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Jue. Nov 21st, 2024
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Futaba, prefectura de Fukushima (Japón). “La gente que tiene miedo a la radiactividad no va a volver”, dice Shinichi Kokubun, de 73 años. “Muchos antiguos residentes no quieren ni volver a pisar la prefectura de Fukushima”. Insiste: “Si tienes miedo, es insoportable”. El pasado octubre, este septuagenario decidió regresar a Futaba, el pueblo que abandonó con su mujer y sus dos hijos cuando se produjo el accidente de la central nuclear de Fukushima en marzo de 2011. El 31 de agosto de 2022, Futaba permitió la residencia en el 10% de su territorio, pero hasta ese verano, este municipio, en el que se encuentra parte de la central, era el último de los 11 evacuados en 2011 que aún mantenía una prohibición total de residencia en el 96% de su territorio. Desde hace doce años, sus antiguos residentes se reparten entre las localidades de Saitama, a las afueras de Tokio, Iwaki y Kawamata.

En los últimos años, las autoridades han acelerado el levantamiento de las restricciones en los alrededores de la central de Fukushima: del 12% de la prefectura afectada en 2011, la zona prohibida se ha reducido al 2,2% en 2023. Para el Gobierno, lo que está en juego es evidente: la reconstrucción significa poder superar el accidente, pero también facilitar que la población acepte la reactivación de las centrales nucleares del país. Después de Futaba en 2022, la primavera pasada se permitió la residencia en nuevas zonas de los pueblos de Namie, Tomioka y Litate.

Pero la población no regresa precipitadamente ni mucho menos. Año y medio después del levantamiento de la restricción de Futaba, se han asentado allí 101 personas. De ellas, 39 son ex residentes, menos del 1% de los 5.484 habitantes de Futaba que siguen vivos desde 2011.

El trauma de la evacuación y el miedo a la radiactividad han hecho que corten los lazos con su ciudad. “Los que han decidido volver confían en las medidas tomadas por las autoridades”, dice Shinichi Kokubun. En Futaba, como en los municipios de los alrededores y a lo largo de la autopista que conduce a Iwaki, se han instalado medidores en los espacios públicos para controlar el nivel de milisieverts unidad de medida de la radiactividad en tiempo real. Aunque se muestra seguro de sí mismo, no es ingenuo y sabe que aquí no existe el riesgo cero. “En Futaba hay ríos que nacen en las montañas que siguen siendo zona prohibida. Si llueve mucho o hay un tifón… Justo después del accidente, había altos niveles de radiactividad en el barro”. Pero relativiza las cosas: “Avisaremos e iremos a comprar agua embotellada”.

Shinichi Kokubun dice estar dispuesto a confiar en su Gobierno, incluso en el controvertido asunto del agua tratada por un sistema de tratamiento de líquidos y vertida por la central al Pacífico desde el verano pasado.

“Creo que la mitad de la gente que vive en Hamadôri [parte oriental de la prefectura de Fukushima] piensa como yo y no tiene miedo”, afirma. Pero tiene otra razón para creer a toda costa en la posibilidad de reconstrucción de la región. “Decidí volver aquí porque tengo una responsabilidad”. El hombre, que no es oriundo de la zona, trabajaba entonces en la central eléctrica. “Yo era uno de los responsables de la electricidad”. Durante casi doce años, nunca se ha quitado de encima el peso de la culpa. “Quiero ayudar a reparar los daños el resto de mi vida”.

De momento, parece peligrar el objetivo de 2.000 habitantes en Futaba para 2027 anunciado por las autoridades. Todavía no hay tiendas locales a las que se pueda ir andando, hay un médico de cabecera tres veces por semana, pero nada en caso de urgencias. Edificios y casas en ruinas salpican el paisaje de esta ciudad fantasma. Pero Naoya Matsubara, funcionario, sigue siendo optimista: “Vamos a conseguir nuestro objetivo. Yo mismo me trasladé aquí el pasado octubre para ayudar en las tareas de reconstrucción, y la vida está volviendo poco a poco a la normalidad.”

Por ejemplo, en abril se abrió un pequeño supermercado, además de la furgoneta de Aeon que pasa a mediodía los días laborables frente al ayuntamiento para vender bandejas de comida y bocadillos. Cerca del monumento conmemorativo, a 4 kilómetros de la estación, se ha abierto una cafetería y se han instalado algunas empresas. El arroz y las verduras se cultivan bajo estricta vigilancia. Pero el hotel que hay cerca del memorial sigue vacío y las casas arrasadas como parte de las labores de descontaminación han dado paso a descampados. “Ese es el debate del momento: ¿quién va a cuidar estas zonas abandonadas?”, se pregunta Shinichi.

Los residentes de Futaba después de 2011 han vuelto a sus antiguas casas o han construido otras nuevas. Algunos, como Shinichi Kokubun, han optado por instalarse en una de las flamantes viviendas sociales situadas a tiro de piedra de la estación. Cuando finalicen las obras, previstas para mayo de 2024, la urbanización, situada a sólo 8 kilómetros de la central, contará con 86 viviendas. Hasta la fecha, se han terminado y ocupado 39. Estas casitas poco atractivas, pegadas unas a otras, recuerdan a las que se encuentran en las afueras de Tokio, donde cada metro cuadrado cuenta. Pero no tienen sentido aquí, donde las viviendas están rodeadas de terrenos baldíos.

Antes de la catástrofe, los 7.100 residentes de Futaba eran en parte agricultores, gente que disfrutaba viviendo en los amplios espacios que el campo ofrece. Shinichi Kokubun no está satisfecho con su vivienda de tres habitaciones. “En Nakoso [la urbanización para evacuados de Futaba donde vivía, en la localidad de Iwaki], el alojamiento era accesible para ancianos o personas con discapacidades”. Y añade: “Aquí estamos orientados hacia el este, así que no hay luz durante el día. Y hay mucho ruido con las obras“.

Este septuagenario vive solo desde que su mujer murió en 2015, a consecuencia de la catástrofe. Sus hijos viven en la ciudad. Todas las mañanas se levanta a las 4 y camina hasta el mar. “No cocino, así que a la hora de comer me compro un bento [ración de comida precocinada] y por la noche hago un poco de arroz. O me conformo con leche, pan y plátanos”. Sigue conduciendo y, “de vez en cuando”, se va a “pasar una noche en un ryokan ]alojamiento tradicional japonés]”. Darse un baño caliente en las famosas aguas termales de Tohoku “le despeja la mente”. Pero tiene que admitir que la vida en Futaba “ya no es como antes”. Ninguno de sus amigos ha vuelto. Este hombre sociable está preocupado: “Va a ser complicado reconstruir una comunidad aquí. De momento, estamos estancados”. Hay algunos eventos culturales, pero él no los conoce. La única persona que trata es una vecina, una mujer de 86 años “que también vivía en Nakoso”. “Pero con los recién llegados”, añade, “no hablamos nada”.

Los “nuevos” habitantes de Futaba son funcionarios, trabajan en municipios vecinos o en las obras de reconstrucción. Vienen de Tokio o de otros lugares. “Son desconfiados, no quieren decir nada sobre ellos”, dice Shinichi. También hay mucho desempleo en esta parte de la prefectura de Fukushima. El pasado noviembre, una noticia conmocionó a la comunidad. Se declaró un incendio en una vivienda social de la vecina localidad de Okuma, donde vivía un hombre de 64 años, que murió. “No es raro que los ancianos, a menudo hombres, se pasen el día o la noche bebiendo y fumando… Lo mismo ocurría en Nakoso”, comenta Shinichi. Esta tragedia también plantea la cuestión del apoyo psicológico a las víctimas de la catástrofe, la mayoría de las cuales quedaron abandonadas a su suerte después de 2011. “Muchos ya no salen de casa.”

En la urbanización, una joven, Kayo Takao, explica que es originaria de Okayama. Se trasladó a Futaba por motivos profesionales, pero ahora dice: “Estoy enferma y mi tratamiento médico me impide trabajar”. En Futaba se siente “acompañada”: “Mis vecinos llaman a la puerta por la tarde para ver cómo estoy. Nunca había conocido eso en mi región natal”. Su vecino, de hecho, va en una reluciente moto. Su aspecto de rockero ha convertido a Isuke Takakura, de 67 años, en una celebridad local. Oriundo de la zona, Takakura habla regularmente de sus experiencias en los medios de comunicación y como voluntario en el monumento conmemorativo que se inauguró en Futaba en 2020, a 100 metros del lugar donde se encontraba su casa, arrasada por el tsunami. Él también espera ver crecer y prosperar a la comunidad.

“¿Quiere ver mi casa?”, me dice Shinichi Kokubun de repente. Mi sorpresa continúa cuando, al volante de su coche, pasa por delante de la urbanización hacia lo alto de la ciudad. En el camino hay una estación que mide la radiactividad de los vehículos, vigilada por empleados con monos blancos. La que él llama su “casa” es en la que vivió una vez con su familia. Desde fuera, el armazón parece resistir, pero dentro, casi el 90% ha sido destruido. Los tatamis están mohosos, los shôjis [tabiques de madera y papel] están rotos. El terremoto, el tsunami y doce años de abandono la han convertido en una ruina. “Puse un tablón de madera detrás para que no entraran los jabalíes”. A pesar del estado de deterioro, Shinichi se toma la molestia de quitarse los zapatos y ponerse las zapatillas al cruzar la puerta principal. Sigue entrando para limpiar y cuidar la colección de muñecas de su mujer. 

Shinichi Kokubun no volverá a mudarse aquí: aunque el Gobierno ayuda a los ex residentes con 3 millones de yenes [unos 20.000 euros] para comprar una nueva propiedad, no reciben “nada para reconstruir sus casas”, lamenta. “Las obras de mi casa cuestan 5 millones de yenes [unos 32.000 euros], y no puedo pagarlo. Todo lo que queda de la aldea son terrenos baldíos. Las casas de los vecinos han sido arrasadas y “sólo quedan unas diez en pie”. Desde el balcón de su primer piso, “se pueden ven los reactores”, dice extendiendo el brazo.

Traducción de Miguel López

Fuente de esta noticia: https://www.infolibre.es/mediapart/regreso-shinichi-kokubun-viudo-73-anos-casa-fukushima_1_1674658.html


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