Ira, consternación ante el cúmulo de sufrimientos insoportables que desfilan ante nuestras pantallas, torturante sensación de injusticia, pánico ante la avalancha de propaganda bélica, angustia mortal ante este cataclismo y sus probables repercusiones: durante las dos últimas semanas, pegada a las noticias de Israel y Palestina, he tenido la impresión –como muchos, creo– de perder la cabeza en varias ocasiones.
En primer lugar, está el choque constante entre dos perspectivas contradictorias, que podríamos llamar la perspectiva “heroica” y la perspectiva “colonial”.
En Europa y en Estados Unidos, el Estado israelí sigue percibiéndose únicamente a través del prisma de la Shoah, como el refugio de las víctimas del antisemitismo europeo, de modo que un halo de inocencia inamovible, sistemático e irreal rodea todas las acciones de su gobierno y su ejército. Haga lo que haga, este Estado es el héroe o la víctima, encarna la virtud, y cualquier crítica contra él sólo puede entenderse como una manifestación de antisemitismo.
En cambio, el mundo árabe –que no tuvo nada que ver con el genocidio de los judíos de Europa– y el Sur en general ven a Israel como lo que también es. A saber: un Estado super armado, apoyado incondicionalmente por la primera potencia mundial, fundado sobre el colonialismo, la masacre o la expulsión, en 1948, de una gran parte de los palestinos; un Estado que ocupa ilegalmente Cisjordania y Gaza, ignorando las resoluciones de la ONU, y que aplica una política de apartheid , multiplicando las atropellos y la confiscación de tierras y viviendas.
Por terrible que haya sido, el ataque de Hamás no ha hecho nada para cambiar esta relación de fuerzas radicalmente desequilibrada entre ocupante y ocupado (véase nuestra entrevista con Michel Warschawski).
El recuerdo del colonialismo –y no la solidaridad religiosa– es un factor determinante en el apoyo de los países árabes a los palestinos (como es el caso de Argelia). Este apoyo también se explica a veces por la experiencia directa y concreta de los conflictos de Oriente Próximo. Hace unos años, una amiga mía, artista libanesa residente en Francia con estrés postraumático por los años de guerra, fue invitada a participar en un festival en Israel. Me preguntó, pensativa: “¿Crees que podría decirles que estoy un poco enfadada con ellos por haber bombardeado mi casa?”
Como resume el investigador Gilbert Achcar, “fuera del mundo occidental, no se ve a los israelíes –y no hablo de los judíos en general, sino de los israelíes– como héroes o víctimas, sino como colonos, protagonistas de un colonialismo de asentamientos”.
La perspectiva del sur es compartida en Occidente por muchas personas que han experimentado ellas mismas el racismo y/o que tienen un recuerdo familiar del colonialismo y, más ampliamente, por activistas políticos de izquierdas, muchos de ellos judíos. Todas esas personas son conscientes de la injusticia que sufren los palestinos, pero también de las desastrosas consecuencias de la política seguida hasta la fecha, incluso para los israelíes.
Animar a los israelíes a aferrarse al punto de vista heroico es, de hecho, animarles a perderse aún más, como un viajero al que se le da un mapa deliberadamente falseado del país que está a punto de atravesar. Esto no es “apoyo”, es un regalo envenenado. En 2001, bajo el título “No hacen la conexión”, la periodista disidente israelí Amira Hass relató una anécdota muy reveladora.
En un puesto de control de Cisjordania, un amigo suyo palestino, que viajaba en coche con su hijo de diez años, fue interceptado por un soldado que, agitando su arma, le decía: “¿Quiere la paz? ¿Quiere la paz? Sorprendido, el hombre balbuceó: “Sí, claro”. Antes de que tuviera tiempo de explicar lo que quería decir con “paz”, el soldado replicó: “Entonces, ¿por qué me mira su hijo con tanto odio?
Ciertamente no se puede entender la mirada de odio de un niño si uno se ve a sí mismo como la encarnación de la inocencia cuando es soldado de un ejército de ocupación que aterroriza y humilla a toda una población.
Para Occidente, sin embargo, la interpretación “heroica” es una doble, incluso triple, bendición. Al apoyar fanáticamente la política israelí, los europeos delegan en ese Estado el papel, arriesgado por cierto, de guardián de sus intereses en Oriente Próximo; se eximen (o eso creen) de su culpa en la Shoah; y, amparados en esta pantalla virtuosa, pueden dar rienda suelta a su represión colonial sin límites, a través de su percepción y tratamiento de los palestinos.
La visión idílica de Israel, combinada con un considerable racismo antiárabe, lleva a sus aliados occidentales a despreciar o demonizar a los palestinos, y a justificar –o incluso aprobar– su aplastamiento, visto como autodefensa por parte del ocupante. Escuchándoles, da la impresión de que es Palestina la que ocupa Israel, y no al revés. En Gaza, donde ya se triplicaba el número de víctimas israelíes del ataque de Hamás, donde se sometía a una población cautiva a un bloqueo inmisericorde y a un diluvio de bombas, la presidenta de la Asamblea Nacional francesa, Yaël Braun-Pivet, seguía hablando del “derecho de Israel a defenderse”, diciendo el 22 de octubre: “Hay un atacante y hay atacados”.
Los palestinos se encuentran así atrapados en una especie de trampilla de la conciencia occidental. “Somos las víctimas de las víctimas, los refugiados de los refugiados”, dijo en 1999 el intelectual americano-palestino Edward Said, en una triste frase memorable. En un esfuerzo desesperado por liberarse de esta trampa, por abrir los ojos de Occidente, los partidarios de la lectura colonial se ven a veces tentados de sacar a la palestra las atrocidades cometidas por el ejército israelí o los colonos.
Durante los bombardeos de Gaza en 2008-2009, el diario comunista L’Humanité, viejo defensor de los palestinos, publicó en portada (el 7 de enero de 2009) la foto de la cabeza de una niña asesinada, tendida entre los escombros, cubierta de polvo y sangre. Sensacionalismo indefendible, pero revelador. “Nos quedamos despiertos por la noche, a la luz parpadeante de nuestros teléfonos, buscando la metáfora, el vídeo, la foto que demuestre que un niño es un niño”, escribe hoy la escritora americano-palestina Hala Alyan. “¿Qué imagen funcionará finalmente? ¿Medio niño en un tejado? ¿La niña que cree reconocer el cuerpo de su madre entre los muertos?
Sin embargo, esos esfuerzos son interpretados por los que se intenta convencer como un signo de implacabilidad, una fijación antisemita y un deseo malsano de demonizar a Israel. Por tanto, producen el efecto contrario al deseado: refuerzan aún más la interpretación heroica. Un círculo vicioso perfecto.
Los palestinos, cuando no son demonizados, percibidos como una horda imprecisa y bárbara, congénitamente violenta y “terrorista”, son tratados como una cantidad insignificante. Su invisibilidad se remonta a mucho tiempo atrás; proviene de la mentira original, del eslogan de los primeros tiempos del sionismo: “Una tierra sin pueblo para un pueblo sin tierra”.
La acusación de antisemitismo sistemático lanzada contra los defensores de los palestinos también dice esto: quienes la lanzan ni siquiera pueden imaginar que alguien pueda preocuparse seriamente por ese pueblo; por tanto, las críticas a Israel sólo pueden explicarse por el antisemitismo. El muro de separación en Cisjordania y la valla de alta tecnología en Gaza son la expresión más concreta de la negativa a verlos, a tenerlos en cuenta, a reconocer su existencia.
Durante la década de 2000, la activista de izquierdas americana y “bruja neopagana” Starhawk dirigió numerosas acciones de solidaridad en Palestina. Judía “por nacimiento y educación”, dice, nació en 1951, poco después de la Segunda Guerra Mundial. En un texto escrito durante los bombardeos de Gaza de 2008-2009, recordaba el relato mitológico de la creación de Israel que había arrullado su infancia. Y decía: “Es una historia poderosa y conmovedora. Sólo tiene un defecto: olvida a los palestinos. Debe olvidarlos, porque si admitiéramos que nuestra patria pertenece a otro pueblo, estaría arruinada. Golda Meir solía decir: “¿Quiénes son los palestinos? No existen. “
Una afirmación que el actual ministro de Finanzas, Bezalel Smotrich, uno de los líderes de la extrema derecha israelí, que vive en un asentamiento de Cisjordania, repitió el pasado mes de marzo en París, creando un pequeño escándalo.
El 18 de octubre, Starhawk publicó una versión revisada de su texto de 2008, al que añadió esta observación: “Cuando se borra de la narrativa a todo un pueblo, la tentación de borrarlo por completo se vuelve irresistible”. Y, en efecto, la invisibilidad de los palestinos, necesaria para preservar el mito nacional, hace posible la lógica genocida.
Los gazatíes están siendo masacrados de tal manera que cada vez son más los que utilizan la palabra “genocidio”: el filósofo Étienne Balibar en Francia, el Centro por los Derechos Constitucionales de Estados Unidos, la organización estadounidense If Not Now, expertos de la ONU, un periodista británico que cubrió el genocidio ruandés, una ministra española, la filósofa americana Judith Butler (miembro del consejo de Jewish Voice for Peace), el presidente brasileño…
La Convención de las Naciones Unidas para la Prevención y la Sanción del Delito de Genocidio lo define como actos cometidos “con la intención de destruir total o parcialmente a un grupo nacional, étnico, racial o religioso como tal”. Así pues, se considera genocidio la masacre de unos ocho mil hombres perpetrada por el ejército serbio en Srebrenica (Bosnia-Herzegovina) en julio de 1995.
En este caso, el hecho de privar a toda una población de agua, alimentos y electricidad, el vocabulario deshumanizador utilizado por el ministro de Defensa israelí, Yoav Galant, que declaró el 9 de octubre: “Estamos luchando contra animales humanos”, la declaración del presidente Isaac Herzog el 12 de octubre rechazando la idea de que los civiles de Gaza fueran inocentes, y las palabras del portavoz del ejército Daniel Hagari al día siguiente, según el cual lo que se buscaba era “daño, no precisión”–una franqueza totalmente nueva– podrían indicar que así es. El 24 de octubre habían sido destruidas el 42% de las viviendas de Gaza.
En el hiperconectado siglo XXI, exterminar –o permitir el exterminio– de una población significa invertir tanto en comunicación como en armamento, para persuadir a la opinión occidental de que lo apruebe, o al menos lo acepte, sin inmutarse. Esto implica persuadir a los espectadores de que no están viendo realmente lo que están viendo.
Un artículo de la web Arrêt sur images señala que “para sofocar la narrativa de la ocupación de Gaza, el Estado israelí dispone de un verdadero arsenal técnico y humano dedicado a la ‘psyops‘, la guerra psicológica e informativa“. Los usuarios de YouTube y X-Twitter pudieron comprobarlo cuando aparecieron en sus pantallas banners “publicitarios” para justificar el bombardeo de Gaza haciendo hincapié en el horror del ataque de Hamás, aunque ello supusiera traicionar la memoria de algunas de las víctimas, que eran activistas por la paz.
Al mismo tiempo que masacra a la población civil, el ejército israelí es presentado como muchachos valientes llenos de buena voluntad y combatientes sexys y valerosos; periodistas franceses retransmiten las palabras de sus representantes sin ningún tipo de retrospectiva, con toda la ética echada por la borda.
Hay discursos especialmente penosos que afirman la superioridad civilizatoria de Occidente (“Esta es una batalla de los hijos de la luz contra los hijos de las tinieblas”, declaró Benjamin Netanyahu el 16 de octubre), aunque la sed de venganza indiscriminada que se expresa por doquier, en Israel, Estados Unidos o Francia, reproduce precisamente la lógica que anima a los miembros de Hamás.
Al igual que durante las intensas campañas anteriores de bombardeos sobre Gaza, en 2008-2009 y de nuevo en 2014 –lo que los generales israelíes llamaron “cortar el césped”–, se repite hasta la saciedad el mismo lenguaje, compensado su absurdo por su machaque sin límites. Esta vez, la potencia de esta apisonadora se ha multiplicado por diez en Francia por la “bollorización” (por el nombre de Vincent Bolloré, el magnate de los medios de comunicación, ndt) del paisaje mediático (canales de noticias 24 horas sobre todo) y, más en general, por la acelerada politización de extrema derecha del clima político.
Los argumentos que supuestamente justifican la destrucción de vidas palestinas fueron pulverizados por el cómico egipcio Bassem Youssef (casado con una gazatí) en una actuación frente a Piers Morgan en Sky News que se hizo viral.
“Israel tiene el único ejército del mundo que avisa a la gente antes de bombardearla. ¡Qué bonito! Es tan amable por su parte”; “Hassan, el primo de mi mujer, es un inútil, nunca consigue mantenerse en un trabajo, suspendió la entrevista para convertirse en escudo humano”; “¿Cada uno de los catorce mil civiles ya muertos o heridos ocultaba un objetivo militar? Porque si es así, son muchas armas. Hamás está blindado”; “Ah, ¿entonces son ‘daños colaterales’? Muy bien, en ese caso, no hay problema. Es defendible”.
En un post anterior, escribí que a los occidentales les resultaba más fácil identificarse con los israelíes, cuyo modo de vida es muy similar al suyo, que con los palestinos. Debería haber señalado que el discurso del gobierno israelí desalentaba activamente cualquier identificación con los palestinos.
Hace veinte años, el entorno de Ariel Sharon ya esgrimía ese argumento para justificar su negativa a negociar con la Autoridad Palestina: “Hay que darse cuenta de lo que representa un atentado en Israel. Cuarenta muertos allí son como cuatrocientos muertos en Francia”. En aquella época, el periodista de Politis Denis Sieffert observaba que nunca se había adoptado el mismo enfoque con los palestinos: “Más de dos mil muertos sobre una población de tres millones en dos años, ¿no equivale a cuarenta mil en Francia?” (Télérama, 15 de enero de 2003).
La misma invisibilización, la misma deshumanización que hace unos días, cuando la cuenta X-Twitter de Israel amonestó a Greta Thunberg, que acababa de declarar su apoyo a los gazatíes bombardeados, respondiendo que los jóvenes israelíes abatidos por Hamás durante el festival de música podrían haber sido sus amigos. Es cierto, por supuesto. Pero ¿por qué no podría haber sido también amiga de los jóvenes gazatíes asesinados?
Existe, en la visión generalmente despectiva de los gazatíes en Occidente, lo que podría llamarse un “efecto Homeland“. En 2015, el episodio 2 de la quinta temporada de esta serie de espionaje americana causó asombro cuando no hilaridad en el mundo árabe. Se suponía que tenía lugar en Beirut, pero la capital libanesa había sido representada como un laberinto de callejuelas polvorientas, una sucesión de antros para comer y chabolas, donde, en realidad, está lleno de Starbucks.
Del mismo modo, lejos de las fantasías, resulta que, aparte del hecho de que están hacinados en una estrecha franja de tierra entre el Mediterráneo y una alambrada de espino, y de que están gobernados por Hamás, ese detestable producto de la ocupación, los gazatíes son gente corriente, ni más ni menos “modernos” que otras sociedades.
Al mismo tiempo, en Francia, el apoyo a la política israelí parece permitir, o acompañar, una importante liberación no sólo de sentimientos coloniales reprimidos, sino también de sentimientos antisemitas reprimidos. Como señala el colectivo Tsedek!, en Francia, en los últimos años, el gobierno de Macron ha aumentado el número de homenajes a figuras históricas de la extrema derecha (el mariscal Pétain, Charles Maurras, Jacques Bainville); un ministro –Gérald Darmanin– ha escrito para Action Française (escuela de pensamiento nacionalista de extrema derecha, ndt) y ha retransmitido las tesis antisemitas de Napoleón.
La semana pasada, Charlie Hebdo publicó una viñeta en la que aparecían rehenes israelíes de Hamás con la nariz aguileña. Uno de los éxitos de la temporada literaria 2023 es un libro que retrata a una colaboracionista que denunció a sus vecinos judíos durante la guerra como una “mujer libre”.
Gran parte de la extrema derecha respalda al gobierno israelí, y algunos judíos franceses aceptan ese apoyo, que, como resumió el humorista Waly Dia en una columna, es tan prudente como “hacerle la respiración boca a boca a una cobra”.
Da vértigo pensar cuánta violencia podría haberse evitado si Estados Unidos hubiera obligado a Israel a poner fin a su ocupación hace treinta años. Ahora puede ser demasiado tarde. Es muy posible que los “partidarios” de Israel hayan condenado a los palestinos a sufrir definitivamente el mismo destino que los amerindios, hacinados en reservas, diezmados, demonizados y despreciados, y a los israelíes a convertirse en los nuevos vaqueros de este nuevo Salvaje Oeste, eternos carceleros, un destino sórdido que marcaría un terrible fracaso histórico.
Y es probable que la violencia se extienda al resto del mundo: la guerra amenaza ya con extenderse al Líbano; crece el riesgo de terrorismo y se multiplican las agresiones e incidentes antisemitas e islamófobos. Los partidarios de una paz justa –una paz que no sea la de los cementerios– tendrán que aferrarse más que nunca.
Caja Negra
Mona Chollet es periodista y ensayista. El 27 de octubre pasado se publicó una versión algo más larga de este análisis en el blog de la autora.
Traducción de Miguel López
Fuente de esta noticia: https://www.infolibre.es/mediapart/mira-hijo-odio-supone_1_1628077.html
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