- Durante la década de 1990, en el departamento del Meta, grupos paramilitares y de guerrilla disputaron una guerra civil sangrienta. Una causa de conflicto fue la lucha por la tierra. Las élites adineradas, resistiendo la demanda popular de una reforma agraria, tomaron un control violento de grandes áreas para criar ganado y para desarrollar cultivos comerciales de exportación.
- Mientras tanto, una universidad popular en el Meta, enseñaba a la población rural una manera distinta de practicar la agricultura: ofrecía habilidades para vivir en paz con los demás y en armonía con la naturaleza. Roberto Rodríguez, agricultor y agrónomo, lideró este camino.
LEJANÍAS, Colombia.— La vista desde la terraza de Simey Sierra es imponente: a la izquierda, se levanta un macizo escarpado, con picos cubiertos de nubes de lluvia de color azul oscuro. Hacia el frente, más allá de la piscina con forma de guitarra, colinas verdes y exuberantes, llenas de cafetales, se extienden por el horizonte, hasta perderse en una llanura soleada. Un río ancho serpentea por el paisaje.
Ese día, un arcoíris despliega sus colores vibrantes. “No me lo va a creer —reflexiona el agricultor colombiano—. Pero durante muchos años de mi vida no me di cuenta de esta belleza. Lo único que tenía en mente era cómo escapar de este lugar, de la violencia y pobreza que había aquí”.
Lejanías, municipio del departamento del Meta, en el centro de Colombia, se ubica en la intersección de los Andes, la Orinoquía y la Amazonía : un paraíso biodiverso para biólogos y para amantes de la naturaleza.
Pero la zona también fue un teatro bélico muy reñido durante cinco décadas.
“Por allá por el río [Guape], las FARC secuestraron al gobernador Alan Jara, lo sacaron de un carro de la ONU al inaugurar el puente —cuenta Sierra, señalando hacia el valle, con su mano fuerte y bronceada, un puente angosto sobre el río Guape—. Y en el otro pueblo estaba el cuartel general de los paramilitares de la zona. Ellos cobraban vacuna a los ganaderos y a los camiones que llevaban la cosecha a Bogotá”, recuerda. Aquellos que no pagaban eran secuestrados.
Los empresarios adinerados huyeron, y la economía local colapsó. Pequeños granjeros como Sierra quedaron atrás, a merced de los guerrilleros que lo forzaron a él y a muchos otros a cultivar plantas de coca y a producir pasta base (precursora de la cocaína). El dinero que generaba la droga fue el catalizador de la guerra más larga en América.
Durante cincuenta años, casi no había posibilidad de que los campesinos de Colombia escaparan del conflicto que se desataba a sus espaldas. Sus hijos eran reclutados por grupos armados; los familiares eran secuestrados, asesinados o desplazados; y las élites depredadoras robaban sus tierras.
Las estadísticas reflejan la magnitud del sufrimiento: más de medio millón de colombianos murieron o desaparecieron, y siete millones fueron desplazados. Ocho millones de hectáreas de tierra cambiaron de dueño por la fuerza.
Un nuevo comienzo después de medio siglo de guerra
Durante años, Sierra ni siquiera podía visitar su finca en las afueras de Lejanías porque los militares habían construido un puesto frente a su propiedad. “La guerrilla hubiera sospechado de mí, me hubieran acusado de sapo [espía]”, explica. Las sospechas mutuas estaban a la orden del día.
Durante muchos años, sobrevivió trabajando todos los días en las tierras de otras personas, trasladándose de manera constante y evitando hablar con desconocidos.
En la actualidad, el hombre, de 51 años, está de regreso en su tierra y se presenta con orgullo como un emprendedor turístico y un sembrador de paz. “¡He cambiado de chip!”, bromea, tocándose la cabeza.
Por primera vez en décadas, Sierra siente que tiene el control de su destino. Claro que esto se debe en parte al acuerdo de paz alcanzado entre el Gobierno colombiano y las FARC en 2016. Pero también surge de la fundación de La Cosmopolitana, una universidad popular creada en 1998 en Villavicencio, capital de Meta. Su oferta de cursos preparó a la población rural maltratada de Colombia para la época en que la guerra civil terminara: les enseñaron cómo cultivar (y, lo más importante, cómo pensar) de una manera nueva y sustentable.
El secreto de la filosofía de La Cosmopolitana: bajar los costos de producción al trabajar con la naturaleza, y no en su contra, al tiempo que se maximiza el resultado mediante el procesamiento de materia prima dentro de la comunidad (lo que crea valor agregado) y, en última instancia, la promoción de una economía local circular basada en la cooperación. Estas lecciones van en contra del modelo de exportación agroindustrial, que se ha visto favorecido durante largo tiempo por inversores privados y por el Gobierno.
Pero hacer realidad ese modelo no era fácil: cuando por fin llegó la paz, surgieron desafíos para la implementación de esta economía cooperativa rural, sustentable y de pequeña escala.
Tal vez el principal desafío fueron las enormes necesidades inmediatas de un país que casi no había invertido en infraestructura durante medio siglo, y los esfuerzos de reconstrucción más inmediatos se centralizaron en zonas de alta densidad poblacional.
Bogotá (la capital) y un puñado de otras ciudades como Medellín, Cali y Cartagena, concentran los recursos y a la élite económica. Entonces, después de la guerra civil, la prioridad casi siempre se dio a proyectos de gran escala que llevaban mucho dinero rápido a las arcas del Estado, con el enfoque, casi siempre, en minería, petróleo, agroindustria y construcción de carreteras.
Las comunidades rurales tuvieron que forjar su propio camino mientras reconstruían sus vidas.
Crear una granja modelo
“Los campesinos no son una prioridad para el Estado”, sostiene Roberto Rodríguez. El hombre, delgado y ágil, de 64 años, es el fundador y alma de la fundación La Cosmopolitana. Es agrónomo y ha estado trabajando con organizaciones de desarrollo mundial durante años, asistiendo a talleres internacionales, manteniendo diálogo con ambientalistas y descubriendo el modelo de agricultura orgánica, que fue evolucionando en la década de los ochenta en Europa.
En 1998, junto con su esposa, Monika Hesse, compró un rancho ganadero de 29 hectáreas en las afueras de Villavicencio. Rodríguez conserva fotografías de la época, que muestran una pradera llana y degradada. Pero la pareja (ya divorciada) tuvo una visión en ese entonces: quería convertir su propiedad en un modelo de agricultura orgánica tropical basado en asociaciones de planta y agroforestería, lo que aumenta la fertilidad del suelo y la biodiversidad de manera natural.
Y también querían enseñarles a otros lo que ellos habían aprendido, en lugar de copiar un modelo industrial de capital intensivo basado en monocultivos, fertilizantes sintéticos y pesticidas.
En la actualidad, La Cosmopolitana es una maravilla llena de verde que funciona según principios regenerativos: durante una visita a la zona, se encontraron gallinas libres, un jardín forestal, un estanque para pescar y nadar, un huerto con hierbas medicinales y con verduras, y una cocina ajetreada, donde se procesan los productos con creatividad para su venta. Durante el día, tucanes y loros vuelan de árbol en árbol y, al atardecer, el concierto de ranas es agradablemente ensordecedor.
Rodríguez es un misionero entusiasta de la sustentabilidad y de la agricultura orgánica. “Nuestro método de cultivo es superior —relata convencido el autor de varios libros— porque crea abundancia y diversidad, mientras que la agricultura industrial empobrece el suelo, a las personas y a la naturaleza”.
Aprender el arte de la transformación en un “aula viva”
Como hijo de granjero, Rodríguez supo desde el principio lo difícil que sería convencer a otros granjeros de abandonar sus métodos antiguos para virar hacia algo nuevo. Entonces, experimentó con una nueva pedagogía que se concentraba en ayudar a las personas a ver el mundo con otros ojos.
“Tenemos que superar el colonialismo que nos inculca que el campesino es pobre”, explica Rodríguez, quien en la actualidad asesora organismos internacionales como la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO). Su método, llamado “aula viva”, se concentra en el aprendizaje interactivo y en juegos dinámicos de grupo llevados a cabo en la naturaleza.
Los participantes de sus talleres se dividen en grupos: deben pensar qué significan para ellos “escasez” y “abundancia” y cómo estos conceptos se generan. Al principio, participan de un juego de soga para ilustrar la conducta tanto competitiva como cooperativa. El objetivo es redefinir la idea dominante de desarrollo industrializado, con sus claros ganadores y perdedores.
Los estudiantes también deben llevar al taller algo cultivado en su huerta. Esos productos comestibles se acomodan sobre hojas de banano para formar un mandala colorido que resalte la abundancia local. Luego cocinan todo y lo convierten en platos deliciosos. Y tal vez lo más importante es que los comparten entre los participantes.
Estas actividades abren los ojos al valor de las sociedades locales. Al día siguiente, se pone en acción la metodología colaborativa con un proyecto grupal, como por ejemplo, la creación de un jardín forestal.
Estas enseñanzas son “no solo sobre diferentes formas de agricultura, sino también sobre la fuerza de la cooperación”, según explica Rodríguez, quien agrega con fuerte énfasis: “¡Ya no me considero pobre!”.
La esperanza y el objetivo es que otros tengan la misma revelación liberadora.
Rodríguez tuvo su primera oportunidad de implementar estas técnicas de enseñanza y este programa de estudio a gran escala en 2007, cuando el Gobierno reubicó a 240 familias campesinas desplazadas por la guerra civil en un rancho ganadero confiscado a un traficante de drogas.
La granja estaba en el sur de Meta, a lo largo de la carretera, y a cada familia se le dieron 25 hectáreas para cultivar individualmente. “Pero el suelo no era fértil: estaba seco por el viento. Y no teníamos ni maquinaria ni semillas. Tuvimos que pedir limosna en la carretera para sobrevivir”, recuerda Ninfa Daza, una granjera perteneciente al grupo.
“Sospecho que el Estado solo quería cumplir con su obligación como una formalidad”, comenta Rodríguez. Más tarde hubo planes para disponer esos terrenos para el cultivo de aceite de palma para biodiésel.
Pero los políticos no contaban con Rodríguez y su visión. Él se encontró con las familias en esta granja improductiva durante una visita a la región, y puso manos a la obra de inmediato. En primer lugar, pidió prestado un tractor para arar media hectárea de tierra seca en cada terreno de familia para que cultivaran lo básico. Entonces, las familias plantaron árboles pequeños alrededor de su campo para crear barreras contra el viento. Crearon pequeños huertos para cultivar fruta y verdura. Luego llegaron las gallinas y los cerdos, que daban huevos, carne y fertilizante para revitalizar el suelo gastado.
Tal vez lo más importante es que cada paso estuvo acompañado por los talleres en La Cosmopolitana.
“Dos años después, teníamos más que suficiente para comer. Incluso podía hacer mermeladas y vender o intercambiar mi producto con otras personas del pueblo. —cuenta Ninfa Daza—. También se transformó la mente de las familias. Cuando llegaron los inversionistas y querían comprar nuestros terrenos, les dijimos que no”.
Ahora Daza ve el mundo con otros ojos y afirma lo mismo que Rodríguez: “¡Ya no me considero pobre!”.
De la escasez a la abundancia
Cualquiera puede asistir a clases en La Cosmopolitana; incluso hay cursos para niños. Las clases están subsidiadas por ONG nacionales e internacionales, que incluyen la organización católica alemana Misereor, la fundación colombiana Caminos de Identidad (Fucai), y hasta el Club Rotary local.
Con el tiempo, La Cosmopolitana ha crecido. En la actualidad, cuenta con dos docenas o más de miembros del personal y del cuerpo docente. La fundación recibe pedidos para organizar talleres en todo Colombia y también en otros países.
Muchos cursos se dan en la Amazonía, donde pueblos originarios (gracias a la inspiración y guía del aula viva) están volviendo a métodos de cultivo ancestrales. Por ejemplo, rotan el jardín forestal en lugar de imitar las técnicas de tala y quema de los granjeros coloniales europeos, que tanto dañan el medioambiente.
Más de 7000 estudiantes completaron cursos en las últimas décadas, mientras que casi 200 000 personas de todo el mundo han presenciado el trabajo de La Cosmopolitana. Muchos han escrito textos de felicitaciones y de reflexión en los libros de visitantes que Rodríguez tiene en la oficina.
Su objetivo es ser una fuente de inspiración, y no solo un modelo. Esto se debe a que, a diferencia de la agroindustria, no existen recetas patentadas para seguir en el cultivo orgánico. Cada finca es diferente… cada persona es diferente, según afirma.
Los participantes deben, en primer lugar, ser plenamente conscientes de su situación en particular y después trazar un plan de vida que incluya a su familia. Luego, implementan paso a paso los cambios pragmáticos necesarios para poner en práctica los principios agroforestales. Tal vez las abejas llegan a la finca para polinizar los cultivos, o el ganado pasta bajo árboles frutales nuevos, al tiempo que los terrenos cultivados y el bosque se funden en un todo productivo. La naturaleza coopera, al igual que lo hace la gente.
Todo lo que se necesita es creatividad
“Muchos piensan que se necesita dinero o apoyo del Estado para progresar —comenta Rodríguez—. Pero, en realidad, lo único que se necesita es creatividad”. En Colombia es difícil para los pequeños granjeros conseguir crédito, y las tasas de interés son altas. Los participantes de La Cosmopolitana aprenden a valorar lo que tienen y a trabajar con eso.
En el caso de Simey Sierra, lo que tenía era una vista espectacular desde su finca, combinada con su hospitalidad, su carisma y su talento natural para la música; en especial, su afinada manera de tocar el cuatro, una guitarra de cuatro cuerdas, popular en la región.
“Antes tenía vacas —cuenta Sierra—. Pero era mucho trabajo y poca ganancia. En La Cosmopolitana empecé a descubrir que mi finca tenía potencial turístico”.
Vendió las vacas y construyó cuatro habitaciones para huéspedes. Agregó la piscina con forma de guitarra y un espacio techado para eventos, como fiestas de bodas o de cumpleaños. De pronto la finca se convirtió en un destino recreativo para los vecinos y, con el tiempo, para los turistas.
“Entendí que tenía manos para darle forma a mis sueños”, afirma.
Sierra inspiró a otros: su vecina Cristina Ospina abrió un restaurante, al tiempo que los hijos de ella organizan excursiones al cañón del río Güejar, cerca de la zona. Juan Pablo Zárate, quien en la actualidad es docente en La Cosmopolitana, administra una finca ecológica de café; cuenta con electricidad propia, sistema de abastecimiento de agua y de alcantarillas. Allí se vende la marca propia de café de Zárate. También organiza excursiones para ver aves. Esneyder Rojas, de 25 años, regresó de Bogotá durante la pandemia de COVID-19 a la granja casi abandonada de sus padres, reforestó el terreno y en la actualidad produce miel. Su esposa, Dunya, de 21 años, cose ropa para los vecinos y también la vende en el mercado semanal. Todos aprendieron en La Cosmopolitana: se ven como una comunidad, y no como competencia.
Un baluarte de sustentabilidad
Juntos, estos vecinos reconocieron sus talentos únicos y los atributos de su tierra para convertirse en un movimiento. Con el tiempo, convirtieron a Lejanías, un pueblo de 10 000 habitantes, en “la capital de la abundancia”.
Organizaron un mercado de agricultores que resultó ser muy valioso durante la pandemia y que hizo de la economía local algo circular y más resistente a las crisis.
Los jóvenes también cambiaron. Ya no publican selfis desde el centro comercial del pueblo, sino que posan frente a las cascadas de la región. Crearon una página de Facebook, que pronto atrajo visitantes de Bogotá, a 240 km de distancia.
Para Rodríguez, Lejanías es un ejemplo viviente de su estrategia exitosa. “¡Ser campesino no es un castigo, es un regalo!”, exclama. Su alumno, José Zárate, un exprofesor de La Cosmopolitana, incluso llevó las ideas del movimiento a la política: fue nombrado secretario de Agricultura del departamento del Meta en 2022.
Imagen principal: Cosechar la abundancia de la Amazonia y eliminar la mentalidad de pobreza. Foto: cortesía de Sandra Weiss.
Artículo original: https://news.mongabay.com/2023/04/from-scarcity-to-abundance-the-secret-of-the-peace-farmers-of-colombia/
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