas y músicos destacados, para que la capital de Austria fuera la sede de ese estreno. Lo convencieron.
El 7 de mayo de 1824, en el Kärntnertortheater de Viena y con la dotación de músicos más grande de toda su trayectoria -para interpretar la Novena hacen falta unos 150 instrumentistas-, Beethoven estrenó su obra. La orquesta del teatro no alcanzaba así que se sumó la Sociedad Musical de Viena y hasta algunos aficionados que pasaron algunas pruebas y demostraron su capacidad.
Franz Schubert estaba en la sala y el crítico del Theather-Zeitung escribió: “El público recibió al héroe musical con el mayor respeto y simpatía, escuchó sus maravillosas y gigantescas creaciones con la más absorta atención y prorrumpió en jubilosos aplausos, a menudo durante las secciones, y repetidamente al final de las mismas”.
Beethoven estuvo en el escenario. Completamente sordo, y bajo el temor del director de orquesta de que quisiera intervenir más de la cuenta, marcó el tempo a los músicos en el inicio de cada uno de los cuatro movimientos.
El público se paró a ovacionarlo cinco veces. Lo primero que hicieron fue aplaudir, pero Beethoven, de espaldas, no se enteró. Caroline Unger, la contralto vienesa que el propio compositor había elegido como una de las voces principales para esa noche, fue quien lo dio vuelta para que viera lo que había desencadenado: pañuelos en el aire, manos y sombreros levantados, todas las formas posibles de la reverencia ante lo que acababan de descubrir. Beethoven se inclinó para agradecer, saludó, se fue y nunca más volvió a la vida pública. Tenía 53 años, una salud frágil y una sordera que lo avergonzaba.
Una obra que todos quisieron usar para sentirse bien
El compositor alemán creó más de doscientas versiones diferentes de la oda, parte del cuarto movimiento. Ese dato es apenas una forma de vislumbrar todo el trabajo que le dio esta obra maestra, en la que combinó la ópera italiana con la germana, la fanfarria militar con el réquiem, la cantata con la elegía, y las voces con el universo sinfónico.
Logró lo que se había propuesto desde que había empezado a imaginar su adaptación del poema de Schiller: la Oda a la Alegría devino Himno a la alegría y es usado, hasta nuestros días, como banda sonora de la posibilidad de que la humanidad se trate fraternalmente, se quiera, se acompañe, se respete. Si alguien le pidiera a un ser humano promedio que musicalice aquello de “amarás a tu prójimo como a ti mismo”, la Novena Sinfonía tiene todos los números para ser la elegida.
Pero justamente por eso, por su condición de universal y por condensar en ese final inolvidable los valores que cualquiera quisiera atribuirse para sentirse en el bando de los mejores, es que fue apropiada para usos políticos. A veces, incluso, por el bando de los genocidas.
En 1933, en el Festival de Bayreuth, fue interpretada para agasajar a los máximos jerarcas nazis y en 1937 eso fue más allá: en abril de ese año una orquesta la presentó en la celebración del cumpleaños de Adolf Hitler. Joseph Goebbels, el ministro de propaganda del nazismo, aseguraba que la Novena ilustraba “la capacidad del Führer de lograr una victoria triunfante y alegre”.
El músico oficial del fascismo de Benito Mussolini, Pietro Mascagni, dirigía la sinfonía en presentaciones multitudinarias, aunque también era interpretada por exiliados que se oponían a esos regímenes. Durante la Segunda Guerra Mundial, la obra de Beethoven sonaba entre los nazis pero también entre los Aliados: fue la pieza sinfónica más interpretada en ambos bandos. Hacia 1974, la entonces República de Rodesia adoptó la oda como su himno oficial: se trataba de un Estado que imponía el apartheid.
Al mismo tiempo, durante la Guerra Fría, las dos Alemanias alguna vez usaron la obra como una especie de himno unificado. Apenas cayó el Muro de Berlín, en 1989, el director estadounidense Leonard Bernstein interpretó la Novena junto a la Orquesta Filarmónica de esa ciudad. En la parte vocal, la palabra “alegría” fue reemplazada por “libertad”. Se convirtió en una de las interpretaciones más masivas y conmovedoras de las que se tenga registro.
Habían pasado 165 años desde el estreno en Viena, y nadie había inventado algo mejor para transmitir, con palabras pero también a través de las emociones, esa idea de que juntos somos mejores. Ahora pasaron doscientos. Y el invento sigue intacto.
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