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Dom. Nov 24th, 2024
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“Por mi parte, estoy seguro que tendremos la energía y la capacidad necesarias para llevar adelante nuestro esfuerzo, modelando la primera sociedad socialista edificada según un modelo democrático, pluralista y libertario” (1).

Eran otros tiempos. Y otro mundo. Son tantos y tan profundos los cambios sucedidos desde 1970 a la fecha, que parece que viviéramos en otro lugar del universo.

Para entonces la esperanza para una gran parte de la humanidad estaba soportada, y resumida en un palabra llena de fuerza, de luz, y de horizonte: Revolución. Se trataba de un proceso y de un acto social para enfrentar, derrotar y superar el capitalismo, un modelo social, económico y político que sometía/te en la pobreza y las exclusiones de diverso tipo a cientos de millones de personas en todo el mundo. Y construir sobre sus ruinas un modelo social otro: el socialismo.

Un tiempo en el cual, a la par de lo anterior, las potencias imperialistas aún sometían a coloniaje a decena de países, sobre todo en Asia y África. La descolonización del mundo, acelerada una vez terminada la Segunda Guerra Mundial, aún no terminaba. La proeza de Vietnam, como paradigma de ese propósito, estaba aún en curso.

En paralelo, pueblos sometidos a otro tipo de dominación, neocolonial, más sutil pero no por ello menos oprobiosa, también unían sus voluntades para hacer de sus naciones territorios libres de toda dependencia, garantizando que sus recursos naturales dejaran de estar en manos de multinacionales, para beneficio y enriquecimiento del capital global, y pasaran a ser administradas por sus Estados, y así contar con una base económica para construir justicia social. Chile era uno de esos países, y la nacionalización del cobre, como fuente de ingentes recursos para acometer un desarrollo industrial por vía propia, fue uno de los propósitos del gobierno de la Unidad Popular en cabeza de Salvador Allende, quien llegara al gobierno por la vía electoral en 1970, algo inimaginable ni pretendido por la mayoría de organizaciones de izquierda de la época, inclinadas por la vía armada para conquistar el poder.

Tiempo de Revolución, con el eco y ejemplo de la aún fresca Revolución Cubana, pero también con el ejemplo del Che, llamando a construir “uno, dos, tres, muchos Vietnam”, en un esfuerzo cargado de voluntarismo y entrega solidaria sin par. Un eco y un ejemplo humanista que actuaba como teflón sobre las validas críticas que desde años atrás se hacían al agotado modelo socialista soviético, en grado sumo autoritario, violento, policivo, ajeno a la libertad y creatividad cotidiana de sus gentes para realizarse, y ajeno a la vida cotidiana de la población que habitaba el extenso territorio de su país y de todos aquellos que hacían parte de la llamada “Cortina de hierro”. Las sociedades húngara y checa, reprimidas en sus reclamos, ya habían llamado la atención sobre el particular y pedían darle un giro vital a esa realidad.

Eran pueblos que pretendían ahondar el socialismo con una dinámica cotidiana realmente alejada de la práctica capitalista. Recordaban con sus alzamientos, que el modelo soviético había dejado a un lado la consideración de la multidimensionalidad de la vida y, con ello, prolongado la enajenación en el mundo del trabajo con eje en el aumento de la productividad, sin considerar sus costos afectivos y de socialización.

De la mano del partido único, que confundía Estado, organización y participación social, se vetaban otros innegables espacios de socialización y acción colectiva, con lo cual la realización cotidiana de una nueva sociedad había quedado en el olvido, dejando a un lado la realización de democracia plena tanto en la familia como en el proceso social y en el sitio de trabajo; deformación de una política otra extendida a la relación con la naturaleza que, bajo el propósito del desarrollo a cualquier precio continuó asumida como mercancía –pese a los estudios ecológicos pioneros de Ivan komov en el siglo XVII y de Vladímir Vernadski en el siglo XX, considerado por muchos el padre de la ecología–, una cosificación no superada que le siguió negando la centralidad que merecía, así como la no consideración de lo diverso y su defensa.

Y en el trasfondo de todo esto, el mito que partía de creer que el sólo cambio de la propiedad de los medios de producción conducía a una revolución social terminaba por nublar la necesidad de interrogar todos los campos de la dimensión humana que pueden hacer de sus miembros individuos integrales y equilibrados.

Pese a todo, los guijarros lanzados por hondas tensadas por el sueño de una sociedad otra, se esparcían por todas las coordenadas, también potenciadas por el llamado a realizar la revolución dentro de la revolución, como lo pretendió China con la revolución cultural. Eran hondas, esparcidas por doquier con postulados de igualdad, libertad, no explotación de los unos por los otros, poder popular, amor libre, y mucho más, con fuerza impulsadas por por miles de brazos juveniles y obreros que tensaban las cuerdas en una metrópoli colonialista como Francia, cuestionando en su raíz toda la estructura cultural del sistema capitalista; multitud de hondas, algunos de los cuales aún están dando en el blanco del capital: vivir en armonía con la naturaleza, igualdad entre hombres y mujeres, libertad plena, democracia popular, entre algunos de ellos.

Se trataba de ‘asaltar el cielo’. ¿Cómo hacerlo? Desde 1917 la vía armada era la forma principal de lucha para lograrlo. China, la había reconfirmado. También las partes norte de Corea y de Vietnam, al igual que Cuba. En consonancia con ello la mayoría de partidos de izquierda tenían su sección, secretaría o comisión armada, pero también eran constituidas organizaciones –en su mayoría de liberación nacional– cuya totalidad de integrantes asumían las armas, dándole forma a ejércitos del pueblo, organizaciones orientadas por la estrategia del “foco” (2), que en términos maoístas se resumía en la máxima: “Una sola chispa puede encender la pradera” (3).

Pese a que esa era la estrategia mayoritariamente aceptada y desplegada en la lucha contra el capitalismo, Salvador Allende, apegado a la realidad de su país y fiel a sus convicciones democráticas fundadas en el voto, asumió y lideró la lucha por el socialismo en esta parte sur del continente americano a través de las elecciones. Se trataba no de asaltar el poder sino de reformar la estructura estatal y de gobierno a la cual se podía acceder por voluntad mayoritaria del electorado.

Su triunfo en los comicios de 1970, cuarto intento de su prolongada lucha, conmovió a la izquierda en todos sus matices, ya que demostraba que sí era posible llegar al gobierno sin necesidad de armas. Pero, así mismo, el golpe de Estado que acabó con esa experiencia y con la vida de quien la lideró reafirmó a los armados que estaban en la senda correcta: ni la oligarquía ni el imperialismo permiten que el pueblo avance hacia el socialismo de manera consensuada. Reafirmando así mismo la máxima, “La violencia es la partera de toda sociedad vieja que lleva en sus entrañas otra nueva”. (4).

Como expresión de ello, pocos años después, en Nicaragua, guerrillas alzadas contra la dictadura somocista conquistan su propósito, dándole fuerza a su vez al alzamiento armado en El Salvador y Guatemala. Sus ecos se esparcen por todo el continente y tienden sombra sobre la derrota sufrida en Argentina por los Montoneros y el Ejército Revolucionario del Pueblo, en Uruguay por los Tupamaros, en Venezuela por las Fuerzas Armadas de Liberación Nacional y en Chile por el Movimiento de Izquierda Revolucionaria; en Colombia, por su parte, encuentran tierra abonada ampliando las expresiones guerrilleras que en los años 80 confluyeron en una coordinadora nacional que pretendió alzamientos sociales en el campo y la ciudad pero que por valoraciones opuestas sobre el momento vivido en el país y los cambios políticos sucedidos en el mundo, pocos años después termina desintegrándose.

Todo ello sucedía en un mundo sitiado por la Guerra Fría, pero dominado en su mayor parte por los Estados Unidos cuyos mandatos y divisa eran ley. El Estado de Bienestar brindaba garantías a los trabajadores de los países del centro, lo cual empieza a resquebrajarse con el final del fordismo (5), grietas por 1973 también evidentes en el Estado regulador. Sus espacios de relativa armonía en las relaciones capital-trabajo, así como en la regulación de la demanda que por algunas décadas reforzó el consumismo y que pudo ser mostrado como un recurso de homogeneización y nivelación de aspiraciones entre los diferentes grupos sociales –que para el caso de Europa ocultaba en algo la contradicción entre explotadores y explotados– entró en declive de la mano de la duplicación de los precios del petróleo y la aguda inflación desatada por doquier.

De esta manera y como parte de la crisis en que entraba el capitalismo, el llamado “Estado del Bienestar” moría por sus propias contradicciones, entre ellas la reducción de la tasa de ganancia producto del aumento de la productividad y la necesidad de un mercado ampliado que trascendía la importancia del mercado interno como eje central de la demanda, lo cual contradecía el modelo de desarrollo del capital autocentrado.

La globalización es la respuesta que llega desde el capital. La discusión entre liberales y keynesianos, con victoria de los primeros, dio lugar a las llamadas políticas de liberalización de la economía, al desmonte de la empresas de servicios estatales con intereses centrados en cubrir las demandas nacionales y, en consecuencia, a un ataque contra el papel del Estado como regulador económico, lo que terminó afectando a los llamados países de “socialismo real” que adquirieron, en su casi totalidad modelos, Estadocéntricos.

Con todo ello, lo que parecía debate ya refrendado por la vida misma dejará de serlo, mucho más con caída del muro y con ello con el final del socialismo soviético. Sin un solo disparo, el capitalismo ocupa de nuevo la estructura social de todos aquellos países bajo la órbita rusa.

Es una crisis que deja sin fuerza ni luz a la palabra revolución. Y sobre sus ruinas copa el escenario el más crudo individualismo, fundado y soportado en una contrarrevolución que despoja a los pueblos de sus acumulados económicos públicos. Una acción llevada a cabo con la oposición y resistencia de sectores minoritarios a lo largo y ancho del planeta. En Colombia su coletazo da paso a las negociaciones y desarme de las guerrillas urbanas, cierra el ciclo de la coordinadora guerrillera y extiende el interrogante sobre la vigencia del proyecto socialista y la manera de llegar al gobierno –ya no al poder.

Avanza el supuesto “final de la historia”, y a su par va tomando cuerpo una transformación técnico-cultural inimaginable como concreción y resultado de la irrupción de nuevas formas de comunicación y relacionamiento social: la computación, la internet, la robótica, la nanotecnología, las nuevas formas de la ciencia y de la tecnología conmocionan las bases de las sociedades a lo largo del planeta.

Estas transformaciones, que hacen del mundo una aldea, dan paso al desarrollo y dominio del capitalismo financiero, a la concentración de la riqueza, al agudizamiento de la desigualdad social, a la multiplicación de empobrecidos por doquier, a nuevas y ampliadas formas de control social, a Estados cada vez más autoritarios, sin que ello de piso al resurgimiento de una izquierda revolucionaria, como se decía incluso hasta los años 80, y sí a una reformista que propugna por darle un rostro humano al capitalismo, reformarlo en sus más nefastas formas pero sin proponerse superarlo. Y no porque no se desee sino porque no se tiene claridad sobre cómo superarlo y cómo avanzar hacia el comunismo. Ello a pesar de ganar el centro de la agenda global un viraje radical en la forma como debiéramos relacionamos con la naturaleza y entre nosotros mismos producto de una aguda crisis ambiental en curso que cuestiona las teorías del desarrollo y llama la atención sobre la cada vez más amplia brecha entre superricos, ricos y empobrecidos.

En esas circunstancias, lo que se proponen hoy los gobiernos conocidos como progresistas está lejos de lo pretendido, en su propósito reformador, por la experiencia chilena. Hoy, producto de la derrota de la vía armada, como del referente socialista, y ante la ausencia de una doctrina que aliente con sustento real cambios estructurales, se impone un pragmatismo de bulto que impide que los pueblos asuman la utopía de vida digna, resignándose a una redistribución económica vía subsidios –para no morir de hambre ni en la total penuria–, y la recuperación del protagonismo estatal para la inversión social.

Aunque esta es la dinámica que domina la política supraestructural, en la base de la sociedad los ecos del mayo francés se dejan sentir con potencia: el feminismo, los movimientos sociales de corte ambientalista, animalista y alimentario, así como las autonomías de diverso cuño ganan el protagonismo político dejado por el obrerismo, aunque sin pretender ser partidos ni vanguardias de ningún tipo. Vanguardias cuestionadas y mandadas a recoger por la crisis misma del socialismo real. ¿Cómo lograr que estas nuevas formas de vida y de relacionamiento social, así como de hacer política, converjan en una sola fuerza que altere de forma definitiva un sistema de cosas que cada día muestra ser totalmente contrario a los intereses fundamentales de las mayorías? ¿Qué formas organizativas demanda la actual coyuntura? Esos son los interrogantes que urge responder para dar salida a una situación que agrava y amenaza, incluso la vida tal y como la conocemos. Una necesidad de giro en el curso de la humanidad facilitado, en el momento actual por la crisis del dominio unipolar estadounidense, la entrada en cuestión del patrón dólar, la urgencia de superar el petróleo como fuente de energía privilegiada para impulsar la maquinaria mundial, y la atizada disputa interimperialista por el dominio y control de los mercados globales, realidades y disputa que van abriendo tableros de guerra por diversos territorios de nuestro mundo.

Es una nueva realidad, cargada de inéditos interrogantes. Es así como, a cincuenta años del triunfo de Salvador Allende, sin la fuerza ni la irreverencia de la juventud liberada por doquier, sin las luces necesarias para quebrar la distopía derechista, sin referentes humanistas que sirvan de espejo para llamar a colapsar el capitalismo, con el desastre que acumularon experiencias de cambio y llamado a una sociedad distinta como la venezolana y la nicaragüense, pero con la relectura de la “Vía chilena al socialismo” (Ver pág. 10) la pregunta por la necesidad de una vida en dignidad y justicia, por la soberanía de todas las naciones, así como el interrogante de ¿cómo recorrer ese camino? está de nuevo en el centro de todos los pueblos de Nuestra América.

1. Allende, Salvador, La “vía chilena al socialismo”. Discurso ante el Congreso de la República, 21 de mayo de 1971

2. Guevara, Ernesto, Mensaje a los pueblos del mundo a través de la Tricontinental, https://www.marxists.org/espanol/guevara/04_67.htm

3. Tse-tung, Mao, https://www.marxists.org/espanol/mao/escritos/SS30s.html

4. Marx, Carlos, El capital Tomo I

5. Forma de acumulación en la que fueron combinadas la maquinización de la sociedad con el reconocimiento de ciertos derechos para los trabajadores formales, como el de la salud y la educación básicas.

 

Fuente de esta noticias es del Diario Publimetro Argentina:  Leer más


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