Más allá de las causas y razones que nos han conducido a este momento, es evidente que la suma de los problemas, y sobre todo su naturaleza, están evidenciando el riesgo de que los bolivianos nos encaminemos hacia una crisis de Estado generada por el debilitamiento extremo de la institucionalidad y el desgaste de la legitimidad, ambas condiciones imprescindibles para administrar el poder constituido.
La fragmentación de las fuerzas políticas que componen la Asamblea Legislativa Plurinacional (ALP) y la pérdida progresiva de la capacidad y la voluntad de construir consensos, están impidiendo la aprobación de normas importantes para la economía, los derechos humanos y el sistema judicial, como es el caso de los créditos destinados al sector energético, la protección de la niñez y las elecciones de Magistrados.
Los conflictos políticos están afectando también al Órgano Judicial que, en enero de 2024, quedará acéfalo por la imposibilidad de elegir a sus máximas autoridades. Hasta ahora no se ha aprobado la ley de convocatoria, y un acuerdo entre las fuerzas política de la ALP parece improbable en el corto plazo. De acuerdo a declaraciones públicas, el problema de la división también alcanza al Órgano Electoral, cuyos integrantes no logran alcanzar consensos en sus decisiones institucionales.
La teoría política señala que las crisis de Estado se caracterizan por la aparición de procesos anómalos como la erosión institucional; la falta de independencia de los poderes públicos; la pérdida de legitimidad y de confianza en las entidades estatales; la ineficacia para garantizar la seguridad ciudadana, la justicia, la propiedad privada y otros servicios esenciales; y la fragmentación del poder. Se diferencian de la crisis de gobierno porque no implican necesariamente la pérdida de confianza en el liderazgo, y están más cerca de la anomia estatal, es decir la incapacidad del Estado para hacer cumplir las leyes.
Curiosamente, la crisis que nos amenaza no se está originando en la conflictividad, la violencia y el descontrol social sino en las tensiones internas dentro del sistema político, que parece haber ingresado en una etapa de descomposición y polarización que está corroyendo los cimientos de la institucionalidad estatal.
El problema es estructural y parece originarse en la irracional fusión entre Estado y Gobierno, que distorsionó los roles y atribuciones de las instituciones y de los propios poderes públicos que, progresivamente perdieron independencia y autonomía y terminaron por debilitar sus propias funciones jurídicas y administrativas, fortaleciendo la discrecionalidad, la injerencia, la burocracia y el paralelismo.
El Estado, cooptado en su totalidad, fue obligado a asumir funciones que no le son inherentes y se convirtió en empresario, líder social, guardián cultural y organización partidaria, abandonando su rol esencialmente político y jurídico y descuidando algunos de sus fines sustantivos como garantizar la seguridad, el orden, la justicia, el ejercicio de los derechos humanos, la soberanía, la estabilidad política y la gobernabilidad. La crisis se agravó aun más cuando sobrepasó sus capacidades y responsabilidades e interfirió en otras actividades naturales de la sociedad, afectando su propia eficiencia y legitimidad.
Desde esta perspectiva de análisis, el Estado ha crecido de manera exorbitante, debido a que el gobierno se apoderó de toda la institucionalidad estatal y asumió para sí sus funciones y prerrogativas. Al debilitarse la organización política que controla al gobierno, se generó un desequilibrio en todo el sistema, produciendo el riesgo de crisis que transversaliza la totalidad de las áreas y actividades de la sociedad.
Nuestro país se enfrenta a una serie de problemas económicos y sociales que necesitan urgente atención y cuyas soluciones pasan, hoy más que nunca, por la capacidad y la voluntad de diálogo entre los actores políticos elegidos por el voto popular y llamados a encontrar salidas inmediatas y efectivas, pero también precisa de un Estado que, a través de instituciones eficientes, administradas por autoridades probas y capaces que antepongan el bienestar de la ciudadanía sobre los intereses de grupo, garantice los derechos mínimos a la justicia, la igualdad y el respeto a las leyes. Lamentablemente ninguna de estas condiciones se cumple y al parecer va a seguir primando el enfrentamiento político, estéril e irresponsable, y descuidándose la atención sobre las grandes necesidades y urgencias ciudadanas.
Si no hay un cambio de comportamiento entre los actores políticos enfrentados, el riesgo de una crisis de Estado irá en aumento y, de convertirse en una realidad, los efectos que puede tener sobre la paz, la estabilidad y la unidad pueden ser devastadores.
Fuente de esta noticias es El Deber: Leer más