El 9 de junio más de 350 millones de europeos estarán llamados a las urnas para renovar el Parlamento Europeo en una de las mayores elecciones democráticas del planeta. Los agregados de sondeos muestran que los dos grupos de extrema derecha (Identidad y Democracia, ID, y Conservadores y Reformistas, ECR, o las combinaciones que formen) volverán a crecer. Por primera vez en la historia del Parlamento Europeo, esas fuerzas ultras podrían sumar mayoría absoluta con la derecha tradicional del Partido Popular Europeo, reventando la necesidad de una alianza que uniera al centroderecha con el centroizquierda en torno a los liberales y el añadido de los ecologistas, las cuatro formaciones abiertamente europeístas.
El cambio en el funcionamiento de las instituciones europeas sería copernicano porque de una Eurocámara dominada, pese a sus divergencias, por una gran coalición europeísta, pasaríamos a dos bandos de similar tamaño (ligeramente mayor el de derechas) enfrentados en las políticas y en los nombramientos. Y terminaría por ceder lo que queda de cordón sanitario contra la extrema derecha. Los populares necesitan esos pactos si quieren seguir teniendo el timón de las instituciones europeas.
El Partido Popular Europeo no lo tiene claro. Su jefe de filas, el bávaro Manfred Weber, apoya el acercamiento a la extrema derecha y los pactos en los gobiernos nacionales siempre que sirvan para mantener a los populares en el poder. Weber llegó a viajar a Roma para reunirse con Giorgia Meloni mientras se negociaba la coalición italiana que unió a las extremas derecha de la Lega de Matteo Salvini y Hermanos de Italia de Meloni con la Forza Italia de Antonio Tajani, heredero de Silvio Berlusconi y antiguo comisario europeo y presidente del Parlamento Europeo.
Weber aplaudió también el pacto de la derecha con la extrema derecha en Finlandia, el apoyo parlamentario de los ultras al gobierno conservador sueco y esperaba que Alberto Núñez-Feijóo alcanzara el poder en España de la mano de Santiago Abascal. Su apuesta europea es a un pacto que una al Partido Popular Europeo con la extrema derecha, pero ni siquiera todos los populares están de acuerdo en esa jugada. Mientras los españoles, italianos, austríacos, escandinavos o franceses parecen romper los últimos diques con la extrema derecha, los alemanes, belgas, irlandeses y sobre todo los polacos mantienen los cordones sanitarios.
La cara amarga de un pacto entre conservadores tradicionales y extremas derechas es la apertura de un boulevard a partidos hostiles a las políticas comunes y tendentes, pese a sus acuerdos, a soluciones nacionales. Si a eso se añade la posibilidad de que el próximo noviembre el magnate estadounidense Donald Trump vuelva al poder en Washington, el escenario europeo ve nubarrones políticos en el horizonte.
Christian Spillman, veterano corresponsal francés, señalaba esta semana que, además, la extrema derecha ya ni necesita hacer campaña porque liberales y populares se la hacen. El primer ministro holandés, el liberal Mark Rutte, quiso frenar su crecimiento con una ley migratoria durísima. El Parlamento holandés se la tiró, Rutte dimitió y en las elecciones anticipadas la extrema derecha de Geert Wilders fue la fuerza más votada y aspira a gobernar. En Francia, Emmanuel Macron copió la idea de Rutte, presentó una ley migratoria alejada de la tradición francesa que recibió votos de la extrema derecha de Marine Le Pen y provocó la dimisión de varios ministros macronistas, aunque solo una fue consumada. Marine Le Pen aplaudía a rabiar ante el tiro en el pie de Macron.
Para terminar el año, las instituciones europeas acordaron finalmente, tras tres años de conversaciones infructuosas, un Pacto Europeo de Migración y Asilo que, sobre todo, endurece el asilo hasta permitir el encarcelamiento de niños. Además, no servirá cuando el número de llegadas sea importante y complica la política exterior de una Unión Europea vista, como reconocía el propio Josep Borrell, como antipática por el sur global.
ID, el grupo en el que forman los ultraderechistas austríacos, franceses, holandeses, flamencos o italianos (los de Salvini) podría aspirar a rozar los 90 eurodiputados. Sumados a ECR (donde se sientan los escandinavos, los polacos, probablemente los húngaros, los italianos de Meloni o los de Vox) rondarían los 175 que espera el Partido Popular Europeo. Esas tres formaciones juntas estarían acariciando la mayoría absoluta. Los socialistas sueñan con tocar los 150, los liberales difícilmente llegarán a 90 y los ecologistas esperan un destrozo que los deje por debajo de 60. La izquierda unitaria rondaría esos números.
Weber es la pieza clave para reunir a ECR e ID y aliarlos con los populares. Su unión se haría gracias al caramelo de poder aspirar a presidencias de comités parlamentarios y, por primera vez, a altos cargos europeos, al menos una vicepresidencia ejecutiva en la Comisión Europea. Un gobierno de derecha y extrema derecha en España hubiera ayudado a Weber, cuyo apoyo más importante se limita a primeros ministros como el griego o el sueco, porque Donald Tusk, el recién elegido primer ministro polaco, pese a ser de la familia popular, rechaza de plano acercarse a la extrema derecha, su gran rival político nacional. En parte por eso Weber lleva tan mal que resistiera la coalición progresista en España, porque es la gran china en su zapato.
Spillman recogía esta semana un comentario de Jean Asselborn, quien dirigió la diplomacia luxemburguesa durante dos décadas. El veterano de Bruselas, ya retirado, decía que “hay que desconfiar de Weber porque está en una pendiente resbaladiza”.
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