El narco hace lo que le da la gana en Bolivia. El país ya lleva más de medio siglo implementando una lucha estéril frente al narcotráfico. Se usaron todas las estrategias posibles, sistemas de control, fiscalización; la DEA vino y se fue –de hecho fue expulsada durante el Gobierno de Evo Morales, para felicidad orgásmica de las seis federaciones de productores de hoja de coca -, hubo luchas conjuntas, acuerdos bilaterales con otros países, capacitaciones a las fuerzas del orden responsables de luchar contra el narcotráfico, se crearon fuerzas especiales, con distintos nombres, se designaron zares de lucha contra el narco y casi todos terminaron siendo sus socios, sin mencionar la fila larguísima de ministros de Gobierno y sus respectivos fracasos en su lucha real contra el narco. Todos rotan como piezas inservibles de un engranaje mayor manejado por el mercado de narcóticos que, a diario, sigue y crece de una manera desopilante.
Siempre, en alguna parte del camino, las cosas se tuercen.
Con el paso del medio siglo, por las calles nefastas del narco han proliferado pandillas familiares, cárteles -grandes y pequeños -; políticos de todos los colores y siglas se han embadurnado; policías y militares han sido enlistados en “pagos de nómina” como sus serviles empleados a cambio de protección; funcionarios públicos y empresarios que también de alguna manera se han pringado con dinero ilegal, y hasta el propio sistema financiero ha bailado al son de unas cifras impresionantes: casi cien mil millones de dólares anuales que circulan en toda la región. Es una industria muy poderosa.
Quizás uno de los principales factores para esta derrota continua, es la complicidad de las propias fuerzas del orden, incluso de las mismas esferas del Gobierno –indistintamente de la sigla política– que durante años fueron el apaño, el blindaje y la protección de narcotraficantes, de cocaleros que venden la totalidad de su producción al narco, y, también, de las fuerzas fácticas de poder de las que disponen estos grupos irregulares para presionar a los gobiernos, en defensa de su negocio ilícito. De entrada, ahora son un partido político (MAS) que, además, está en el Gobierno desde hace más de 16 años y desde esas esferas se han escudado a tal punto, que lograron una legislación que ubica a la hoja de coca como sagrada y bajo el manto intocable de patrimonio cultural de Bolivia.
Por lo tanto, su erradicación es inconstitucional. La eliminación de sembradíos es ilegal. Bolivia es el único país del mundo que protege a la hoja de coca bajo un amparo constitucional y que abre las puertas a la producción de materia prima para el narco, bajo protección legal.
Cómo se puede, entonces, luchar contra el narcotráfico, a sabiendas que más del 90% de la producción de la hoja de coca se destina a la producción de pasta base de cocaína.
Y cuando las autoridades bolivianas dicen incautar cada vez más pasta base y cerrar más laboratorios de reciclaje, no es por una acción eficiente de las fuerzas del orden; sino más bien, porque el negocio creció de tal manera, que sería imposible no “toparse” con fábricas de alcaloides en Villa Tunari, Chapare y ahora, lamentablemente, en reservas naturales y zonas protegidas.
Se estima que la producción de cocaína en Bolivia alcanza las 70 a 80 mil toneladas de cocaína cada año. Esta cifra se traduciría en una economía ilegal que sobrepasaría los mil millones de dólares americanos, año contra año, los mismos que, de alguna manera, circulan en todos los ámbitos de la economía nacional.
Existe infraestructura, soporte de defensa y protección, sembradíos de cocales sin control con una amplia y franca expansión; operan los temidos cárteles de Brasil que transitan casi a sus anchas, como el PCC (Primer Comando de la Capital) y el Comando Vermelho, e incluso algunos cárteles mexicanos, ajusticiando a súbditos brasileños y a todo aquel que aparezca en falta con el narco.
Solo en el país del norte mexicano se estima que existen 37 cárteles activos, de los cuales, varios tienen sus bases en los países productores de hoja de coca y cocaína. Incluso algunas de estas organizaciones criminales maniobran en todos los continentes del mundo, valiéndose de criminales locales, mafias criollas, clanes familiares, armando una red de logística gigantesca a nivel mundial.
Bolivia es la joya de Latinoamérica en la producción de la cocaína más pura de la región y su demanda en los mercados brasileños, mexicanos y asiáticos es altamente demandada. Se calcula que por lo menos unos 300 millones de personas son drogodependientes de alguna sustancia de tráfico ilícito, por lo que la droga de calidad boliviana es una factor altamente competitivo y apreciado por los narcotraficantes. De un kilo de droga del país, se puede “estirar” hasta dos kilos y medio para su reventa. El negocio es rutilante.
Sin embargo, como en toda industria, el precio ha bajado sustancialmente a causa de las drogas sintéticas y, en especial, del fentanilo, cuyo efecto es 10 veces superior al alcaloide y muchísimo más barato y accesible, lo que, por otra parte, ha ocasionado un incremento muy preocupante de las muertes por sobredosis. En pocas palabras, los narcos están ganando menos y literalmente están asesinando a sus clientes.
Otro problema serio es que la lucha contra el narcotráfico es muy costosa. Sólo en Colombia entre 1996 y 2016 se invirtieron cerca de 10 mil millones de dólares según la organización no gubernamental Oficina de Washington para América Latina (WOLA). Las cifras deben ser mucho más grandes en México en su lucha contra los cárteles tan poderosos que operan en ese país. En Bolivia, las cifras no superan los 20 millones de dólares americanos por año. Una burla.
La economía de la hoja de coca y de la cocaína es un matrimonio espurio e imparable. Ya lo dijo el propio Sebastián Marset –el tercer narcotraficante más famoso después de Techo de Paja y del propio Roberto Suárez-, la cocaína de Bolivia es la más pura y la más apetecida. Somos la joya del narco en Latinoamérica.
Fuente de esta noticias es El Deber: Leer más
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