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Jue. Nov 21st, 2024
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La mayoría de los críticos nunca es­tán en la cocina donde se fríen los huevos; y si estuvieran no los sabrían freír. Esto era lo que se venía impri­ miendo en las circunvoluciones cere­brales de José Pérez, a la sazón propie­tario de un restaurante, cuyo nombre no sabría inventar, sito en la «Costa de la Luna». Los críticos -seguía rumiando-­ solían ser imparciales: «odiaban» por igual a todos los que hacían algo.

El mentado hostelero se sentía orgu­lloso de haber contribuido, junto con el buen clima, los bajos precios y la mano de obra barata, a que su país abandona­ se la autarquía y la alpargata. El turis­mo -seguía meditando-, había sido la clave de la modesta, pero efectiva, pros­peridad española. Fueron las divisas de los turistas, fundamentalmente euro­peos, las que permitieron comprar bie­nes de equipo (maquinaria para fabricar) suficientes, e hicieron posible nuestra relativa industrializa­ción. El milagro y la magia turística de unos era la ingeniería de otros. Ese año el país había tenido más visitantes ex­tranjeros que habitantes.

Pero, en ocasiones, fallaba la cocina. La sección más delicada de aquella ver­dadera industria pesada del ocio vavaconal, lo más difícil de conseguir, eran los buenos chefs. No tenía el deseo de ser el mejor restaurador; se conformaba con llegar a ser de los de más solera; y aunque había meses que ganaba menos que sus coci­neros, la competencia producida por el paro, que utilizaba ese sector de servi­cios como válvula de escape; así como la instalación de grandes cadenas hos­ teleras extranjeras, que solían llevarse a sus mejores chefs cuando ya habían aprendido a manejarse en los fogones, ponían en peligro la continuidad de su clientela. El paladar, la mesa y la sobre­mesa -se lamentaba-, eran demasiado exigentes.

Por esos días nuestro buen hombre se enteró que en una cercana localidad, la Escuela de Hostelería sacaba la primera hornada de chefs. Se alegró y pensó que tan importante porción de nuestra eco­nomía no estaba del todo abandonada por el sistema educativo. Secularmente parecía como si los estamentos acadé­micos, en sus marfileñas torres diecio­chescas, no quisieran darle la importan­cia debida a la turística gallina de los huevos de oro.

Por fin José Pérez decidió fichar a uno de esos flamantes capitanes culinarios y, días después, mantenía una entrevista con uno de los mejores expedientes… iEstaba asombrado! La entrevista había sido muy satisfactoria… el joven sabía de memoria cientos de recetas y conocía casi todo sobre las materias primas que componían los suculentos platos regio­nales e Internacionales. Incluso había preparado una tesis doctoral sobre «La configuración mo­lecular del espárrago triguero». En esas semanas se encontraba preparan­do una especie de «Master» sobre nuevas tecnologías de la cocción y el mi­croondas… Sin dudarlo, y en vista de la sabrosa contraprestación pecuniaria, firmaron el contrato laboral.

Así llegó el día de poner en práctica, delante de los fogones del reestaurante, sus conocimien­tos. Cuando durante el almuerzo comen­- zaron a llegar comensales y, en menos de media hora, su número rebasaba los 80, que ansiosamente querían dar satis­facción a sus gástricos deseos sobre una amplia carta de decenas de platos, todos ellos diabólicamente combinados en las comandas, que el maitre cantaba con inusitada celeridad, el joven “apren­diz de chéf” sufrió un agudo ataque de histeria… No permitía de sus «ayudan­tes» el menor consejo y, cuando en va­rias mesas el postre y el primer plato coincidían en los paladares de los asom­brados clientes por el desorden culinario…

El neófito Chef, con gritos exigía mejo­ras tecnológicas y estructurales al tiem­po que rugía con vehemencia: iAquí el chef soy yo! iPara esto no me he quema­do las pestañas cinco años estudian­do!… En el fragor culinario, José Pérez le conminó a que abandonase el delantal y se serenase: pero el desbocado chef por respuesta extrajo de su taquilla todo un arsenal de legislación laboral que también había estudiado con idéntica fruición nemotécnica… a punto estuvie­ron de que sus manos llegaran a utilizar indebidamente los peligrosos, y punzantes, instru­mentos de trabajo en cocina.

En la calma de la sobremesa costera el recién licenciado adujo que en su centro de estudios todavía no existían conciertos oportunos de Escuela-Empresa; y que las prácticas apenas mejoraban el expedien­te académico, por falta de lugares apropiados.

Horas después José Pérez se dió cuenta que la libertad de empresa comienza cuando uno manda a los teóricos, y a los críticos, a freír espárragos. Mientras, el sector turístico, aunque en ma­nos de “Tour operadores” extranjeros ex­primentes, seguía funcionando gracias a la improvisación del Sol que mejor y más horas calienta: el trabajo de los emprededores, y sus colaboradores y empleados competentes en las PYMES. Verdaderas artífices del llamado”milagro turístico”.

Javier A. Pertierra


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